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El monje que vino a parar la guerra
El monje que vino a parar la guerra
5 minutos de lectura
El monje que vino a parar la guerra
17 de abril, 2011
Por: Luis Guillermo Hernández
@WikiRamos 

Quien lo viera ahí sentado, con su aparente fragilidad, el rostro sereno, la sonrisa que desdibuja sus ojillos rasgados, nunca atinaría a explicar cómo ese hombre, apenas más alto que un niño de 13 años, pudiera ser capaz de detener el chorreadero de sangre que baña a México.

Su propuesta es simple, aunque quizá inalcanzable, pero antes de exponerla, el Venerable Maestro Miao Tsan, budista Zen, pide un poco de sosiego a quienes lo escuchan, no más de 120 personas reunidas al pie del monumento que el exilio español erigió a Lázaro Cárdenas, un gobernante colosal como ya no hay en estas tierras.

“Al comprender y reconocer que nuestra situación presente es el resultado de nuestras acciones pasadas”, anota, “de manera snatural dejaremos de culpar a los demás por el sufrimiento que experimentamos”.

Junta entonces las palmas de sus manos frente al pecho, a la altura de su corazón, y dirigiéndose a los asistentes en un inglés que el representante del Monasterio Zen Vairocana México traduce por el micrófono, pide primero hurgar en la imaginación, en ese espacio interior donde convergen cuerpo y espíritu, acosados, asustados por la violencia: “haz que en tu mente siempre haya un sentimiento de armonía”.

“Contacta con tu entorno”, dice. El parque España de la colonia Condesa, a las 9 de la mañana, es un remanso de silencio.

“Las mentes flexibles son más aptas para absorber y digerir nuevos conceptos”, escribe el maestro budista, “independientemente de que su impacto sea positivo o negativo. En cambio, en una mente repleta de conceptos y creencias, las tendencias habituales intentarán filtrar y rechazar cualquier nueva idea y producirán diversas reacciones, al mismo tiempo que la mente intenta salvar la distancia entre lo viejo y lo nuevo”.

Es una de sus últimas paradas en la cuarta visita a México, que le ha llevado a los auditorios de la UNAM, el ITAM, el TEC, donde el Venerable Maestro ha recibido una pregunta reiterada que hasta éste sábado, cuando guía la meditación pública “Unamos nuestra mente por México”, parece tener respuesta: ¿Cómo se hace para cambiar ésta realidad de violencia y degradación sin sentido?

Sólo usa esta mente

Apenas se escucha su vocecilla. Suave, como si silbara, el tono de su voz se corresponde con la delgadez de sus labios, con la breve línea horizontal que le marca la frente, con los dedos de sus manos suaves, pequeñas, que tienen ese tono moreno bajito, asiático, de los nacidos en Filipinas.

Durante muchos minutos permanece en silencio, los ojos cerrados, las piernas y las manos en “flor de loto”, los hombros firmes, la cabeza erguida pero sin tensión. La meditación exige concentración completa, la desconexión de los pensamientos, el contacto con el Ser. El maestro Zen es una estatua que respira.

Mujeres jóvenes de pants lujosos, hombres de cabello largo, chavas indies con piercings al ombligo, rastas, tatuajes, caracoles, fauna condechi bien identificable, se unen en la ceremonia silenciosos, esperanzados con una religión que en México tiene casi 25 grupos conformados, con aproximadamente 15 mil seguidores, en los estados de Morelos, Puebla, Veracruz y Jalisco, además del Distrito Federal, principalmente.

“Los seres humanos crearon el mundo material sobre la base de la espiritualidad y lo espiritual se completa a través del mundo material”, dice la teoría de Miao Tsan, que le ha valido el reconocimiento internacional: “la verdadera satisfacción espiritual se encuentra en el mismo camino por el que encontramos la satisfacción material. El excesivo énfasis en el desarrollo de la tecnología, el materialismo de nuestros días, hacen que el hombre pierda el centro de su vida”.

Después de casi una hora, el Venerable Maestro abre los ojos. “Somos unas antorchas”, dice, “antorchas de amor, antorchas de paz, de compasión”. Pide a la gente frotar sus manos, pasarlas por los hombros, sentirlas, y agradecer después el momento de amor que todos han vivido.

“Cuando aprendemos a utilizar la mente de acuerdo con el principio universal que gobierna la manifestación de la realidad, podemos romper con los viejos patrones de nuestra vida y despertar en paz, en cuerpo, en mente y en espíritu”, anota, y sus frases se repiten, con todos los matices, en medio de ese lugar que tras la meditación se ha tornado otro: el verde de pasto y hojas es más verde. La lluvia de la madrugada refleja con sus gotas un olor distinto de la tierra. Los árboles, amodorrados por el frío, todavía tienen los troncos humedecidos. Nadie barre a esas horas. Pocos pasos andan los jardines. No hay perros. Bueno, hay uno sólo, pero como si no estuviera.

En medio de todo, de todos, ahí está la energía que fluye hacia los miles de acribillados del norte del país, hacia la tierra que escupe cadáveres, hacia las balas por millares, hacia las víctimas colaterales, hacia la ineptitud, la impotencia, la arrogancia, la rabia, el miedo.

Una mujer, acaso unos 60 años, abre los ojos y lo observa, silenciosa, al tiempo que sus ojos bordean lágrimas que no van a caer.

El Maestro, vicario del monasterio de Los Ángeles, California, quien posee una visión profunda de la esencia del Zen y su objetivo es llevar a las personas la comprensión de la verdad universal, esa que trasciende razas, religiones, tiempo, ora por México y revela su propuesta para acabar con nuestra guerra:

“No busques la paz allá afuera, búscala en tu interior”. Somos, todos, la semilla de un mundo de paz, que se crea a partir de la sabiduría, a partir del volver a ser humanos y dejar de ser fieras, máquinas, objetos, manada, carne de cañón.

Sabiduría, dice el hombre sabio. Sabiduría. Quienes lo escuchan asienten en silencio, probablemente confirmando que justo eso es lo que falta en este pobre país que se mira agonizando.

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