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Londres 2012: el cruel destino del atleta que llega cuarto
Londres 2012: el cruel destino del atleta que llega cuarto
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Londres 2012: el cruel destino del atleta que llega cuarto
07 de agosto, 2012
Por: Dulce Ramos
@WikiRamos 
El cubano Manuel Huerta celebra su clasificación a los Juegos Olímpicos.

La tradición olímpica de premiar con medallas a los tres finalistas mejor colocados es una de esas típicas arbitrariedades que pasan por justicia, especialmente irritantes para quienes quedaron en cuarto lugar.

El atleta chileno Tomás González, que ha puesto a la gimnasia de su país en el primer plano internacional, es el príncipe del cuarto puesto, ya que se quedó a las puertas del podio en dos ocasiones estos juegos, en suelo y en salto.

Este y otros casos (ver recuadro) son particularmente dolorosos porque atletas excepcionales son percibidos como “perdedores” en la imaginación popular, cuando en realidad han dejado muy alto su deporte y la imagen de sus países.

Y entonces surge la pregunta: ¿por qué dar tres medallas y no cuatro, o cinco?

Pues por la sencilla razón de que el podio de tres ya es algo institucionalizado, y agregar una nueva medalla debilitaría la ceremonia y el valor mismo de los premios.

Además, ¿de qué metal sería la cuarta medalla? Si hasta el bronce ya parece pobre.

El Comité Olímpico Internacional también entrega diplomas a los ocho mejor clasificados en cada especialidad, y es por eso que el periodismo español suele hablar de “Fulano ganó diploma” al referirse al cuarto puesto, costumbre que tiene la ventaja de ofrecer una imagen ganadora en vez de perdedora.

Origen del podio

Este diploma nos remite al origen de las medallas y del podio.

Los antiguos griegos daban a los ganadores coronas de olivo (de una variedad silvestre, kotinos, que crecía en la zona de Olimpo), y esto se tomó como modelo para los primeros juegos modernos, que se realizaron en Atenas en 1896.

No hubo oro en Atenas: el ganador recibió el olivo y una medalla de plata, mientras que el segundo tuvo su olivo y una medalla de bronce.

Cuatro años después, en París, los ganadores recibieron copas y otros trofeos.

Las tres medallas

La tradición moderna nació en 1904, en los Juegos de St. Louis, Estados Unidos, que distribuyó por primera vez medallas de oro, plata y bronce.

Al institucionalizarse el podio de tres puestos y tres metales, el Comité Olímpico Internacional lo extendió retroactivamente a los juegos anteriores.

El podio de tres también tiene su lógica si tomamos en cuenta la estrecha relación entre deporte y educación.

Educación y deporte

Muchos de los primeros organizadores del movimiento olímpico fueron educadores, comenzando por el propio barón Pierre de Coubertin, que trabajó incansablemente para que las escuelas francesas incluyesen la educación física en sus currículos, llevando hasta sus últimas consecuencias lógicas lo que él había observado en los colegios ingleses más exclusivos, pioneros del sistema.

La misma idea de premiar a los tres atletas más destacados en cada especialidad tiene su base en la tradición académica, que suele reconocer los méritos de los egresados con tres honores latinos: cum laude (con honor), magna cum laude (con gran honor) y summa cum laude (con máximo honor).

Hay un detalle que revela cierta incomodidad original del movimiento olímpico con esta clasificación del mérito de los deportistas: el podio, concebido inicialmente para mostrar a los tres atletas en niveles diferentes, ahora coloca al segundo y al tercero en el mismo nivel.

El diseño de tres niveles, que parece natural, en realidad da una imagen brutal de jerarquías: parece extender a los seres humanos una discriminación elitista.

Contra el elitismo

Para suavizar esa impresión, el Comité Olímpico Internacional requiere de los organizadores un podio de dos niveles, con una diferencia de altura bastante discreta, y también impone un protocolo en la presentación de los premiados, que deben saludarse por turno, para destacar que, en el fondo, son iguales.

Así, el COI cubre con un manto de discreción una selección de los mejores, de una élite, vamos. Un movimiento que presume de democrático, de igualitario, no puede permitirse la sospecha de que reconoce y recompensa el privilegio.

En el siglo XXI nos sentimos muy civilizados, o por lo menos nos consolamos de nuestras arbitrariedades recordando el mayor abuso del sistema olímpico: en el año 67 de nuestra era, el Emperador Nerón acudió a los juegos y recibió numerosas coronas de olivo (nada menos que 1.808, según una versión), que ganaba con sólo presentarse, o tras sobornar a sus rivales más peligrosos.

Belleza y literatura

Si se quiere elegir al mejor siempre se corre el riesgo de un abuso, pero los reglamentos deportivos ya han reducido al mínimo la arbitrariedad en la selección, algo que no puede decirse de las competiciones en otros ámbitos, como los torneos de belleza y los premios de literatura.

En 1974, por ejemplo, cuando Graham Greene, Vladimir Nabokov, Saul Bellow y Jorge Luis Borges (en ese orden) eran los favoritos para el Premio Nobel de Literatura, los ganadores fueron los suecos Eyvind Johnson y Harry Martinson, escritores discretos pero que tenían la ventaja de integrar el panel de jurados.

Lo cierto es que muchos deportistas y aficionados pierden de vista el hecho básico de que la naturaleza misma del deporte implica una distinción entre el que gana y el que pierde: no es una cuestión de justicia sino de orden natural.

Crueldad del sistema

Es por eso que presentar a varios ganadores, en una prueba en la que un solo participante ganó y todos los demás perdieron, equivale a un pase de magia.

Esto se logró gracias a la idea de identificar a esos ganadores con metales que reflejan una escala de valores: el equivalente moderno de los honores latinos.

Pero el sistema ya no admite estiramientos: es cruel para atletas como Tomás González, que se merecen el agradecimiento de sus paisanos aunque hayan vuelto de Londres con un mero diploma, en vez de una medalla.

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