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Las vidas apagadas <br>en el Casino Royale
Las vidas apagadas <br>en el Casino Royale
9 minutos de lectura
Las vidas apagadas <br>en el Casino Royale
29 de agosto, 2011
Por: Dulce Ramos (@WikiRamos) y Laura Garza (@lauragarza)
@WikiRamos 

El fuego y el humo tóxico apagaron 52 vidas en el Casino Royale de Monterrey. Desde el jueves, día en que ocurrió el ataque más cruento perpetrado por la delincuencia, decenas de familias quedaron incompletas y sin posibilidad de llenar ese hueco.

Velatorios donde se despide a las víctimas del Casino Royale.//FOTO: Laurza Garza

Detrás de ese número frío, de cinco decenas de muertos y dos más, hay rostros e historias diferentes que convergen en el final de su vida. Una muerte que nadie merecía.

Para algunos, recordar a su víctima, no alivia el dolor. Rubí Cavazos, nuera de una de las 42 mujeres muertas en el incendio, dice que ver el nombre de su suegra circulando en las revistas o periódicos es recordar que murió en un “acto terrorista”.

“No queremos recordarla  involucrada en algo así”, dice Rubí, delgada, rubia y con las ojeras marcadas por el desvelo.

Otras familias han encontrado algo de alivio en recordar a sus familiares. En las capillas repletas de dolientes, donde los abrazos sentidos intentaban paliar el dolor, Animal Político encontró nombres y los rostros de nueve de las 52 víctimas del atentado en el Casino Royale.

Laura Adriana Gregoria Navarrete Berlanga, ama de casa, 55 años.

Laura Navarrete partía su tiempo entre sus tres hijos y el cuidado de sus padres ya ancianos. El jueves 25, con sus muchachos fuera de casa y sus padres de viaje, decidió tomar un rato para ella. Tomó su bolsa y se encaminó al Casino Royale.

A las 15:20 horas, Laura hizo su última llamada telefónica.

“Están asaltando. Me escondí en el baño”, fueron las últimas de palabras de Laura.//FOTO: Laura Garza

“Están asaltando. Me escondí en el baño”, dijo a su esposo en un primer momento. Después corrigió. “No es un asalto. Se está quemando el casino. Por favor ayúdame. Llama a los bomberos”.

Momentos después se dejó de escuchar la voz de Laura, pero la llamada nunca se interrumpió. Al teléfono siguió el sonido de la emergencia.

“Laura era muy trabajadora. Entusiasta. Siempre estuvo muy apegada a Dios”, recuerda su prima Norma Salazar en una funeraria del centro de Monterrey.

Laura deja a tres jóvenes huérfanos. Uno de 28 años, otro de 26 y una 20 años. Con ella también se fue también parte de la alegría con que la familia fundó un próspero negocio de tortillas de harina hace 10 años y que los sostenía.

Rosa María Ramírez Díaz, ama de casa, 58 años

Las cenas de Navidad y cualquier otra festividad que implicara una gran comilona siempre se organizaban en casa de Rosa María Ramírez. A la muerte de su suegra, hace un par de años, ella fue la que mantuvo congregada a la familia en torno a la mesa.

“Su afición más grande era la cocina”, dice su viudo, Edmundo Ramírez Jiménez, con una serenidad ejemplar. “Ya sólo estoy soltando el coraje”, dice a un amigo que llega a darle el pésame.

Para Rosa María lo mejor de la vida eran sus nietos, recuerdan sus hijos.//FOTO: Laura Garza

Edmundo, de ojos miel y bigote cuyas puntas llegan a la barbilla, está acompañado de las mismas personas que se reunían en torno a los platillos de Rosa María y frente a él, sus nietos.

“Para ella no había mejor razón de vivir que ellos. Sus nietos eran todo”, comenta Flor Jiménez con una voz que refleja calma.

Esa paz, sin embargo,  no está en toda la famila. Una de las hermanas de Rosa María, que se niega a dar su nombre, dice un con dejo de rabia: “La muerte de mi hermana no se va a quedar aquí. Este sufrimiento no va a ser inútil”.

Amalia Terrazas Moreno, ama de casa, 56 años

“La historia de mi hermana es privada. Lo que no es privado es este sufrimiento en el que estamos todos unidos”.  Silvia Terrazas, hermana de Amalia, habla en susurros, pero su voz no está apagada, sino llena de rabia. A cuentagotas suelta información de Amalia.

“Era una buena persona. Ama de casa, completamente dedicada a su única hija”, cuenta Silvia en una capilla elegante en el pudiente municipio de San Pedro Garza García. La mujer se mantiene estoica, pero en las mejillas le quedan líneas negras de lágrimas mezcladas con maquillaje corrido.

“Así como ves esta sala, toda llena de gente, así solía estar su casa. ¿A quién le echo la culpa?”, pregunta desesperada la mujer, que tuvo que volar desde Cuernavaca en cuanto se enteró de la tragedia.

“No había velatorios ni iglesias disponibles.¿Por qué? ¡Que metan a Rodrigo Medina (gobernador de Nuevo León) al Casino Royale para que vea lo que se siente!”, dice la mujer.

Miguel Ángel Loera Castro, cocinero, 51 años

El modeto velorio de Miguel Ángel Loera Castro.//FOTO: Laura Garza

En el velorio de Miguel  Ángel Loera no hay sillones de piel ni espacios amplios como en las capillas elegantes de San Pedro. A este hombre soltero de 51 años lo velan en una funeraria popular de Guadalupe, uno de los municipios más violentos de Nuevo León.

Esas fueron las capillas que pagó el DIF estatal a los deudos de escasos recursos.

Miguel Ángel era el noveno de 11 hermanos. Él era quien intentaba mantener unidos a todos.

“Él se hizo cargo de mi padre cuando mamá falleció. Él era el que convocaba a las comidas. El que buscaba cualquier propuesta o excusa para que la familia no anduviera regada”, cuenta su hermano Guadalupe Loera Castro.

“Miguel Ángel tenía un departamento y la persona a la que se lo rentaba trabajaba en el casino. Al parecer pasó a cobrar la renta y se quedó a jugar un rato. Ahí fue cuando sucedió el detalle”, relata Guadalupe, hombre moreno, bajito, de botas vaqueras y con una cadena dorada al cuello.

Mientras cuenta las circunstancias en que murió su hermano, los familiares cierran de golpe las ventanas de la funeraria.
“¡Retírense! ¡Retírense!”, dicen los adultos a los más pequeños. Afuera, justo en la esquina de la funeraria, una patrulla de la Policía Estatal se estaciona. Cuatro agentes con el rostro cubierto y blandiendo armas largas se disponen a cerrar la calle. Ni siquiera en pleno duelo se desvanecen las huellas de la violencia que vive Monterrey.

 

Aída Cavazos, sólo iba una vez a la semana al casino, era su única diversión.//FOTO: Laura Garza

Aída Cavazos de la Peña, dueña de un puesto de tacos, 62 años.

“Mi mamá reformaba a los vagabundos. De veras”. Aída Cavazos tenía un puesto de tacos en el centro de Monterrey,  según cuenta su hijo, David Carlos. Cada vez que un indigente pedía caridad en el local, Aída le decía: “Si llega bañado y limpio, aquí le damos unos huevitos”. Si alguno llegaba hasta con los zapatos limpios, Aída no cabía de orgullo.

Aunque sus tres hijos podían mantener a su madre con ciertas comodidades, la señora nunca quiso cerrar su localito. “¿Qué van a hacer los empleados si cierro? Ellos viven de esto”, cuentan que decía. La sencillez de Aída se refleja incluso en la funeraria modesta en la que fue velada.

Antes de enterarse de la muerte de su madre, David escuchó de un conocido que la gente que visita los casinos tiene el vicio del juego y es amante del dinero fácil.

“Mi mamá iba una vez a la semana al casino con sus amigas y era su única diversión. ¿Dinero fácil? Ella trabajaba. Y lo poquito que le sobraba de sus ganancias con los tacos lo apostaba ahí. Sólo unos 70, 80 pesos. ¡Que no me hablen de dinero fácil!”.

 

Martín Jesús Saide Azar, empresario, 47 años

El hijo de Martín Jesús Saide Azar porta un retrato de su padre.//FOTO: Laura Garza

Entre los gritos de “¡Renuncia, Medina!” que resuenan en la Explanada de los Héroes, un muchacho larguirucho, vestido de negro, sostiene el retrato de un hombre. Es su padre, Martín Jesús. Abrazado de un par de familiares se abre paso en la concentración que convocó la sociedad regiomontana el domingo 28 para protestar por la violencia.

El chico no puede hablar de su padre. Su tío, Steven, es quien describe a Martín.

“Era un hombre que vivía en Los Cabos. Vino a visitar a su madre, a sus hermanas  y a su hijo que viven aquí a Monterrey. Era un hombre libre, sano y tranquilo que fluía con la vida”, dice Steven bajo un sol de 36 grados del que se protege con unos lentes oscuros.

“Murió asfixiado. De una forma lamentable. Nos enteramos de su muerte porque unos familiares nos avisaron que él estaba en la lista”, cuenta Steven.

La autoridad no se ha acercado ni a ésta ni a otras familias para ofrecer su pésame y eso le añade un tinte de enojo al dolor de la familia.

“Tenemos un enojo impresionante. Me duele mi hermano, pero me duele lo que le está pasando a todos. Estas muertes deberían traer un cambio de fondo”.

 

Rómulo Baldomero Tamez Salazar, ginecólogo y profesor del Tec de Monterrey, 62 años

Hay una frase que Baldomero Tamez repetía siempre a sus dos hijas: “Hay dos opciones en esta vida. O la disfrutas, o la padeces”. Él siempre elegía la primera.

En la elegante funeraria de la Colonia San Jerónimo, donde velan al profesor, sus dos hijas lo recuerdan como un “hombre de familia” al que le gustaba dejar algo bueno en todos sus conocidos; pero sobre todo, como un hombre romántico y enamorado.

“Con mi mamá fue siempre como un novio. Nunca se cansaba de demostrarle con detalles cuánto la quería”, dice con la voz quebrada Denisse, su hija menor.

La mayor afición del también médico era el beisbol y desde que se estrenó como abuelo intentó trasmitir ese deporte a su nieto.
En la capilla, Arturo, su yerno, lo recuerda con el espíritu que prevalece en la mayoría de los médicos: “Siempre fue un hombre que se dedicó a servir al prójimo. Dio y compartió sin importarle nada más”.

 

Joaquín Martínez, empresario, 76 años

“Si mi papá iba al casino no era para apostar, sino para ver sus deportes favoritos”. Al término del funeral de Joaquín, su hija Graciela se encarga de retirar los arreglos florales. Mientras dispone de las coronas recargadas en los ventanales de la capilla, describe a su padre como un amante del ciclismo, abuelo de ocho y padre de cuatro.

“Era generoso, deportista. Muy ‘gente’”, refiere Graciela con el acento norteño bien marcado. Fue tan amante de los deportes que presidió la Asociación de Ciclismo en los años sesenta y puso un negocio de bicicletas en pleno centro de Monterrey. Con todo y los años a cuestas, Joaquín era un destacado jugador de golf.

A pesar de la tragedia que vive la familia, reconocen que Joaquín ya había vivido. Por ello, el drama de quienes murieron jóvenes en el ataque, también les ha estrujado el corazón.

“Esta violencia desmedida nos dejó muy poco tiempo para reaccionar. Han pasado muchas cosas en Monterrey, pero hasta que vives la violencia y te arrebatan a alguien querido, te das cuenta de que todo ha cambiado”.

 

Miriam González de García, ama de casa, 47 años.

Miriam González acudió el jueves al Casino Royale. Sus compañeras de aquella tarde de Bingo fueron sus hermanas María Hilda y María Inés. Las tres quedaron atrapadas en el casino.

La capilla de la funeraria de San Jerónimo, donde la familia recibe el duelo, no da abasto para los familiares y amigos de las tres mujeres que describen como bellas y generosas.

En la misa para despedirlas, los tres féretros grises están junto al altar y, frente a ellos, el esposo y las dos hijas adolescentes de Miriam.

Un día después del funeral, pero aún conmocionado, los sobrinos de Miriam desentrañan un poco la personalidad de su tía. “Vivía para sus dos niñas y para su esposo. Tenía una enorme vitalidad y era una mujer muy alegre. Aquella tarde, las tres fueron al casino sólo para tener un poco de diversión”.

Cuando el dolor se multiplica por tres en una familia, no hay palabras que alcancen.

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