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Especial Migrantes: Mis hijos están solos (tercera parte)
Especial Migrantes: Mis hijos están solos (tercera parte)
8 minutos de lectura
Especial Migrantes: Mis hijos están solos (tercera parte)
15 de abril, 2013
Por: Dulce Ramos
@WikiRamos 

Eva

—¿Ya vienes, mami?
—No, m’hijito. No se pudo. Otra vez me echaron pa’trás.

En la línea telefónica se hace un silencio largo. Doloroso. Ayer “quebraron” a Eva en su tercer intento por cruzar la frontera. Aprieta los labios. Con desesperación se limpia las lágrimas de los pómulos hasta que otra vocecita suena en la línea. Es su hija mayor.

—Inténtalo otra vez, mami, porfa.

Tras la llamada, Eva intenta reponerse. Está sentada en la sala de un albergue para mujeres migrantes en Tijuana. Es un cuarto azul con sillones mullidos, donde reposan osos de peluche y mantas tejidas en los tiempos de espera. Ahí se respira una mezcla de tranquilidad, melancolía y esperanza.

Eva es bajita, pero le sobra carácter. La ropa que viste hoy dice algo. Se ha puesto botas y chamarra de cuero negro. Se ató el pelo rojizo en un chongo bien apretado. Está resuelta a intentarlo otra vez.

Lo que esta madre no dice es que aventurarse nuevamente en la frontera entre Tijuana y San Ysidro la llena de pánico, pero ni el miedo ni el amor por los hijos se esconde fácilmente bajo una chaqueta.

Con la mirada angustiada, habla.

—No quiero arriesgarme. No quiero que me secuestren. No quiero que me agarren y me digan que no puedo entrar a Estados Unidos en otros 10 años. No es cobardía. De veras que no. Pienso en mi vida. En que todavía le hago falta a mis hijos.

Eva, de 39 años, llegó a Estados Unidos a los 25. Dejó Tula, Hidalgo para hacerse de dinero y en Los Angeles, cosiendo ropa en una maquila, conoció a Luis. El padre de sus dos hijos.

El año pasado, la madre de Eva estuvo a punto de morir de cáncer; por eso regresó temporalmente a México. Cuando salió de Estados Unidos sabía que volver a entrar sería moneda al aire.

El verano pasado pidió que le llevaran a sus hijos. Estuvieron juntos en Hidalgo por unos meses, pero Eva decidió que tendrían más oportunidades en el país donde nacieron. En cuanto la abuela mejorara, los alcanzaría.

En efecto, la abuela mejoró, pero ellos siguen sin poder reunirse.

Ya intentó cruzar por Agua Prieta, Sonora, pero la detuvieron. La “migra” le prohibió la entrada a Estados Unidos por 20 años. Esta última vez, por Tijuana, se echó a correr. En los tobillos aún tiene rasguños de las matas espinosas.

Pese a todo, Eva da gracias a Dios porque dice que todo podría ser peor. Podría estar en la cárcel por violar la ley migratoria. Podría no tener esposo y sus hijos estarían bajo el cuidado de una familia extraña. Podría haber sido deportada y ellos la habrían esperado por horas en la escuela. Podría simplemente haber muerto en el cruce y no haber escuchado a su hijo preguntarle:

—¿Ya vienes, mami?

Leyes que despedazan

El 6 de marzo de 2007 hubo llanto y confusión en las escuelas de New Bedford, Massachussetts. Cientos de pequeños se quedaron esperando a sus madres a la hora de salida. Nadie llegó por ellos.

A las 8:30 de la mañana, 300 agentes del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), irrumpieron a gritos en la fábrica de artículos de piel Michael Bianco Inc. El resultado, en palabras de activistas locales, fue “una amplia crisis humanitaria” que desgarró a la comunidad.

“La policía custodió las salidas mientras otros atrapaban a los trabajadores. Les gritaban que se echaran al suelo. Varios oficiales sacaron sus armas”. Así describieron la redada quienes la vivieron.

“No son casos únicos. Son casos representativos de cientos de mujeres que no podrán regresar a reclamar la patria potestad de sus hijos. Los niños, muchas veces, son ciudadanos norteamericanos, pero tal como está la ley en este momento, la madre es una criminal por violar la ley migratoria”.

La voz es del académico Rodolfo García Zamora, quien actualmente conduce desde la Universidad de Zacatecas el primer estudio sobre los efectos de la migración de retorno en cinco estados. Las autoridades mexicanas, dice, están desbordadas con la defensa de este tipo de casos. Aunque la propia Secretaría de Relaciones Exteriores ha aceptado que sólo interviene en casos de familias separadas cuando tiene conocimiento del problema.

El director de Protección a Mexicanos en el Exterior, Roberto Rodríguez, dijo al diario Reforma que sólo entre 2006 y 2012, 109 mil 323 niños fueron retornados a México para que pudieran reencontrarse con su familia, pero la responsabilidad del país está acotada cuando los pequeños no tienen nacionalidad mexicana y quedan en custodia de Estados Unidos, quien los coloca en foster homes. Hogares temporales que sustituyen a los albergues y permiten al pequeño no desprenderse de una dinámica familiar de la noche a la mañana.

“Normalmente tenemos una relación estrecha con organizaciones sociales de defensa de migrantes. Ellos sí tienen una red más amplia y sí pueden visitar los foster center, porque legalmente no podemos a menos que tengamos un caso específico”, dijo Rodríguez al periódico.

Entre esas organizaciones hay una pionera. Desde 2005, la Alianza Nacional de Comunidades Latinoamericanas y Caribeñas (NALACC), con sede en Chicago, lanzó la campaña Keep Our Families Together con el objetivo de “humanizar el debate migratorio” en Estados Unidos, y denunciar la “aplicación obsesiva” de leyes que “despedazan familias”.

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“Los hijos norteamericanos de quienes caen en situación de deportación entran en el sistema estatal de lo familiar. Éste empieza los trámites para que compruebes que eres un padre capaz. En los peores casos, los niños son dados en adopción y los padres no vuelven a verlos jamás”, explica Gretchen Kuhner, directora del Instituto para las Mujeres en la Migración.

Como en el caso de Eva Rodríguez, no hace falta ser deportado para enfrentarse a una situación de separación familiar. El retorno voluntario también tiene esta arista trágica.

“El sentido de pérdida es enorme en los migrantes de retorno”, explica el miembro del Observatorio Regional de las Migraciones del Colegio de Michoacán, Gustavo López Castro. Quizás uno de los académicos que más retornados conoce en ese estado.

“La mayoría de nuestros entrevistados pasa por ese periodo de sufrimiento que los psicólogos llaman ‘duelo’. El duelo por lo dejado de improviso en Estados Unidos es el sentimiento dominante en las vidas de hombres y mujeres deportados y retornados”.

Por fortuna, para los padres indocumentados, hay maneras de prevenir un desenlace terrible, de acuerdo con el esquema que recomienda la red binacional de abogados probono Appleseed.

El salón azul

El sonido de la televisión sólo es un ruido de fondo. Ocho mujeres en seis sillones repartidos en un salón azul celeste parecen atentas a la telenovela, pero en realidad tienen la mirada perdida. Basta cruzar un par de frases para saber que su único pensamiento es cruzar la frontera.

Unas están por hacerlo. A otras ya las regresaron. También hay algunas en una especie de limbo porque no tienen dinero para el “pollero” y no saben si lo tendrán. Mientras, el salón azul les da cobijo. Es la sala de recreación del Instituto Madre Asunta. Un albergue que permite a mujeres migrantes alojarse hasta por 15 días.

En ese salón se tejen todas estas historias en voz muy baja. Es muy poco lo que hablan entre unas y otras.

Ahí está Alberta Patlán. Redonda y morena. Es de Atlixco, Puebla y tiene 42 años. El año pasado salió de Brooklyn con rumbo a México por la muerte de su madre. Por más de dos décadas vivió y trabajó en Estados Unidos, pero hoy, los controles fronterizos le han deshecho los planes de volver a ver a Jazmin, su hija de 10 años.

La niña pasa entre dos y cuatro horas sola todos los días en lo que sale de la escuela y su padre llega de trabajar. Si se sabe que la niña pasa tanto tiempo sin vigilancia, podrían quitarle la custodia.

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Muy cerca de la tele, con mirada desconfiada y el rostro pálido está Elizabeth, nayarita de 43 años. Desde 2011 sus seis hijos están en custodia del estado de California porque, entre trabajo y trabajo, debía dejarlos sin atención.

Una tarde, para aliviar el agobio, Elizabeth paró en una fiesta. El Servicio de Inmigración irrumpió en el baile y ella, sin papeles, terminó deportada. Mientras está varada en Tijuana, el juicio por la custodia de sus pequeños está por iniciar.

También está Ana, salvadoreña de 52 años. Para andar se apoya en un bastón porque se cayó en su último intento de cruzar por Sásabe, una comunidad del desierto sonorense llena de sevicia para el migrante.

En el fondo del salón, con unos ojos verdosos que se acentúan con la piel morena y arrugada, está Juana Rivas. El 11 de septiembre del año pasado, la “migra” llegó a las oficinas de Fed Ex que ella limpiaba, para pedir papeles “a los que tenían cara de mexicanos”.

entrega3_002Juana, de Ciudad Neza, recuerda que en 1990 cruzó por Juárez prácticamente caminando. Como si fuera una estadounidense más. En más de 20 años lo único que hizo fue trabajar. Primero para ella. Después, para cuatro hijos nacidos en California cuyo padre simplemente desapareció.

Quedarse en México no es una opción viable. “¿Quién me va a dar trabajo a esta edad?”, dice. “Además, acá no tengo nada”.

El día que la deportaron, se deshicieron los planes de la familia. Daniel, el hijo mayor que ya estudiaba los primeros semestres de ciencias forenses, tuvo que dejar la universidad. Ahora es panadero. El sueldo le sirve para mantener a sus cuatro hermanas. Karen, de 18 años, Jennifer, de 17 y Evelyn, de 14.

Evelyn es la mayor preocupación de Juana. Está diagnosticada con trastorno bipolar. Hace un par de semanas Daniel telefoneó para avisar que la pequeña estuvo a punto de ahorcar a Jennifer.

La misma tarde que Eva decidió cruzar de nuevo la frontera, Juana espera que le envíen un poco de dinero para el ‘coyote.

—Mis hijos están muy tristes. Daniel dejó de ser joven de un momento a otro para ser adulto. A veces me dice: ‘Ya no aguanto. Ya no puedo con tanto. Me dan ganas de morirme porque no puedo con esta presión’. Por eso tomé la decisión de arriesgarme. Me tengo que ir. Tengo que ir a tomar el lugar que, como mamá, me corresponde.

Mañana: Sin lugar para padecimientos. El sistema de salud rechaza a los retornados.

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