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El cataclismo nuclear de Hiroshima narrado por un superviviente
El cataclismo nuclear de Hiroshima narrado por un superviviente
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El cataclismo nuclear de Hiroshima narrado por un superviviente
07 de agosto, 2014
Por: Manu Ureste
@ManuVPC 
Foto: AP
Cerca del 90% de la ciudad fue destruida y murieron unas 80 mil personas por la explosión en Hiroshima. //Foto: AP

Shinji Mikamo lo perdió todo cuando el 6 de agosto de 1945 la bomba atómica cayó sobre Hiroshima, excepto el reloj de su padre. Sin embargo, él no culpó a los estadounidenses por el cataclismo.

Cuando la familia se bañaba junta, a la manera japonesa, a Akiko Mikamo, la hija de Shinji, nunca se le ocurrió preguntar por la oreja que le faltaba a su padre o por las cicatrices en los cuerpos de sus padres. “No pensaba en eso”, dice. “Era algo muy natural”.

Su madre nunca habló acerca de la bomba. Como cualquier mujer tradicional japonesa, ella “aprendió a tragarse su dolor para no ser una carga para los demás”. Pero Akiko creció escuchando las historias de su padre sobre aquel día, historias que ella ha recogido en un libro.

Por encima de todo, él siempre le enseñó que odiar era algo malo.

“Los estadounidenses no tienen la culpa, la guerra tiene la culpa. La falta de voluntad de la gente para comprender a aquellos que tienen valores diferentes, eso es lo que tiene la culpa”.

El piloto del Enola Gay, el bombardero estadounidense que arrojó la bomba sobre Hiroshima, sólo estaba siguiendo órdenes –señalaba–. Y en el proceso estaba arriesgando su propia vida.

Una gigantesca bola de fuego

Los veranos en Hiroshima era sofocantes y la mañana del 6 de agosto de 1945 no fue diferente de cualquier otra: calurosa y húmeda. Shinji Mikamo se había tomado el día libre de su trabajo como aprendiz de electricista en el ejército para ayudar a su padre a recoger las cosas de su casa, que estaba cerca de ser demolida.

Meses de ataques aéreos habían causado incendios devastadores en varias ciudades de Japón, por lo que el gobierno había decidido crear cortafuegos. La casa de los Mikamo fue una de las afectadas por la decisión. “Esto no tiene sentido”, gruñó el padre de Shinji, Fukuichi.

Pero las órdenes eran las órdenes.

La madre de Shinji, Nami, quien se hallaba gravemente enferma, había sido enviada al campo y su hermano mayor, Takaji, estaba combatiendo en Filipinas. De modo que Shinji, de 19 años, y su padre estaban viviendo solos en la ciudad. En poco tiempo, Shinji culminaría su entrenamiento y se uniría al ejército, así que lo más probable es que él también se iría lejos.

Padre e hijo se pusieron a trabajar tras el desayuno típico en tiempos de guerra: mijo y semillas de avena.

Fukuichi miró el reloj de bolsillo que siempre cargaba consigo, un reloj redondo que encajaba perfectamente en la palma de su mano, la cubierta de plata desgastada por el uso. Eran las 7:45 de la mañana. Shinji se subió a la azotea para quitar las tejas de barro. Unos vecinos les habían ofrecido una habitación, pero no había baño. Necesitaban las tejas para hacer el techo de un cobertizo.

No había una sola nube en el cielo. Desde su punto de vista, Shinji le echó una mirada a la ciudad resplandeciente. Abajo, en el patio, Fukuichi le dijo a su hijo que no se durmiera. Shinji recuerda que cerca de las 8:15, él levantó su brazo izquierdo para secar el sudor en su frente, cuando repentinamente un destello cegador cubrió todo el cielo.

“De repente tenía frente a mí una gigantesca bola de fuego. Era al menos cinco veces más grande y 10 veces más brillante que el Sol. Venía directamente hacia mí, una poderosa llama de un notable color amarillo pálido, casi de color blanco”.

“El ruido ensordecedor vino después. Estaba envuelto por el trueno más fuerte que jamás había escuchado. Era el sonido del universo en explosión. En ese instante sentí un dolor punzante que se extendió por todo mi cuerpo. Fue como si un balde de agua hirviendo hubiese sido arrojado sobre mi cuerpo y fregado mi piel”.

Shinji fue arrojado a las tinieblas, enterrado bajo la casa como estaba. Reconoció la voz de su padre, que lo llamaba, cada vez más cerca. A pesar de tener 63 años, Fukuichi era un hombre fuerte y sacó a su hijo de entre los escombros y apagó las llamas en su cuerpo. El torso y el lado derecho del cuerpo de Shinji estaban totalmente quemados.

“Mi piel colgaba de mi cuerpo en pedazos como harapos”, dice. La carne cruda por debajo era un extraño color amarillo, como la superficie del pastel dulce que su madre solía preparar.

Tras el apocalipsis

“Mi padre y yo nos vimos el uno al otro”, dice Shinji. La ciudad a su alrededor había desaparecido, reducida a cenizas y escombros. Shinji no podía entender lo que había sucedido. ¿Había estallado el Sol?

Su padre ensayó una explicación. “Demolieron todas las casas por nosotros. Supongo que nos ahorramos un poco de trabajo”. Lo dijo y soltó una risotada gutural.

Sin embargo, no había tiempo para ponerse a conversar. La ciudad, ya en ruinas, se estaba incendiando y tuvieron que buscar refugio. Shinji y Fukuichi se encaminaron por el extraño paisaje post-nuclear hasta el río.

Allí vieron pasar los cuerpos flotando boca abajo. Y pronto se produjo otro fenómeno extraño y aterrador. Los numerosos incendios en la ciudad habían generado vientos tan fuertes como los de una tormenta, los cuales, ahora se combinaban en un tornado -“un monstruo oscuro”, recuerda Shinji- que succionaba todo a su paso. El tornado levantaba y lanzaba partes de casas derrumbadas, muebles, incluso el agua del río. Mientras se aproximaba, las personas se aferraban a lo que podían.

Este nuevo mundo era difícil de entender, pero una vez que el fuego y el tornado se apaciguraron, Shinji y su padre cruzaron un puente en busca de refugio. La caminata era una agonía, no sólo por su carne quemada, sino por la enorme cantidad de cadáveres y moribundos que hallaban a su paso.

“Mis pies estaban carbonizados y torpes. Con cada paso o algo así, yo tropezaba sin querer un brazo o una pierna y oía a la persona quejarse de dolor. Me sentí como un buitre… cruzar ese puente, dejando atrás a todos esos heridos que iban a morir”, recuerda Shinji.

“Lentamente, con mi corazón rompiéndose en innumerables pedazos, seguí delante. Hice todo lo posible por seguir exactamente los pasos de mi padre, deseando -y creyendo- que él conociera la ruta hacia nuestra salvación”.

La bomba había arrasado con Hiroshima. De sus 45 hospitales sólo tres seguían operativos. No había ayuda. Ninguna medicina. Ningún alivio del dolor. Shinji se hallaba a poco más de un kilómetro del epicentro de la explosión.

Él atribuye su supervivencia a la fortaleza de su padre. Cada vez que él quería renunciar, Fukuichi lo regañaba. “No sucumbas a la debilidad tan fácilmente”, le dijo. “Ya hemos pasado lo peor.”

Apenas tenía piel para proteger su cuerpo, con cada paso un poco de la carne de Shinji se desgarraba. En los momentos en que estaban demasiado débiles para caminar, él y su padre se arrastraban. Les tomó horas recorrer distancias cortas. Shinji le suplicó a su padre que lo dejara morir.

Pero Fukuichi le dijo con resolución: ¿Te quieres morir? No digas eso con tanta ligereza. En tanto que permanezcas vivo, te recuperarás algún día. Ese día llegará. Sólo aguanta un poco”.

Estamos en el infierno

Hasta que tuvieron un golpe de suerte. De regreso a la zona donde habían vivido, los reconoció Teruo, un amigo de Shinji y su compañero como aprendiz en el ejército. Siendo un civil empleado por el ejército, Shinji tenía algunos privilegios. Teruo pudo mover algunos para lograr que lo evacuaran para el tratamiento.

El 9 de agosto, tres días después de la bomba, Shinji y su padre estaban en el suelo de una escuela en un pueblo a las afueras de la ciudad, junto con decenas de heridos graves. En ese momento los pensamientos de Shinji se ubicaron en un incidente perturbador ocurrido el día anterior. Mientras él y su padre caminaban desde el Santuario de Toshogu, dos soldados le salieron al paso y les dijeron que regresaran por donde venían. Cuando Fukuichi protestó, uno de los soldados le escupió en la cara y le dijo que se fuera al infierno.

En una sociedad en la que los ancianos son venerados, este hecho fue profundamente chocante. Sin embargo Fukuichi contuvo la ira y se alejó: seguir con vida era lo más importante.

Les tomó horas hacer el camino de vuelta por una pendiente recubierta de arbustos espinosos y los restos astillados de madera. Shinji maldijo a los soldados con cada doloroso paso que daba.

Shinji no podía entender por qué los soldados pudieron tratarlos de esa manera. Consumido por la ira y el odio, se volvió hacia su padre em busca de una explicación. “Son demonios, ¿no?”, preguntó. “Son malos. Tal vez incluso peor que los bombarderos estadounidenses”.

Fukuichi respondió con calma: “Ahora mismo estamos en el infierno. No es de extrañar que veamos demonios”.

El padre le habló a su hijo de los ángeles que habían hallado: el vecino que les había hecho la sopa, Teruo y su intervención decisiva, los habitantes del pueblo que estaban atendiendo a los heridos. Shinji se vio obligado a aceptar que la bondad todavía existía. Se durmió esa noche con lágrimas de alivio en los ojos, imaginando la cara de Buda.

Dos días después, los soldados llegaron para llevarse a Shinji a un hospital de campaña. Padre e hijo habían sobrevivido durante cinco días, vagando juntos por la Hiroshima postapocalítica, pero ahora tenían que separarse. La mirada inquebrantable de Fukuichi siguió a su hijo mientras lo conducían a un camión del ejército.

Cuando Shinji llegó al hospital, las heridas en su pierna estaban seriamente infectadas y requerían drenar el pus y los gusanos.

Una mañana, una voluntaria del hospital lo vio haciendo una mueca de dolor y le prometió que le traería algunas almohadas de casa.

La esperanza que le dio la promesa pronto se convirtió en rabia y desesperación, pues él pasó todo el día esperando por ella. “Odié a esa mujer que me había traicionado tan cruelmente”, recuerda. Pero ella volvió, tarde en la noche, con las almohadas prometidas. Se había retrasado inevitablemente. “En el momento en que la vi, mi enojo se transformó en vergüenza. ¿Cómo pude haber tenido tanto odio en mis pensamientos?”.

Aquello fue un punto de inflexión.

Él tomó la determinación de no cometer el mismo error otra vez. “Ella era un ángel que había vuelto a rescatarme de mi peor dolor”, dice. “También fue un ángel que me rescató de las profundidades de mi propia ira”.

Una mañana, al despertar, Shinji se halló con un espectáculo inusual: los soldados en el hospital ya no llevaban sus espadas. Era el 16 de agosto, una semana después de que una segunda bomba atómica fue lanzada sobre Nagasaki. Japón se había rendido el 14 de agosto. La guerra había terminado.

Fragmentos del pasado

Shinji fue dado de alta del hospital en octubre de 1945. Un mes antes se las había arreglado para enviarle una postal a su madre en la que le decía que estaba vivo. Y fue en busca de su padre. Se halló con las ruinas de su antigua casa, a la que identificó gracias a los patrones distintivos en los destrozadas cuencos de arroz de la familia.

Moviéndose entre los restos carbonizados, hizo un descubrimiento: un disco redondo familiar, cubierto de polvo y hollín.

Ahí estaba el reloj de su padre, entre los escombros. El vidrio se había volado, lo mismo que las manecillas. El metal estaba oxidado y quemado. “El inimaginable e intenso calor de varios miles de grados producido por la explosión había fundido el reflejo de las manecillas en la cara del reloj, dejando marcas distintivas de dónde se encontraban en el momento de la explosión. Esto fue suficiente para ver claramente el momento exacto que el reloj se detuvo”.

Ocurrió a las 8:15 de la mañana.

Sujetando el reloj en sus manos, Shinji tuvo la repentina sensación de que no volvería a ver a su padre. Ese pensamiento lo golpeó “como otra explosión atómica”, dice. Parado sobre las ruinas de su casa, vistiendo ropa de otra persona, pensó en las hermosas fotografías tomadas por su padre, un fotógrafo profesional. Ahora eran cenizas bajo sus pies.

El reloj era su único vínculo con una familia que había sido aniquilada. Aunque él no lo sabía aun, su madre Nami había muerto pocos días después de recibir su tarjeta postal. Y su hermano Takaji había muerto en acción en Filipinas.

¿Qué pasó con su padre? Él nunca pudo saberlo.

Como un huérfano de guerra, Shinji luchó por sobrevivir y hacerse de un lugar en la sociedad. En el Japón de entonces, “la armonía y las conexiones familiares eran todo”, dice su hija, Akiko. Un hombre sin familia no era mejor que un criminal. Así que cuando él pidió permiso para casarse con Miyoko, la hermana de un amigo de la infancia, el padre de ella dijo que no. La pareja se vio obligada a fugarse.

Su primera hija, Sanae, nació tres años después de la bomba. Saludable al principio, contrajo polio y encefalitis. Luego tuvieron su segunda hija, Akiko, en 1961. Y tres años después una tercera, Keiko.

El reloj se mantuvo como la única reliquia de la familia de Shinji. El sentía que el objeto contenía una parte del alma de su padre. Y, sin embargo, en 1949, cuando Hiroshima fue designada oficialmente como Ciudad de la Paz internacional, decidió donarlo al Monumento de la Paz.

“Quería que el reloj y el nombre de mi padre fueran ampliamente vistos y conocidos como un recordatorio de la destrucción y del heroísmo que fueron mostrados aquel fatídico día de agosto”.

Reliquia robada

En 1985, el reloj fue enviado a Nueva York, para formar parte de una exhibición permanente en la sede de las Naciones Unidas.

Y durante años, para Shinji fue un enorme placer y orgullo el saber que el reljo servía para contar la historia de Hiroshima a los visitantes del museo.

En 1898, cuando Akiko viajó a Estados Unidos para estudiar Psicología, lo primero que quiso hacer fue ver el reloj de su abuelo. Para su sorpresa, el estuche que contenía el objeto estaba vacío.

El reloj había sido robado.

Llena de rabia, Akiko llamó a su padre en Japón para contarle la terrible noticia. Lo primero que Shinji hizo fue repetir su mantra, lo que había aprendido durante su supervivencia.

“Akiko, no los odies”, le dijo. “Es fácil culpar a alguien cuando se sufre una pérdida significativa”.

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