Sería bien chido hacer esto todos los días: el sueño de Oscar por llegar a la universidad
Oscar destaca entre todos los muchachos que están en el patio del Bachillerato Universitario (BAU) Azcapotzalco. Playera negra, la mitad del pelo en rastas, la otra a rapa. Desde un costado de la pequeña explanada observa a los jóvenes que bailan y actúan en el escenario. Su gesto duro hace pensar a su interlocutor que en cualquier momento hará una seña y desatará el caos.
En su lugar minutos después muestra la pequeña cabina de radio de la preparatoria, en la que él y varios de sus compañeros han estado trabajando para equiparla. Recién han terminado de forrar las paredes del cuarto 4×4, con cartones de huevo para amortiguar el ruido.
No tiene ya el gesto duro cuando cuenta esto. Oscar Vargas González, el joven de aspecto rudo del patio es ahora otro Oscar. Es el estudiante afable que a los 26 años pasó a cuarto semestre de bachillerato, y que apenas acá descubrió que no podría haber mejor plan de vida que hacer carrera en esto del audiovisual, con lo que para colmo de todas las buenas suertes podría ganar buen dinero.
El viernes pasado fue el examen final de semestre del Diplomado en Prácticas Artísticas de los alumnos del BAU Azcapotzalco, una preparatoria que forma parte de la red de escuelas que Ciudad de México ha abierto para quienes no encuentran lugar en otras instituciones, o han dejado truncos sus estudios y quieren retomarlos. A esta escuela acuden personas de todas las edades; hay padres que vienen aquí con sus hijos, pero principalmente hay jóvenes.
El examen es una especie de festival, donde los estudiantes muestran “falsos documentales”, documentales, autorretratos, y piezas de teatro y danza muy bien ejecutadas.
Diego Gerard, director del plantel desde hace un año, cuenta que la institución arrancó operaciones hace dos y que de la primera generación de estudiantes, alrededor de 124, ya solo quedan 70. “Este ciclo vamos a perder unos 20 más. La condición en la que viven es tan al límite que es muy difícil tenerlos en la escuela. Varios todavía tienen problemas de drogas. El muchacho que en la última pieza estaba bailando muy bien y muy suelto en el centro, a quien todos le aplaudían, era parte de una de las bandas de por aquí”.
El Diplomado en Artes está pensado justo para dar a los muchachos un motivo más para estar en la escuela. “A veces es complicado trabajar con ellos –dice Jaqueline Salgado, la profesora de teatro–, ¿viste el chico que en uno de los números finge pelearse con otro y pierde? Él un día le soltó un golpe a esta pared (y señala la principal del escenario). Tienen mucha ira guardada, estaba en discusión con un maestro y la sacó”.
Guardan ira, pero también tienen mucho talento. El examen del Diplomado en Artes es un desfile de eso. Los falsos documentales, basados en leyendas de la zona, como La niña del panteón, alcanzan el nivel de la cinta La bruja de Blair. Los negros, los murmullos de pavor, la adrenalina en el público, nada terrorífico en la pantalla y sí un ambiente de expectante miedo.
Todo lo han hecho los muchachos grabando con sus celulares, algunos equipos le entraron ya a la edición. Ambos subgéneros, presentados como parte del examen, falso documental y documental, les sirven para mostrar su entorno y su vida, en una especie de catarsis.
Aunque la mayor parte sucede arriba del escenario. Todo empieza con una breve puesta en escena, donde queda claro cómo el gobierno, la iglesia y la población son capaces de explotar hasta a una niña que llora lágrimas de agua dulce. Andrea Pardo, de 18 años, personifica a la pequeña, a Sofía. De verdad parece una niña afligida, harta de llorar para darle agua a su gente. Bajita, menuda, pero de talante bien plantado, Andrea cuenta después que apenas pudieron ensayar por tres semanas, una sola vez cada ocho días, que es cuando tienen los talleres de arte en la escuela.
A la obra de la niña Sofía le siguen bailes y representaciones como la puesta Insultos al público, una oda a la ironía, en la que un nutrido grupo de muchachos con nariz de payaso, cuestiona su propia obra, el texto, a los actores, incluso al público, en un intento por reflexionar acerca de la propia realidad.
Otro grupo de estudiantes sube al escenario para presentar un extracto de “Los Nadies”, el poema del uruguayo Eduardo Galeano: “Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local, Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”. Las voces de los muchachos retumban con cada frase, las gritan, ¿quién mejor que ellos para hacerlo?
Hay también bailes –La danza de la muerte, La mordidita– y la que el público pide repetir: un mix de las canciones de Vaselina. Y ahí está al centro Natalia González, de 18 años, alta y delgadísima. Una Olivia Newton John de pelo lacio y negro, que luego, cuando algunos dan una entrevista después de la presentación como hace cualquier artista que se precie, dirá que le encanta bailar. “Me da mucha pena, pero hay que animar a los compañeros que no han estado antes en el escenario”.
La entrevista es en la cabina de radio del BAU. Ahí están las chicas: Andrea Pardo y Natalia González, está también el novio de ella, Alejandro Reyes, de 17 años; Damián Ortiz, de 28; Daniel Bravo, de 19, y claro, Óscar.
Los tres últimos se sueltan desenredando toda su historia. Óscar dirá que dejó la preparatoria hace unos años, para ponerse a trabajar. Creyó que era buena idea ganar dinero en lugar de seguir en la escuela. Su papá es dueño de una vidriería, pensaba heredársela a él junto con su oficio, pero al muchacho no le gustó la idea. Anduvo trabajando de ayudante de cocinero (de pinche, como quien dice) en varios restaurantes.
“Un día iba de compras al mercado de El Chopo, pasé por afuera de la prepa y entré. Era el último día para meter papeles. Quedaba solo una hora para ir hasta por el metro Eugenia (a casi 60 minutos) a hacer el trámite. Me lancé a ver si alcanzaba y llegué, solo porque abrieron el horario media hora más. Me dieron un folio para verificar si me quedaba. Cuando fue el día de checar las listas, me dio la una de la mañana y no me quería meterme a ver. Si no estaba mi folio, no quería tener que decidirme ya por otra vida: solo el puro trabajo, en lugar de hacer algo que en realidad me apasione. Tenía miedo, pero sí entré”.
Óscar dice que esta es la última oportunidad que se da para estudiar. Quiere ir después a la universidad. Le gusta la etnología, la gastronomía, pero lo que más es lo audiovisual. “De staff, andar grabando cosas o en el audio. Sería un trabajo bien chido. No sería un trabajo pesado. Sería bien chido hacer esto todos los días”.
Frente a él, Jesús Daniel Bravo lo escucha callado. Luego cuenta que él también dejó la escuela un tiempo para ponerse a trabajar. Anduvo de mecánico, de cargador, de repartidor. “Eran unas tranquizas en esos trabajos y no eran buenas pagas, por eso mejor me regresé a estudiar”. Quiere ir a la universidad y cursar la carrera de Derecho. “Soy muy hablador, me defiendo y sé argumentar”.
Óscar y Damián son parte de los 50 alumnos de la primera generación de este bachillerato que Diego, el director, espera que sí concluyan la preparatoria. 50 de 124 parece un fracaso, depende de cómo se vea. También podría decirse que en año y medio habrá 50 chavos más con su prepa terminada y una oportunidad para seguir mejorando su vida. De la segunda generación, el director espera que logren graduarse un número mayor. Pero la verdad es que el futuro de todos estos muchachos depende de la voluntad política.
Como sin querer, el director suelta que este tipo de escuelas siempre están en el borde, igual que sus estudiantes. En cualquier momento, las autoridades las pueden desaparecer. “Como la prepa Tepito, que ya la iban a cerrar, solo que las familias armaron una protesta grande, entonces el gobierno no solo desistió del cierre, sino que hasta abrió este tipo de preparatorias. Pero viene el año electoral, a ver quién queda y si quiere seguir impulsando esto”.
Esta publicación fue posible gracias al apoyo de Fundación Kellogg.
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