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Las mujeres del movimiento de 1968: la vida en la cárcel como presa política
Las mujeres del movimiento de 1968: la vida en la cárcel como presa política
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Las mujeres del movimiento de 1968: la vida en la cárcel como presa política
02 de octubre, 2018
Por: Heriberto Paredes
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Luego de la masacre del 2 de octubre, y contrario a lo que el gobierno esperaba, el movimiento estudiantil no finalizó inmediatamente, sin embargo, gravemente fracturado, se dividió en tres grandes grupos: quienes habían sobrevivido a la Plaza de las Tres culturas y buscaban cómo reorganizarse y quienes terminaron presos o perseguidos y tuvieron que vivir la prisión o la clandestinidad. El tercer grupo, dolorosamente, lo componen quienes fueron asesinados o desaparecidos.

En los libros escritos sobre el movimiento estudiantil, en efecto, se abordan los procesos carcelarios pero el acento está casi siempre en Lecumberri y los líderes del movimiento que ahí pasaron alrededor de dos años, hasta que una amnistía del gobierno de Luis Echeverría les concede, a regañadientes, una libertad bajo palabra.

Las mujeres presas en el Reclusorio Femenil de Readaptación Social de Santa Martha Acatitla, según las cuentas que hace Nacha, fueron 8, sin embargo, aclara que “la mitad salieron luego de ocho días. Sólo 4 se quedaron dos años”; en este grupo estaba Roberta Avendaño, la “Tita”, representante de la Facultad de Derecho ante el CNH y Adela Salazar, dirigente del Comité de Padres de Familia.

“Con los hombres hubo una diferencia, porque como ellos eran muchos, se estacionaron en una crujía y ahí les permitían escribir, les permitían leer, muchas cosas que les permitieron y con eso vivieron su prisión más tranquila. Tenían visita en celda, cosa que nosotros jamás tuvimos, podían jugar en el patio, meter libros, a nosotras no nos daban chance de comer en nuestras celdas. Siempre tuvimos que convivir con las presas comunes, bajábamos y recogíamos el rancho con toda la necesidad que teníamos y lo que hacíamos era lavarlo todo y luego le poníamos verduras, todo de contrabando, porque no estaba permitido. Y así era como comíamos un poco mejor”, relata amargamente Ana Ignacia Rodríguez, conocida como Nacha, quien, a pesar de los años, aún guarda lo amargo de la cárcel.

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Ana Ignacia Rodríguez, cariñosamente conocida como la Nacha, recuerda como eran agredidas a golpes por las autoridades. Foto: Heriberto Paredes

Ella considera que el peor crimen que cometió el gobierno con las mujeres fue meterlas en una prisión de tipo común, “pero aquí estamos vivas y hablando de lo que nos pasó”.

La Tita y la Nacha fueron sentenciadas a 16 años de cárcel y Adela Salazar a 10 años, entre los delitos que se les imputaron estaban robo, homicidio, lesiones, sedición e incitación a la rebelión.

Con pocas visitas, tuvieron que pasar las penurias que la situación de reclusión conlleva: maltrato de las celadoras, abusos por parte de las presas comunes, la violencia de los centros penitenciarios de este país.

“Éramos como 20, nosotras dos [Tita y Nacha] y las demás guerrilleras, nos apoyaron muchísimo, sin ellas no habríamos podido estar en una celda solas. Estaba Ana María Rico Galán [guerrillera encarcelada en 1966], y yo le decía que ellas eran más políticas que nosotras, porque nosotras éramos estudiantes presas pero ellas ya habían hecho varias acciones y habían sido víctimas de torturas horribles; eran un grupo político que quería un cambio a través de las armas”.

Mientras los focos de la prensa y de la intelectualidad se arremolinaban en Lecumberri, en Santa Martha las mujeres presas por participar en el movimiento estudiantil de 1968, tenían que buscar un medio económico para sobrevivir, incluso vender joyería que pasaban de contrabando, ya que la familia de Nacha, originaria de Taxco, Guerrero, se mantenía de ese negocio.

“Nosotras –puntualiza Lecuona– pasamos dos años visitando en la cárcel a las y los presos políticos. Era un guisadero para llevar comida para todo mundo y para poder platicar un rato con los compañeros, de domingo a domingo, si una compañera no podía, nos relevábamos. Era como una brigada, la Brigada Carcelaria.

Nacha apreció en las fotografías que mostraban a los estudiantes detenidos.

Para Elsa la experiencia de militancia que la llevó a la cárcel fue distinta, ella no estuvo presa aunque años más tarde se casaría con un preso político: “yo me casé en Lecumberri, ahí mero me casé, ahí me embaracé, era casarse por amor, porque para casarse en Lecumberri, con un preso político y en los años 70, mira que se necesitaba valor”.

“Todas estas experiencias son parte de un lazo sesentayochero, porque fue un lazo que se continuó desde los años 60”, concluye la abogada.

El 9 de agosto de 1999, en la ciudad de Colima, Tita falleció. De acuerdo con el periódico La Jornada, quien publicó una nota periodística sobre su muerte, ella había declarado un año antes, con motivo de la publicación de su libro: Testimonios de la cárcel, de la libertad y del encierro, que los estudiantes de 1968 “no estábamos fuera de la ley, ni éramos delincuentes, sólo seres queriendo ejercer su derecho a la democracia”.

La Tita, la lideresa natural

“Tita tenía una manera de controlar las asambleas, –afirma Elsa– que todo mundo le aplaudíamos y votábamos por ella; tenía un modo de controlar a los priístas, que eran bastante gruesos: en dos minutos que ella hablaba, controlaba la asamblea y se quedaban atrás todos los priístas. Ya no podían con ella en las asambleas y esto nos encantaba a las mujeres”.

Así la recuerdan sus compañeras, posiblemente las últimas en guardar una memoria de primera mano.

Tita nació en 1943 en la Ciudad de México, proveniente de una familia de limitados recursos, se formó en el magisterio y en las luchas sociales de su ámbito, previas al movimiento estudiantil de 1968.

Como representante de la Facultad de Derecho en el Consejo Nacional de Huelga (CNH), su liderazgo se mostró como una actitud natural, tal y como lo subrayan, Elsa Lecuona, Ana Ignacia Rodríguez (Nacha) y Silvia Gálvez.

Los primeros días del movimiento estudiantil significaron un profundo despertar para mujeres como ellas, que aunque de edades diferentes, compartían la inquietud de caminar por senderos distintos a lo establecido.

Fueron testigos de los episodios represivos de la policía capitalina y del ejército, fueron parte de la consolidación de las representaciones en el CNH y de la fuerza de las brigadas.

Es en este contexto en el que Tita Avendaño es ya una líder, de voz gruesa y presencia inevitable en cada asamblea.

Cuenta Nacha que el liderazgo que ella ejerció en el Consejo “era una fuerza en sí, ya había estado participando en el movimiento de maestros, era normalista. Ella llegaba en la noche al auditorio y nos pasaba los acuerdos de la asamblea del Consejo, y como yo estaba en brigadas, necesitaba convivir con ella y que me dijera cuáles eran los acuerdos y tomar las medidas para hacer las brigadas”.

“Yo siempre he dicho que a la Tita no se le ha hecho un justo reconocimiento, porque si realmente se puede hablar de mujeres en el movimiento que hayan hecho mucho, pero que no se les reconoció, fue a ella”, asegura Nacha.

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