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Un año de la caravana migrante: solicitantes de asilo en EU narran cómo lograron cruzar la frontera
Un año de la caravana migrante: solicitantes de asilo en EU narran cómo lograron cruzar la frontera
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Un año de la caravana migrante: solicitantes de asilo en EU narran cómo lograron cruzar la frontera
26 de octubre, 2019
Por: Alberto Pradilla
@albertopradilla 

Eyer Mauricio Mancia Arana, de San Pedro Sula, en Honduras, es un tipo que sabe resolver sus problemas. Tiene 35 años y desde hace poco menos de un año vive en Hillsborough, Carolina del Norte, junto a su hijo Ezequiel, de 6. Trabaja en remodelaciones de viviendas, a veces como DJ y, a falta de saber inglés, utiliza el traductor de Google para rellenar los papeles que le piden en su proceso de solicitud de asilo. “El juez le pide a uno que busque un abogado, pero no tengo”, dice desde Estados Unidos. 

La precariedad es tener que recurrir a Internet para completar unos documentos que pueden determinar tu vida para siempre.

Las cifras dicen que Eyer Mauricio tiene pocas probabilidades de ser aceptado en Estados Unidos. Según un informe de la universidad de Siracusa, con datos recabados durante el año fiscal 2018 en ese país, solo el 21.2% de las peticiones de refugio de hondureños son aceptadas. Es decir, que ocho de cada diez personas que piden protección son devueltas a su país. 

La misma suerte corren salvadoreños y guatemaltecos: solo aceptan al 23.5% y al 18.8%, respectivamente.

Todos los países del Triángulo Norte de Centroamérica están por debajo de la media de aceptación, que es del 35%. Aún con menos gente a la que se reconoce el refugio está México. Apenas al 15.5% de los mexicanos que pidieron asilo en Estados Unidos se les concedió en 2018.

A pesar de las apariencias, Eyer Mauricio representa al sector de los que triunfaron en la caravana migrante procedente de Centroamérica. Hace un año soportó todo tipo de penurias con un objetivo en la cabeza, cruzar a Estados Unidos, y lo consiguió.

El 12 de octubre de 2018, 200 personas se reunieron en la central de autobuses de San Pedro Sula, en Honduras. Fue el origen de la caravana. Durante un mes y medio, miles de personas (las estimaciones de organizaciones de derechos humanos y activistas que participaron como observadores hablan de 10 mil repartidas en cuatro marchas) atravesaron México con destino a Estados Unidos. 

No hay cifras sobre cuántos tuvieron éxito, cuántos fueron deportados y cuántos terminaron estableciéndose en México. De hecho, la caravana fue utilizada como argumento por la administración de Donald Trump para endurecer los controles y buscar acuerdos como el firmado con México para que este ejerciese de guardián. Sin embargo, el incremento en el número de detenciones en la frontera es posterior.

Según datos de la Patrulla Fronteriza, en octubre de 2018 fueron arrestadas 51,855 personas tratando de acceder ilegalmente a Estados Unidos; en noviembre, 50,748; mientras que en diciembre la cifra descendió a las 47,979. No fue hasta marzo, cinco meses y medio después de que la caravana alcanzase Tijuana, cuando los números comenzaron a multiplicarse: 92,833 en marzo de 2019; 99,274 en abril y 132,859 en mayo.

Esta cifra comienza a descender en junio, con 94,904 arrestos. Es el mes en el que el canciller Marcelo Ebrard se desplaza a Estados Unidos para sellar su acuerdo con Donald Trump.

Eyer Mauricio forma parte de las estadísticas de noviembre, cuando decidió saltar el muro y entregarse a la Patrulla Fronteriza.

La caravana sirvió para atravesar México, pero no para cruzar en grupo la frontera. 

Eso lo vio claramente el hondureño cuando chocó por primera vez contra el muro en Tijuana. Caminaba llevando de la mano a su hijo Ezequiel, que entonces tenía 5, cuando llegaron a Playas. En ese momento supo que la suerte de ambos se jugaría en solitario. 

2,800 mexicanos murieron tratando de cruzar la frontera con EU, en los últimos 10 años

Mancia Arana tenía un plan: saltar la valla y entregarse a la patrulla fronteriza. Asegura el hombre que tiene pruebas de que su vida está en peligro. Que fue extorsionado por pandilleros y que dispone de los registros de las amenazas. Que recibió una paliza y amenazas de muerte. Así que su esperanza era contar todo esto al juez y que este se apiadase de ellos. 

Las tasas de homicidio en Honduras son de las más altas del mundo. En 2018, 40 asesinatos por cada 100 mil habitantes. En Guatemala, la tasa está en 22 por cada 100 mil, mientras que en El Salvador son 51 homicidios. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera “pandemia de violencia” a un índice de 10 muertes violentas por cada 100 mil habitantes. Según esta regla, el Triángulo Norte de Centroamérica está enfermo de violencia. 

El 15 de noviembre, padre e hijo decidieron probar suerte. Ya habían esperado mucho y escuchaban los rumores de que el grueso de la caravana se acercaba. Más gente implicaba que la frontera estuviese más caliente. 

Buscaron un lugar en el que camuflarse y, cuando vieron que el salto era seguro, atravesaron el muro e ingresaron en territorio estadounidense a través de un punto indeterminado entre Tijuana y la Rumorosa. 

Padre e hijo saltaron la valla y fueron arrestados. Permanecieron encerrados unos días hasta que un juez los puso en libertad. Ahora aguardan el penoso trámite en el que un funcionario norteamericano decide si cree que tu vida corre realmente peligro o te manda de vuelta a tu país. Lo importante no es que tu vida esté o no en riesgo, sino que él se lo crea. 

Mientras aguardan su próxima cita, que será en mayo, padre e hijo están instalados en el condado de Hillsborough, en Carolina del Norte. El mayor, trabajando por un salario de entre 75 y 90 dólares al día. El pequeño, escolarizado en un colegio estadounidense. 

Ambos tuvieron suerte, mucha suerte. Cuando decidieron saltar la valla no estaba en marcha el plan de Donald Trump para que los solicitantes de asilo en Estados Unidos tengan que esperar en México. El primer retornado llegó a Tijuana el 30 de enero. Si Eyer Mauricio y Ezequiel hubiesen cruzado ahora, lo más probable es que hubiesen corrido la misma suerte. Sin red familiar, vulnerables, con una cita para meses después, atrapados en una ciudad como Tijuana, que en 2018 fue calificada como la más violenta del mundo por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (CCSPJP), debido a sus más de 2 mil 500 asesinatos. 

Ni padre ni hijo quieren pensar ahora en eso. Están en el sueño americano y, aunque aguantaron dificultades, Eyer Mauricio dice que valió la pena. 

“Estados Unidos es muy bonito, la economía es buena y rinde más el dinero que en Honduras”, dice. Su hijo está escolarizado y los padres de sus compañeros le ayudan con los trámites del refugio. Ambos han encontrado el hogar que le negaron en San Pedro, aunque sea con la espada de la deportación pendiente sobre sus cabezas. 

“Cuando uno viene aquí lo pierde todo: la familia, los amigos”

Jony Hernández pasó casi un mes en la frontera tratando de cruzar a Estados Unidos. Es de Tegucigalpa, Honduras, apenas supera los 30 años y no puede dejar de hablar de las tres hijas que dejó atrás para que tuviesen un futuro mejor. Esta una de las paradojas del migrante más terribles. Marchar por el amor a sus hijos significa condenarse a no verlos en muchísimo tiempo. 

“Cuando uno viene aquí lo pierde todo: la familia, los amigos. Pasamos el día encerrados, somos esclavos”, dice Jony. Acaba de llegar a casa de trabajar y hay días, muchos días, en los que se siente solo. Antes vivía en Tegucigalpa y ahora en Alexandria, Virginia, Estados Unidos. 

“Estar lejos de mis hijos, de mi familia, es duro. Pero al final del camino todo tiene su recompensa”, dice. 

Jony también se sirvió de la caravana para llegar a la frontera norte. Pero él tenía un plan: atravesar México en grupo para luego contratar a un pollero. En principio debía ahorrarse la parte mexicana, en donde hay que gastar mucho dinero en sobornar a funcionarios del Instituto Nacional de Migración (INM) que miran a otro lado cuando cruzan los indocumentados que tienen pase. 

Relata desde Estados Unidos que, cuando llegó a Mexicali, decidió darse la vuelta. La frontera en Baja California estaba muy caliente y unos familiares le sugirieron dirigirse a Caborca, Sonora. Ahí los polleros disponen de una importante industria y cada día son decenas de centroamericanos los que tratan de alcanzar el suelo americano a través del desierto, vestidos con ropa de camuflaje y comida y agua para varios días.

Algunos nunca regresan.

Jony estuvo a punto de no regresar. Pasó dos días caminando por el desierto sin tener idea de hacia dónde se dirigía, más allá de unas vagas indicaciones que le dio un pollero que ni siquiera les acompañó.

Cuenta el hondureño que el “guía de la mafia” enfermó y que, por puro ansia, él y otros dos salvadoreños se lanzaron hacia el desierto. Llevaban varios días en una casa de seguridad y estaban hartos. Así que se la jugaron. Según el relato de Jony, en mitad del camino se encontraron con otro grupo, uno liderado por un pollero de una organización diferente a la que habían pagado previamente. Así que tuvieron que volver a rascarse el bolsillo. Era sumarse al grupo o quedar vendidos en el desierto. Era vivir o morir y, en este caso, su vida valía tres mil dólares.

Al final, lo consiguieron. Jony Hernández es un trabajador sin papeles en Estados Unidos. Un tipo sin derechos laborales que gastó casi cinco mil dólares en ser lo que es ahora: carne de cañón para trabajo precario.

A pesar de todo, se siente seguro. Dice que no siente el peligro de ser deportado. Que si uno no causa relajo, no tiene nada que temer.

En su caso, su vida está dedicada a hacer dinero. Trabajó en una empresa propiedad de un salvadoreño, después en una compañía de pintura y ahora como personal de mantenimiento, nuevamente con el salvadoreño.

En Tegucigalpa ganaba 500 dólares al mes en Wallmart. En Alexandria gana entre 900 y 1,200 dólares a la quincena.

Según datos del Banco Mundial, seis de cada 10 hondureños son pobres. También seis de cada 10 guatemaltecos y tres de cada 10 salvadoreños. 

Buscar una vida mejor y enviar dinero a su familia es la razón por la que Jony se metió en un cuarto con otros tres hondureños. Apretados en un cuarto de tres metros por tres metros, como si fuesen piezas del Tetris. Ahora ya ha rentado una casa. 

Pasado un año toca hacer balance. Porque en las historias de migración, en demasiadas ocasiones nos quedamos a las puertas del paraíso, que en Centroamérica le llaman Estados Unidos, pero olvidamos saber qué ocurre después. El éxito es cruzar, pero luego hay toda una vida por delante.

Jony se sincera: “No sé si lo volvería a hacer. En el desierto decía que si yo regresaba a Honduras no me iba a volver a ir. Pero uno se acostumbra a la forma de vivir de ahí, en Estados Unidos”.

El camino fue difícil. La adaptación, también. No hay paz para los que nacen en el lado equivocado del mundo. 

“Lo peor es la soledad. También la discriminación por los americanos, aunque no son todos”.

Nadie sabe cuántos de los integrantes de la caravana tuvieron éxito, como Jony. Él hizo su propio cálculo. “Del 100% logramos entrar un 15, un 20. Las familias con niños si entraban”, dice.

¿Mereció la pena? “Fue la oportunidad, un boleto para subir sin arriesgarme a que me secuestren o sin subir a La Bestia. Yo lo usé como un puente para no arriesgar”, responde.

Esa fue la idea desde el principio. 

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