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El coronavirus pone a los organilleros a recorrer las calles de la CDMX
El coronavirus pone a los organilleros a recorrer las calles de la CDMX
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El coronavirus pone a los organilleros a recorrer las calles de la CDMX
12 de abril, 2020
Por: Zedryk Raziel
@amormundi_ 

Los organilleros accionaron el aparato. Estaba atardeciendo y naturalmente sonaba Cielito Lindo. Ya se sabe: “Ay, ay, ay, ay, canta y…” Y no era Santa Fe. Lo raro es que tampoco era Bellas Artes ni el Zócalo ni la calle de Madero.

Lo raro es escuchar un organillo en un vecindario donde lo usual es el sonido de los coches y las motos, o más bien el sonido de nada, que cada vez lo usual es el silencio de la calle.

Hubo gente que salió al balcón de los edificios y vio ahí esas apariciones como sacadas de contexto: dos hombres vestidos con ese traje caqui como de soldado villista, uno de ellos cargando la caja de cilindros de 35 kilos, el otro cargando con su propio peso y una cojera que lo hace caminar como si se contoneara, como un pingüino, y que no se ha operado porque no tiene seguro social y con qué dinero, más ahora.

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La pandemia de coronavirus metió a la gente a sus casas, vació a las calles y puso a los organilleros, normalmente estacionados en un solo lugar, a recorrer los vecindarios, que si la gente no viene al organillero, el organillero va a ella hasta su casa.

“Dijimos: a lo mejor ahorita toda la gente está en su casa, ¿no? Pues vamos a ver”, dice Arturo López, que se para debajo de un balcón en una calle de la colonia Roma, levanta la visera de su uniforme e intenta atrapar una moneda que alguien le arroja desde lo alto. Falla. Difícilmente se agacha Arturo para recoger la moneda del suelo.

“Tengo desgaste de articulaciones, pero ni me atiendo, me da igual; sí me operan, pero sale cara, como en 12 mil pesos la operación, y luego se vino esto ¿y cómo le hacemos?”, dice.

Lleva 15 años como organillero, establecido cerca de la plaza Parque Delta. Desde hace una semana él y su compañero, Isauro, optaron por recorrer en zigzag colonias de la Benito Juárez y la Cuauhtémoc.

“Es que no hay gente en la plaza, ¿a qué nos quedamos allá? Mejor estamos pasando en las casas; dijimos: ‘a ver si funciona’, y gracias a Dios, más o menos, sí”. Más o menos, explica, para pagar la renta del organillo y para que su familia coma; menos mal que el dueño del aparato entendió la situación, dice, y les cobra la mitad de la renta, ya no 120 pesos sino 60 diarios.

“Si esto se pone peor, si no nos conviene, lo vamos a tener que dejar, ¿o nomás estar trabajando para el patrón? Pero yo creo que sí, gracias a Dios la gente nos está respondiendo, luego nos dicen: ‘gracias que vengan’, les da gusto”, se sonríe.

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¿Y para qué tanto trabajo?, ¿por qué exponerse tanto: al sol, al hambre, a la enfermedad que ha matado a casi 65 mil personas en el mundo?, ¿cuál es la verdadera motivación de un organillero que sufre al caminar y ahora camina tanto?

“Tenemos familiares, ¿no? Yo, por mí, me muero, no hay tos, me voy a invernar, me duermo y pus me quedo dormido, ¿pero mi familia, mi bebé, mi nietecita que: ‘dame un peso, abuelo, quiero una paleta’? O sea, todo eso que lo mata a uno de cariño, ¿usted cree que lo voy a dejar?”, interroga Arturo. “Hay que luchar, hay que hacer todo esto; es como dicen: ‘si no nos morimos de la enfermedad, nos morimos de hambre’, ¿estás de acuerdo? Hay que buscarle”.

Y así buscando se va él con su sombrerito por delante: “¿gusta cooperar para la música?, ¿gusta cooperar?”. El que lleva el aparato, Isauro Villegas, hace sonar ahora Las Mañanitas, que detrás de las puertas del encierro la gente no deja de cumplir años, y entonces estos peregrinajes de los organilleros se asemejan al servicio social.

“Ayer me tocó una muchacha que me mandó hasta un recado que decía: ‘gracias por hacerme apagar la tele un momento y escuchar algo tan lindo’”, se acuerda Isauro con una sonrisa. “Me mandó una bolsita con unas monedas y la notita que decía que la tele ya la tenía harta”.

No sólo les han dado dinero y agradecimientos: sobre el organillo Isauro reposa su visera, que contiene una bolsa con medio kilo de frijoles.

“Nos lo van dando los vecinos; así la gente era antes: en los mercados, en las tiendas igual; yo todavía recuerdo a mi papá cómo llegaba con unas bolsas llenas de mandado que les daban, y ahora la gente ya opta por dar un peso o dos pesos”, explica. Su padre también era organillero y le enseñó el oficio desde los 14 años (ahora tiene 37). Isauro recién le contó a su padre que la pandemia tumbó las propinas y que ahora tenían que estar recorriendo las calles todos los días. El padre pareció responderle con regocijo.

“Yo le platiqué a mi papá y me dice: ‘no, pues ahora sí que ponte a trabajar como le trabajábamos antes’”, dice Isauro. “Mi papá me cuenta que antes así trabajaban, que así se iban tocando por las casas, igual así como yo ahora”.

Isauro recuerda la ocasión que estuvo a punto de renunciar y devolver el organillo, una vez que su esposa enfermó gravemente y sólo entonces él se dio cuenta de que ese trabajo era insuficiente. Pero uno de sus hijos, que por entonces tenía 6 años, ofreció ayudarle cuando no fuera a la escuela.

“Me dice mi hijo: oye papá, ¿por qué vas a entregar el aparato?’. ‘Porque ya no puedo’, le digo. Y me dice: ‘¿y si tú trabajas de lunes a viernes y nosotros te ayudamos sábado y domingo?’. Y le digo: ‘no manches, ¿cómo crees?’. Y me dice: ‘sí’. Y no le quité yo su ilusión y me los traje”.

Así Isauro enseñó el oficio a otra generación y pagó la cura de su esposa y hasta compró un terreno y aquí sigue. Y, como hay que seguir aún más, ya se echa el organillo al hombro y camina a otra calle de una colonia que no los esperaba, ni a él ni a Arturo, que se había sentado en el toldo de un carro para descansar la pierna y ahora otra vez se pone a andar con su cojera.

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