Home
>
El doble estigma de Esmeralda: trabajadora sexual y limpiadora en una clínica
El doble estigma de Esmeralda: trabajadora sexual y limpiadora en una clínica
10 minutos de lectura
El doble estigma de Esmeralda: trabajadora sexual y limpiadora en una clínica
17 de mayo, 2020
Por: Manu Ureste y Alberto Pradilla
@ 

Esmeralda tiene una doble vida. A sus 43 años, lleva dos décadas dedicándose al trabajo sexual. Sin embargo, dice que la COVID-19 le ha dejado sin clientes. “No es que haya bajado el trabajo. Es que no hay trabajo”, lamenta. Angustiada por la falta de ingresos, tuvo que buscar otro empleo. Y encontró el que no quiere hacer nadie: limpiar en un hospital del que no quiere dar más detalles.

Antes, la mujer mantenía una “doble vida” para proteger a sus hijos de las habladurías de la gente y de la discriminación.

Ahora está obligada a camuflarse más que un agente secreto.

Si en el hospital se enteraran de que es trabajadora sexual está segura de que la correrían. Todavía hay mucho repudio, lamenta con el ceño fruncido. Mucha criminalización y mucha discriminación.

Lee: El sexoservicio en los tiempos del cubrebocas

-Siempre nos han tachado de que somos un foco de infección. Y, ahora, con el coronavirus, más todavía.

La pandemia ha desatado una nueva oleada de estigma: el miedo a que alguien pueda ser foco de contagio. Lo sabe el personal de medicina y enfermería que fue agredido o discriminado desde el inicio de la emergencia y lo sabe Esmeralda, que tiene que mantener en secreto que trabaja en una clínica para que en la calle no la miren como apestada y le espanten a los pocos clientes que llegan.

La COVID-19 ha golpeado a los sectores más vulnerables, aquellos para los que quedarse en casa es una cuestión de privilegio. Las trabajadoras sexuales son uno de estos colectivos.

Es viernes 1 de mayo. Festivo y día de quincena. Con los bolsillos llenos, los clientes solían llamar a las puertas de las trabajadoras sexuales. Esmeralda cuenta que, en un día como este, lo habitual era meterse en el bolso más de 800 pesos limpios después de haber pagado el hotel y el resto de los gastos. Esos eran los buenos tiempos, dice.

En plena pandemia de coronavirus, los días hace rato dejaron de ser ‘normales’. Por eso, en las inmediaciones del metro Revolución no hay trasiego de clientes sino un reguero de trabajadoras sexuales, en su mayoría adultas mayores, que acuden a dos repartos de comida: uno organizado por la Casa de las Muñecas Tiresias AC y otro por la Brigada Callejera. Luego se desplegarán por la zona hacia la Alameda a la espera de unos clientes que, parece, estuviesen guardando la cuarentena.

Este parquecillo y sus calles aledañas, a un costado de las oficinas de la alcaldía Cuauhtémoc y del PRI, es uno de los puntos que concentran buena parte del trabajo sexual de la ciudad, junto con la zona del metro Hidalgo, más para el centro, Pino Suárez, Sullivan, y la avenida Tlalpan, al sur de la urbe, donde el elemento común es que la clientela ha desaparecido. O casi.

En la zona de Revolución no hay contagios, dicen todas las habituales. Aunque hace poco más de una semana que la calle lloró a Jaime Montejo, uno de los principales activistas para dignificar la vida de las trabajadoras sexuales.

-Ayer me fui con ceros pesos en la bolsa -dice Esmeralda, que viste una falda rosa ajustada, una blusa negra, zapatos planos, y una bolsa a juego con la blusa-. Y hoy no parece que vaya a ser mejor. Ni un solo servicio. Nada

-Cuando hay servicios buenos aquí se gana dinero. Pero eso era cuando, una de dos, o había un cliente que pagaba bien por un servicio y prácticamente ya terminabas tu jornada, o te salían varios clientes en un mismo día. Pero ahora, con esto del coronavirus, ni una cosa ni la otra.

Como no hay clientes en la calle, Esmeralda dice que se ha visto en la necesidad de aceptar un trabajo que nadie quiere: limpiar los hospitales, los focos de la enfermedad.

-Sé que es un gran riesgo al que me estoy exponiendo al trabajar en un hospital y también en la calle -admite bajando la voz-. Pero tengo un hijo con discapacidad y un nieto que está chamaco y que también depende de mí, de lo que lleve de comer a la casa. ¿Qué más puedo hacer? No tengo alternativa.

Esmeralda no es, desde luego, la única en esta situación.

Junto a ella, decenas de trabajadoras sexuales se forman disciplinadas, dejando un metro y medio de sana distancia entre sí, para recibir un plato de comida y un vaso de agua que les donan organizaciones de la sociedad civil, como la Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer ‘Elisa Martinez’ y la Casa de las Muñecas.

En la fila está Karla, que no se llama así, pero dice que le gusta como nombre artístico.

Lee: #MiBarrioMeRespalda: apoya a trabajadoras sexuales, personas de la calle y presos durante aislamiento por COVID-19

Parece salida de una película de antaño. A sus más de 60 años, camina sobre unos tacones largos con pasos lentos, estilizados, que van a juego con una mirada sutilmente arrogante de ojos negros. Luce un par de aretes enormes colgando de los lóbulos de las orejas y un pañuelo de seda en el cuello, y viste una blusa azul rey con mangas de hilo muy fino, casi transparente.

Más que esperando a que le sirvan un plato con unos tacos, Karla, que sujeta con ambas manos una barroca sombrilla azul turquesa, parece que espera a que algún invitado distinguido la invite a un Bloody-Mary en un club de moda. Pero no, dice entre risas, no hay clientes. Y se ajusta el cubrebocas sobre unos pómulos angulosos cubiertos de rubor que empieza a correrse por el sudor.

-Aquí hay dos situaciones -resume la mujer-. Una, hay menos gente en las calle porque el gobierno así lo pide, para que bajen los contagios. Y dos, la gente, como muchas de nosotras, también se está quedando sin chamba. No tienen dinero para gastar. Y sin dinero, nosotras no trabajamos.

Sin hotel, no hay trabajo ni hay casa

En la misma fila, a un metro y medio de sana distancia, se encuentra Celia, una trabajadora sexual de 65 años, natural de El Salvador.

Discute con su hija, una trabajadora transexual de veintipocos años, cómo le van a hacer para reunir los mil 500 pesos que les faltan para completar el pago de la renta de un departamento allá por el Estado de México. En este lugar nadie sabe que son trabajadoras sexuales. De lo contrario, está segura de que las mismas vecinas las correrían de la casa.

A la falta de clientes, puntualiza la centroamericana que se baja tantito el cubrebocas para platicar -y que rápido reacomoda en su sitio ante el regaño de los voluntarios de la Brigada Callejera-, hay que añadir un detalle muy importante: el cierre de los hoteles.

Durante varios segundos, la mujer recita una lista de nombres exóticos de hoteles de paso que ya cerraron sus puertas por disposición del gobierno de la Ciudad de México, que ante el avance de la pandemia decretó como una de las medidas de contingencia que cerraran los negocios no esenciales.

De esa disposición solo se salvaron unos cuantos hoteles del centro que, precisamente como un apoyo al trabajo sexual, el gobierno capitalino permitió que mantuvieran sus puertas abiertas. El problema, apunta Celia, es que estos hoteles subieron mucho el precio de las tarifas.

-Están abusando. Si antes de la pandemia nos cobraban 100 0 120 pesos por servicio, ahora ya nos piden 170 y hasta 200 pesos.

Además, los hoteles no les proporcionan ninguna medida de sanitización extra por la pandemia, como gel antibacterial, guantes de látex, o mucho menos un cubrebocas. Por no darles, no les dan ni un pedazo de papel higiénico, se queja la centroamericana, que explica que todos estos gastos extra los tiene que asumir el cliente que, ante una situación económica cada vez más precaria, termina por no contratar el servicio.

Pero, lo peor, interviene en la plática Arlen Palestina, integrante y representante legal de la Brigada Callejera, es que muchas compañeras no solo trabajan en los hoteles, sino que también viven ahí.

-Y muchas, literal, se están quedando tiradas en la calle -subraya Arlen-.

A unos pocos metros de distancia del parque del metro Revolución, donde las voluntarias de otra asociación civil, la Casa de las Muñecas, también reparten comida a trabajadoras sexuales y personas en situación de calle, Daniela, veracruzana de 32 años, explica que ella es una de las que se quedaron sin un lugar donde vivir.

-Me había ido a un servicio cuando, así de la nada, regreso y me encuentro con la sorpresa de que habían cerrado mi hotel. Todas mis cosas personales, mis tenis, todo, se quedó ahí adentro y lo perdí.

Parada junto a un poste de alerta sísmica, muy cerca de un edificio en estado ruinoso y con la fachada toda resquebrajada por el paso de los años y de los temblores, Daniela cuenta que gracias a las organizaciones civiles y a las donaciones de la gente no se ha quedado ningún día sin comer.

-Nunca falta alguien que nos dé un taco y una cobija -dice mientras espera su turno en la fila de la comida-.

Pero el problema, el gran problema, es dormir en la calle. Vivir en la calle. Eso la tiene desesperada, asegura. Además de que le preocupa que, en una situación en la que la competencia se ha disparado por la escasez de clientes, su aspecto y su higiene no es la de sus mejores días.

-En este trabajo no te pueden ver mal, así toda mugrosa. Porque si no, el cliente se va con otra -explica la veracruzana-.

Por eso, acaba de vender su celular. Y con ese dinero, y con un poco de apoyo de sus hermanos, ha conseguido una habitación en otro hotel del centro, aunque solo le permiten el acceso hasta la una de la madrugada y solo para pasar la noche. De ahí que parques como este del metro Revolución, en plena vía pública, se haya convertido en uno de los pocos espacios para trabajar.

Más criminalización

Ahora también es viernes, pero una semana más tarde, el 8 de mayo. En la avenida Tlalpan, otro de los puntos clave de serxoservicio en la capital mexicana, las trabajadoras se extienden desde el metro San Antonio Abad hasta las inmediaciones del Estadio Azteca. Son ya las 19:30 horas y el sol hace rato que comenzó su ocaso, pero la mayoría permanece en silencio, con caras de aburrimiento, y sin clientes.

-Pues ya lo estás viendo, no hay trabajo -murmura de mala gana una de las trabajadoras sexuales, una joven de tez morena, alta, y delgada, que con la mirada apunta a lo largo de la avenida repleta de compañeras mirando sus celulares para explicar que, en efecto, no necesita añadir mucho más sobre la situación que enfrentan desde el estallido de la pandemia y la alerta sanitaria.

A unos metros de distancia, a la altura del metro Xola, otra trabajadora sexual, que viste un vestido ceñido y una chamarra de cuero desabrochada, se coloca al borde la banqueta para llamar la atención de los pocos coches que transitan por esta vía que, en tiempos normales, es un océano de carros.

Al fin, uno se detiene en plena vía.

Conversan unos minutos y tras la negociación de rigor, la chica entra al vehículo sin cubrebocas, careta, ni guantes.

En esta zona, al igual que en el centro histórico, muchos de los hoteles de paso también cerraron. Por lo que aquí, como en el centro histórico, las opciones para trabajar se reducen a ir a donde diga el cliente, a un parque más o menos discreto, o al coche.

Y esto está desatando “una mayor criminalización hacia las trabajadoras sexuales”, plantea en entrevista Natalia Lane, coordinadora de proyectos del Centro de Apoyo a las identidades Trans, que junto a la Alianza Mexicana de Trabajadoras Sexuales, también organizan colectas para apoyar con comida, productos de higiene, y algo de dinero, a las sexoservidoras más vulnerables, como las de la tercera edad.

Y todo esto, a su vez, añade Lane, da pie a una mayor vulnerabilidad frente a la extorsión y al abuso de los elementos policiacos, que cobran a las sexoservidoras por dejar trabajar en la vía pública, en la clandestinidad.

En definitiva, plantea la activista, lo que está reforzando esta pandemia son las desigualdades que ya existían antes del virus y la vulnerabilidad del trabajo sexual que, si bien ya no está catalogado como una falta administrativa o un delito en la capital mexicana, continúa en un limbo laboral, donde lo que prevalece es la desprotección y la vulnerabilidad.

-El coronavirus no distingue entre pobres y ricos, eso es cierto. Pero no impacta de la misma manera a las poblaciones -subraya Lane-.

-Hay quienes pueden trabajar desde casa, o ver Netflix todo el día, o entretenerse haciendo videos de tutoriales -añade-. Pero hay mucha otra gente, como estas trabajadoras, que no pueden darse ese lujo porque no pueden ejercer su trabajo en condiciones óptimas. Y que mucho menos pueden hacer una cuarentena, porque ni siquiera tienen una habitación de hotel para pasar la noche.

Lo que hacemos en Animal Político requiere de periodistas profesionales, trabajo en equipo, mantener diálogo con los lectores y algo muy importante: independencia
Tú puedes ayudarnos a seguir.
Sé parte del equipo
Suscríbete a Animal Político, recibe beneficios y apoya el periodismo libre.
Etiquetas:
Covid-19
discriminación
hoteles
pandemia
trabajadora sexual
Iniciar sesión

Registrate
Suscribete para comentar...
image