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Migrar en pandemia, entre la opacidad y falta de protección ante el COVID
Migrar en pandemia, entre la opacidad y falta de protección ante el COVID
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Migrar en pandemia, entre la opacidad y falta de protección ante el COVID
05 de abril, 2021
Por: Manu Ureste, Encarni Pindado y Alberto Pradilla
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A Rudi lo capturó la Patrulla Fronteriza cuando deambulaba por el desierto de Arizona a finales de abril de 2020.  

Horas antes, el salvadoreño había logrado escapar de esos mismos agentes en las inmediaciones de un poblado cercano a Tucson, donde varios de sus compañeros de viaje fueron capturados. 

Pero él tampoco llegó muy lejos. El esfuerzo y la adrenalina de la corretiza lo dejaron agotado, sediento y a la deriva bajo un sol abrasador en mitad de un océano de tierra. Así que cuando se topó de nuevo con la Migra no opuso más resistencia: derrotado, se entregó a los agentes y dio por terminado su trayecto.  

En realidad, dice en una entrevista ya de vuelta en El Salvador, la captura en el desierto no fue el final de la odisea, sino el inicio de otra totalmente inesperada: la de migrar a la inversa en pandemia. Un tortuoso camino de regreso en el que fue expulsado de un lugar a otro, sin medidas sanitarias, ni políticas públicas para protegerlo del virus COVID-19 que acabó por alcanzarlo cuando las autoridades mexicanas lo abandonaron en la calle ante el cierre de fronteras en Centroamérica, dejándolo, además, a merced del crimen organizado. 

La historia de Rudi fue documentada para este reportaje por Alianza Movilidad Inclusiva en la Pandemia. Y, aunque se trata de un caso particular, en realidad su historia es el ejemplo de los problemas sufridos por los migrantes durante este año de pandemia. 

En el norte, el expresidente Donald Trump impuso el denominado ‘Título 42’, que con la excusa de la COVID-19 le permitía expulsar a México a quien cruzaba irregularmente la frontera sin dar opción a pedir asilo, argumentando que son un “peligro para la salud pública” estadounidense. 

En el sur, los países centroamericanos cerraron fronteras e impusieron severas restricciones, lo que limitó el tránsito hacia Estados Unidos y dificultó las deportaciones desde Estados Unidos y México, dejando a miles de personas ‘varadas’ en albergues, centros de detención, o directamente en la calle, teniendo incluso que recurrir a los ‘coyotes’ para acceder a sus propios países, donde además los esperaba la estigmatización del ‘migrante pandémico’. 

Y en mitad de ambas partes, México continuó con la política de “seguir como siempre”, en palabras de Gretchen Kuhner, directora del Instituto para las Mujeres en la Migración (Imumi). Es decir, continuó con la política de detener y deportar, a pesar de que, desde el inicio de la pandemia un juez ordenó al Instituto Nacional de Migración mexicano (INM) que detuviera las detenciones y vaciara las estaciones migratorias. 

Como resultado de ese mandato, en abril, mayo y junio las capturas cayeron significativamente hasta un récord a la baja de 2 mil 304 capturados en este último mes. Para el final del primer año de la pandemia, las cifras de la Unidad de Política Migratoria de la Segob arrojaron 87 mil 260 migrantes detenidos y 53 mil 891 deportados. Estadísticas que, si bien son mucho más bajas en comparación con los 186 mil 750 arrestados y 123 mil deportados del primer año de López Obrador, reflejan que miles de personas permanecieron detenidas en estaciones migratorias expuestas al nuevo virus. 

Durante la pandemia México siguió deteniendo, encerrando y tratando de expulsar a migrantes sin papeles. Y esto implica que estuvo a cargo de miles de personas que eran su responsabilidad desde el momento en que eran capturadas y pisaban los centros de detención. Sin embargo, es una incógnita saber cuáles fueron las políticas públicas sanitarias implementadas por Salud Federal y el INM para evitar contagios y, sobre todo, para atenderlos. Documentos solicitados por Transparencia mostraron que las guías implementadas en las estaciones migratorias se limitaban a un cuestionario sobre síntomas y países que se habían visitado recientemente. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) denunció en varias ocasiones haber visitado centros de detención hacinados y sin las medidas sanitarias más básicas. 

El INM nunca ha informado públicamente de cuántos casos COVID registró en sus instalaciones. Incluso ha negado en foros públicos la existencia de contagios, a pesar de que ya se habían producido. Tuvo que ser por medio de transparencia pública que el Instituto admitió que entre junio y octubre del año pasado había registrado al menos 52 contagios de migrantes en sus centros de detención, y que para octubre, cuando ya sumaban más de 100 mil muertes en el país por el nuevo virus, apenas había realizado 78 pruebas PCR a personas migrantes indocumentadas. 

Al mismo tiempo, 221 funcionarios del INM también resultaron contagiados, registrándose un total de 14 fallecimientos, según datos oficiales obtenidos por transparencia. 

En cifras absolutas, la secretaría de Salud anunció en febrero que se habían registrado mil 208 contagios en población migrante y 55 decesos. Pero la mayoría de los afectados, el 55%, era estadounidense, así que no parece que se hiciese referencia a la población vulnerable. 

Ante estos datos, Animal Político quiso saber cuáles fueron los planes desarrollados por Migración y por la Secretaría de Salud federal para hacer frente a la pandemia. Pero al cierre de la edición ninguna institución había respondido. 

“Es muy difícil tener información sobre qué sucedió. A la fecha, no tenemos idea de si Salud ha ingresado a hacer verificaciones epidemiológicas a los centros de detención”, dice Berenice Valdez Rivera, de IMUMI. 

Sin sana distancia, sin insumos de protección, y sin transparencia 

Han pasado varios meses desde que Rudi fue capturado en el desierto. Cuenta que tras entregarse un agente estadounidense le acercó una botella de agua, dos plátanos, y una mascarilla limpia; la única que recibiría hasta llegar de vuelta a su país semanas después. 

La falta de medidas higiénicas en los centros de detención es una característica compartida entre Estados Unidos y México, de acuerdo con decenas de testimonios recabados por Amnistía Internacional para este reportaje.  

Explica Rudi que, tras detenerlo, lo subieron a una camioneta y, para su sorpresa, no lo trasladaron a algunos de los centros de detención que Estados Unidos tiene desperdigados por la frontera suroeste, las famosas “hieleras”. Por el contrario, lo llevaron de regreso hacia el lado mexicano, a Sásabe; una ciudad sonorense aislada y con fuerte presencia del crimen organizado. Se trata de un municipio que está fuera de los 11 puntos fronterizos acordados entre México y Estados Unidos para hacer las devoluciones de personas sin documentos. En realidad, este acuerdo se refería únicamente a los migrantes mexicanos, ya que hasta la llegada de Trump y López Obrador nunca centroamericanos fueron expulsados a México.  

Ahí, sin ningún proceso legal de deportación, ni mayores explicaciones, los agentes estadounidenses lo devolvieron a México. Esta es una práctica que en tiempos ‘pre-pandémicos’ era ilegal y solo se aplicaba a mexicanos, pero que la pasada administración de Donald Trump se encargó de legalizar el 21 de marzo de 2020 bajo el ‘Título 42’. Desde que EU inició esta política de expulsiones-exprés bajo la excusa de la COVID-19, más de medio millón de personas fueron retornadas a México, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EU (CBP, por sus siglas en inglés). De ellas, el INM tiene registro de que, hasta finales de 2020,  unas 23 mil eran centroamericanas. Sin embargo, no todos eran registrados.

Lee: Congresistas de EU piden a Blinken trabajar con México atención a migrantes

Rudi fue uno de los expulsados que sí forma parte de las estadísticas. De Sásabe, el INM lo llevó a Altar, también en Sonora, donde el salvadoreño asegura que ingresó a un centro de detención “completamente lleno”. Para entonces un juez de distrito en materia administrativa ya había ordenado al Instituto la liberación de migrantes detenidos en estaciones para evitar brotes en unos centros que, históricamente, han sido señalados por organizaciones civiles como lugares con sobrepoblación, falta de servicios médicos, y pésimas condiciones de higiene. 

Antonio Caradonna, de Médicos Sin Fronteras México, lo corrobora en entrevista: “En varias de las estaciones que visitamos en pandemia no encontramos puntos de lavado de mano, ni filtros sanitarios, ni zonas de aislamiento para posibles casos sospechosos, ni tampoco lugares para detectar posibles síntomas en los migrantes detenidos. Al contrario, detectamos hacinamiento en las estaciones que no permitía conservar la sana distancia, dejando muy vulnerable a la población migrante”. 

México había decidido aceptar a las personas devueltas desde EU pero, en los primeros meses de pandemia, parecía no tener muy claro cuál era su plan. Cada día llegaban a la frontera norte decenas de centroamericanos expulsados y el gobierno de López Obrador no tenía pensado dejarles quedarse allí. Así que mantuvo la práctica habitual: detenerlos, encerrarlos y tratar de enviarlos a sus países, con la dificultad añadida de que estos no los aceptaban. Esto provocó el caos en las estaciones migratorias. 

El el pasado 15 de octubre, múltiples organizaciones de la sociedad civil, entre éstas el Instituto para las Mujeres en Migración (IMUMI) publicaron un informe en el que denunciaron que de las 35 estaciones migratorias que hay en México, solo dos llevaban un registro diario de la temperatura de las personas detenidas, y solo una, la de Saltillo, tenía servicio médico las 24 horas. Por su parte, el INM aseguró por medio de una tarjeta que, pese a lo documentado en el informe, sí lleva registros de temperatura diarios -sin precisar en qué estaciones- y sí realiza acciones para la “limpieza de manos, sana distancia, y uso de cubrebocas”.

Precisamente, sobre el uso del cubrebocas, quizá el principal insumo para evitar los contagios de COVID-19, el INM, de nuevo ante una solicitud de transparencia, informó a este medio que entre marzo y octubre de 2020 repartió 73 mil 736 cubrebocas a 48 mil 790 migrantes que pasaron por sus estaciones en ese periodo; es decir, una media de apenas un cubrebocas y medio por persona detenida. Aunque en estaciones migratorias como la de Chihuahua, en la frontera norte, el INM reportó que para ese periodo no había repartido ni un solo cubrebocas. Tampoco en la estación de Tenosique, en Tabasco. Ni en centros provisionales de detención como El Ceibo, también en Tabasco, o en el de Nogales, Sonora, o en el de Tuxpan, Veracruz. 

“Nos dejaron tirados en la calle”

De vuelta con Rudi, el salvadoreño también corrobora lo expuesto en las estadísticas. Asegura que en Altar, Sonora, lo ingresaron en “un lugar muy lleno” donde había 85 personas en cuatro galeras, y donde nadie le dio una mascarilla nueva, ni gel antibacterial. “No había distancia posible entre los no enfermos y los que tenían gripe y tos”, añade.  

Al décimo día, lo subieron a un autobús igual de hacinado y durante dos días y dos noches viajó  a la frontera sur, hasta Tenosique, Tabasco, donde Rudi cuenta que al llegar nadie de la Secretaría de Salud, ni del INM, los recibió para tomarles la temperatura, repartirles mascarillas limpias, ni mucho menos para hacerles una prueba COVID-19. 

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Al contrario, el salvadoreño denuncia que fueron abandonados en plena noche, sin que ninguna autoridad les ofreciera la posibilidad de pedir asilo en México, o de regularizar su estancia en el país. Su historia en este punto es, de hecho, muy similar a la de muchos otros migrantes, como Orlin Patricio, un hondureño de 26 años que fue detenido por la Border Patrol, entregado también ‘en caliente’ al INM en Piedras Negras, Coahuila, y de ahí enviado a la frontera sur en Tenosique, donde tuvo que sobrevivir debajo de un puente tras ser abandonado también por el INM.

 “Yo creo que las autoridades de México tenían miedo de que los centros de detención se convirtieran en un foco de infección muy grande -dice Rudi-. Pero, en vez de darnos una atención y de regresarnos a nuestros países, lo que hicieron fue tirarnos a la calle donde los migrantes somos blanco fácil para la mafia”. 

Desde mediados de abril México decidió vaciar las estaciones migratorias y en poco tiempo pasó de haber más de 3 mil detenidos a apenas un centenar. Una de las razones que explican esta medida (que ya venía forzada por un juez) es la sucesión de motines registrados en los centros de detención. El más grave tuvo lugar el 30 de marzo en Villahermosa, Tabasco, donde un solicitante de asilo guatemalteco resultó muerto al ahogarse con el humo de los colchones que los migrantes prendieron para denunciar su situación. 

Rudi no pasó tiempo en el centro de detención. Fue un trámite para dejarlo en libertad con una condición: no podía regresar al norte. Aquella noche muchos estaban presos del pánico. No sabían dónde se encontraban y temían ser secuestrados. Pero cuenta Rudi que reunieron fuerzas y con un pequeño grupo de migrantes comenzaron a caminar hacia la frontera con Guatemala, donde pasaron el resto de la noche en un hostal.  

Ahí mismo, en ese hostal, les cobraron mil pesos a cada uno por contactarlos con un lanchero, que les cobró otros mil pesos por cruzarlos a las cuatro de la madrugada de indocumentados a Guatemala, país que el 17 de marzo selló sus fronteras terrestres, marítimas y aéreas, cuando apenas contaba seis casos confirmados de COVID-19.  

“O sea, es el mundo al revés: pagamos a un coyote para poder entrar de vuelta a nuestros países”, dice Rudi tras exhalar una risa cansada, irónica, para resumir una situación surrealista que, no obstante, se repetiría en múltiples ocasiones a lo largo de este año de pandemia, tal y como publicó Animal Político el 31 de mayo pasado. 

“¡No se acerquen a ese carro!” 

Una vez en suelo guatemalteco, Rudi dice que, como venían de indocumentados de México, los policías que los detuvieron luego de que el coyote se diera a la fuga los trataron como si fueran “extraterrestres” radioactivos. “Quédense quietos ahí, no se muevan”, les ordenaron, para luego obligarlos a mantener varios metros de distancia y a dormir en un almacén al aire libre de coches oxidados y abandonados. 

Allí permanecieron otros seis días con sus respectivas noches, hasta que las autoridades locales organizaron una especie de caravana migrante también a la inversa para dejarlos a las puertas de Honduras, país que también cerró fronteras el 17 de marzo, al muy inicio de la pandemia.  

Los subieron a la batea de un camión de carga junto a otros 30 migrantes, de nuevo todos juntos, todos hacinados, “y todos revueltos, enfermos y no enfermos”. Para ese entonces, Rudi cuenta que él y otros tres salvadoreños ya tenían síntomas de fiebre alta, dolor de cabeza, y tos continua. “Los policías guatemaltecos, bien afligidos, gritaban asustados a la gente: ‘¡No se acerquen a este carro, no se acerquen!’”.  

El camión se detuvo en la frontera de Honduras, donde les impidieron el paso hasta que los revisara la Cruz Roja Internacional. Pero Rudi dice que, a cambio de 700 quetzales que reunieron haciendo una colecta, un policía les permitió el acceso, y de ahí los llevaron hasta dejarlos a un kilómetro de la frontera salvadoreña.  

“En El Salvador sí nos tomaron la temperatura y nos cambiaron la mascarilla que traíamos desde México llena de mugre”, cuenta el migrante. 

A continuación, pasó 20 días en un albergue en cuarentena obligada por el gobierno de Nayib Bukele, donde por primera vez le hicieron la prueba COVID; aunque a las dos semanas, cuando ya los síntomas habían remitido. Por eso, a ciencia cierta dice que no sabe si tuvo el virus, aunque está convencido de que sí, puesto que su compañero de habitación en el albergue salió positivo a los pocos días de la cuarentena. “Se supone que yo se lo pegué sin querer”, lamenta Rudi, que cuando se le cuestionó si cree que la falta de políticas públicas de los gobiernos fue lo que hizo que se contagiara responde tajante que sí.  

“Sí, porque ni en Estados Unidos, ni en México, ni en Guatemala, ni en Honduras, me hicieron la prueba, ni me aislaron de otras personas enfermas, ni me mantuvieron retirado de otros migrantes cuando sentí los síntomas. Lo único que hicieron fue amontonarnos sin mascarillas, ni medicamentos, mientras nos pasaban de un lado a otro”, dice enojado.  

“O sea, cada país fue tirándonos de un lado al otro -agrega-. ‘Yo no quiero este bulto, te lo paso a ti. Yo tampoco lo quiero, pues te lo paso a ti’. Y así nos fueron tirando: enfermos, y dejándonos expuestos al virus y a la mafia en México”. 

Con síntomas, pero sin mascarilla, gel, ni pruebas

La historia de Rudi no es desde luego la única en esta pandemia. Eduardo, un migrante hondureño que salió de su país tras los estragos en diciembre pasado de los huracanes Eta e Iota, que dejaron casi 4 millones de damnificados y 94 muertos, fue detenido cuando viajaba en una combi poco después de cruzar el río Suchiate, en el trayecto entre Ciudad Hidalgo y Tapachula, Chiapas. 

A bordo de la combi del INM, que los migrantes llaman ‘la perrera’, Eduardo dice que nadie le dio ningún cubrebocas. Tampoco cuando ingresó a la estación Siglo XXI de Tapachula, donde refiere que únicamente le preguntaron si padecía alguna enfermedad, o si tenía algún síntoma de tos o fiebre.

A los cuatros días de internado, Eduardo y sus compañeros de celda comenzaron a tener fiebre y tos. “También perdimos el sabor de las cosas”, apunta, aunque el doctor de la estación le aseguró que solo era una leve amigdalitis y le dio una pastilla. A la fecha, dice que tampoco sabe a ciencia cierta si fue portador del virus, porque lo regresaron para su país sin que el INM le aplicara la prueba COVID. 

La hondureña Paola cuenta que huyó de su país porque las pandillas la querían obligar a vender drogas. De camino a Estados Unidos, fue detenida en Tenosique, Tabasco, y trasladada a la estación migratoria de Villahermosa. En el trayecto, en el que iba en una camioneta tipo Van junto a otras 15 personas, recibió “una mascarilla de trapo”. La misma que usó los ocho días que estuvo en la estación de Villahermosa, donde “estábamos todos amontonados en colchonetas tiradas en el piso”, y la misma que usó hasta que fue deportada a su país de origen. 

La guatemalteca Mayra, de 34 años, es de la ciudad fronteriza de Tecún Umán, al borde del Suchiate. Dice que fue deportada por México, aunque asegura que no iba para Estados Unidos, sino para Ciudad Hidalgo a comprar medicamentos para la diabetes. Estuvo detenida cuatro días en la Siglo XXI de Tapachula. “Me trataron muy mal, no me dieron mascarilla, ni jabón, ni gel antibacterial, nada. Estábamos todas juntas, amontonadas, y con gente con tos y fiebre. Una vez me quejé y los agentes de migración me dijeron: ‘Ya cállate perra, cómo chingas’. Nos trataron como animales”. 

Luis Napoleón, nicaragüense de 24 años, huyó de su país porque dejó la policía en busca de oportunidades en el norte. “Si me deportan iría a una muerte segura a mi país”, insiste varias veces. Pero el camino se truncó cuando la Marina mexicana lo capturó el 12 de diciembre pasado en Arriaga, Chiapas, justo a la altura de la vieja estación del tren. De ahí, fue trasladado a una estancia provisional del INM, y de ahí a la Siglo XXI. Tampoco le dieron mascarilla, ni gel. En la celda estaba con otras diez personas. Pero ningún médico le tomó la temperatura, ni le hizo una revisión médica. “Pude haber tenido la COVID, haber contagiado a todos mis compañeros, y nadie se habría enterado”, asegura.  

Un año después del inicio de la pandemia el flujo hacia Estados Unidos se reactivó y los primeros meses de 2021 registran un incremento en el tránsito y las detenciones. El cambio en la Casa Blanca, con Joe Biden como nuevo presidente tras ganar las elecciones a Donald Trump, no ha supuesto un gran cambio en la frontera. Especialmente, porque el demócrata mantuvo funcionando el Título 42, la norma de excepción que permite devolver a los migrantes a México sin dar opción a pedir asilo. Al mismo tiempo, México anunció por primera vez el cierre de su frontera sur argumentando el riesgo de contagios. 

“Creo que EU pidió que trataran de contener más y que México lo está haciendo en un marco muy cínico de salud. ¿Por qué después de un año cierran la frontera sur a viajes esenciales terrestres cuando el subsecretario Hugo López Gatell ha dicho desde el inicio que el cierre de fronteras no es una medida recomendada ni útil en salud pública?”, se pregunta Gretchen Kuhner, directora de IMUMI. 

Tras un año de opacidad y ausencia de políticas de prevención hacia los migrantes, en 2021 se presentan nuevos retos. Por un lado, el incremento del flujo hacia el norte y las presiones de Estados Unidos para que México refuerce su papel como barrera de los centroamericanos. Por otro, la protección de los propios migrantes contra la COVID-19. El inicio de la vacunación incrementa los interrogantes. Sobre todo, hasta qué punto el gobierno de López Obrador permitirá que puedan recibir el fármaco. Hasta el momento el Ejecutivo ha asegurado que todo el mundo tendrá acceso. Sin embargo, en la práctica se está solicitando el CURP, lo que excluye directamente tanto a migrantes irregulares como a mexicanos deportados. 

Es previsible que en el futuro se incremente el flujo de migrantes como Rudi, que tratan de alcanzar Estados Unidos empujados por la pobreza, la violencia o las consecuencias de los desastres naturales. Es también de esperar que sigan vulnerables ante las políticas pensadas únicamente para obligarles a dar la vuelta. 

* Este trabajo se realizó con la colaboración con la Alianza Movilidad Inclusiva en la Pandemia 

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