En 2020, durante la recesión causada por el COVID, trabajaba en la Agencia Internacional de Energía Renovable (IRENA en inglés). Desde ahí, argumenté en varios reportes por nuevos pactos verdes (green new deals), enfatizando su potencial para crear muchos empleos. Contento con la contribución en ese contexto, veo que, cinco años después, la conversación se ha estancado y no se ha adaptado a tiempos de recuperación.
En una recesión, políticas para estimular la demanda y crear (o mantener) empleos son necesarias. Mientras más empleos, mejor. Nuestro argumento era simple, pero sólido: la intensidad laboral de industrias verdes, como la solar, es mayor a la de las fósiles. Desde la extracción y refinación de minerales, la manufactura de los paneles, siguiendo por su instalación, mantenimiento, desmantelamiento e idealmente, reciclaje, se necesitan varias manos.
En 2025, sin embargo, no hay la misma necesidad de crear empleos. En México, la tasa de desempleo de 2.5 % tocó un mínimo histórico el año pasado. En cambio, el enfoque debe ser sobre mejorar la demanda —que en el mercado laboral son los puestos— a manera que la oferta —los trabajadores— la satisfagan. Para ello, la conversación debe pasar de lo cuantitativo —el número de empleos— a uno más cualitativo sobre calidad: buenos empleos que promuevan y otorguen un nivel de vida de clase media, beneficios adecuados, niveles razonables de autonomía personal, seguridad económica y ascensos profesionales.
Así, los modelos macroeconómicos que promoví hace cinco años quedan cortos hoy en día. Mis colegas y yo reconocíamos que los pactos verdes causarían desempleo en las industrias fósiles, pero lo justificábamos a través de dos puntos. Primero, había una “ganancia” neta en la mayor creación de empleos verdes sobre los perdidos en fósiles. Segundo, el Estado tendría que compensar aquellos que no pudieran ser absorbidos por las industrias verdes.
A nivel microeconómico y cualitativamente, nos faltó decir que las pérdidas duelen más que las ganancias. El desempleo conduce a depresión, adicciones e incluso la muerte. Además, más y más estudios muestran que, a pesar de que -efectivamente- las industrias verdes crean muchos empleos, estos son regionales. Sí hay un traslape entre las capacidades de las industrias verdes y fósiles —por ejemplo, excavación petrolera y geotérmica— que se pueden transferir con mínimo entrenamiento. Pero la gente no está dispuesta a mudarse por esos empleos verdes.
Aun así, en 2025, me encuentro en demasiadas discusiones con colegas que siguen persiguiendo un número de empleos verdes. Por todo lo anterior, me parece una narrativa incorrecta y anticuada.
Hoy, peleo por la manufactura. Si es sustentable —no necesariamente “verde”—, mejor. 1 La manufactura está cada vez más automatizada y no generará el número de empleos que burócratas buscan. Sin embargo, estos empleos serán buenos —acorde a la definición de arriba— y formales. No requerirán altos grados de escolaridad —en cualquier caso, la mayor parte de experiencia se adquiere en un empleo, no en escuelas— y serán también productivos, importante para México que está rezagado en temas de productividad laboral.
Además, tendrán derrames económicos grandes: las empresas manufactureras requieren distintos servicios a lo largo de la cadena de valor, como contables o logísticos. Estos son los empleos indirectos e inducidos que, a pesar de sí figurar en los modelos, políticamente tienen menos importancia. Del libro de texto macroeconómico, tomo que el incremento de productividad en la industria manufacturera aumenta también los salarios de un peluquero y otros servicios en la región. Esa es la historia que hay que fomentar. De los modelos que arrojan números de empleos verdes y de sus supuestos, me desenamoré mientras más los estudié.
El sabio puede cambiar de opinión. El mundo hace cinco años era diferente. Necesitábamos revivirlo y cualquier empleo verde era una solución. Ahora, hay que ser más selectivos y cuestionar su valor. ¿Agrega al desarrollo? ¿Es digno? ¿Canibaliza a otros quizá con mayor impacto? Ello requiere pasar de análisis cuantitativos a cualitativos. Y dejar de obsesionarse con el número de empleos verdes como objetivo final. Eso ya pasó de moda.
* Carlos Guadarrama es un experto internacional en política energética y beneficios socioeconómicos. Se especializa en el diseño y análisis de políticas para energías renovables y para transiciones energéticas justas e inclusivas. Ha enfocado su trabajo en África, Asia y Latinoamérica, desde organizaciones internacionales como en Banco Mundial y la Agencia Internacional de Energía Renovable (IRENA). Es egresado del ITAM, de Harvard y está cursando doctorado en Oxford. Su opinión no refleja la de los organismos donde ha trabajado, ni la de las instituciones donde ha estudiado.
1 Que México, con sus problemas de agua, busque manufacturar baterías de litio que requieren excesivas cantidades a lo largo de la cadena de valor no es sustentable.
La corresponsal de BBC Mundo en Los Ángeles narra cómo se están viviendo los históricos incendios que afectan a la ciudad californiana.
“Sube a la terraza. Dicen que el fuego es ya visible desde Santa Mónica”.
Al mediodía del martes, recibí la llamada de mi marido con incredulidad.
A pesar de que las condiciones climatológicas auguraban ya desde el domingo una receta para el desastre —los “vientos endemoniados” de Santa Ana con rachas de hasta 160km/h y una sequedad extrema por meses sin lluvias—, parecía una alerta más en una ciudad acostumbrada a ellas.
Poco podía imaginar que estaba a punto de presenciar la primera de una serie de escenas apocalípticas; una de las muchas que desde entonces siguen dejando los que ya son los peores incendios de la historia de Los Ángeles.
Subida al techo de mi bloque de apartamentos, avisté en las montañas de Santa Mónica una tímida llama.
A los cinco minutos, era ya una mancha naranja que se expandía a toda velocidad desde las colinas boscosas hacia Pacific Palisades, un área residencial de clase alta densamente poblada y salpicada de mansiones de famosos.
Una espesa y negra columna de humo se inclinaba hacia el Pacífico, borrando de la vista viviendas, palmeras, arena, el icónico muelle de Santa Mónica y su parque de atracciones que, con 10 millones de visitantes anuales, es uno de los grandes focos del turismo de Los Ángeles.
En menos de 24 horas los incendios serían ya cuatro, unos monstruos llamados Palisades, Woodley, Eaton y Hurst que acorralaban la ciudad por distintos frentes, avanzando sin precedentes en zonas urbanas y dejando a su paso escenas dignas del peor infierno imaginado por Hollywood.
Y para la tarde del miércoles otro, bautizado Sunset, empezaría a arder en las colinas de Hollywood, cerca de donde se ubica el famoso cartel.
“Es un momento trágico en nuestra historia, algo nunca antes visto”, le dijo a los periodistas el jefe del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD), Jim McDonnell, el martes por la noche.
Mientras, los medios locales repetían las imágenes caóticas de las primeras horas de evacuación en Pacific Palisades: un cuello de botella de cinco kilómetros en la principal vía de entrada y salida a la zona, por vecinos que huían despavoridos y bomberos que trataban de acceder.
Maquinaria pesada empujando, amontonando y dejando para el desguace los vehículos que otros residentes habían dejado atrás, obstaculizando el paso a los camiones cisterna.
Gente huyendo a pie, cargando niños y mascotas, y arrastrando maletas, con álbumes de fotos bajo el brazo.
También estaba la resistencia, aquellos que, a pesar de la orden de las autoridades, se negaban a abandonar sus hogares y los defendían —ilusos e imprudentes— de Goliat con sus mangueras desde el jardín.
“Por favor, prioricen su seguridad y el bienestar de quienes les rodean”, tuvo que repetir en una rueda de prensa el jefe de bomberos del condado de Los Ángeles, Anthony Marrone, un mensaje en el que ya habían insistido otros funcionarios, incluido el gobernador Gavin Newsom.
Empezaron a reportar muertos, heridos por quemaduras, más de 1.000 edificaciones destruidas. Los evacuados se contaban ya por decenas de miles.
Algunos, como los residentes de un centro para la tercera edad de Altadena, fueron sacados en sus sillas de ruedas, muchos de ellos confundidos y asustados, para ser reubicados en un lugar seguro.
Mis redes sociales y mi WhatsApp se llenaron de videos con el fuego avanzando por la Autopista de la Costa Pacífica (PCH), la carretera estatal que bordea California a lo largo de cientos de kilómetros.
Por ella regresé el sábado de surfear la icónica ola de Malibú, una de las mejores del mundo cuando las condiciones acompañan.
Observando desde el auto las mansiones suspendidas sobre el océano, volvimos a uno de nuestros comentarios más recurrentes: “Con el cambio climático, en 50 años esas casas no estarán ahí”.
Muchas ya no están. Pero no fue el mar el que se las llevó por delante. Vivienda tras vivienda quedaron reducidas a cenizas, el esqueleto a la vista.
La misma suerte corrió el Reel Inn, restaurante especializado en pescado a pie de carretera y que ocupa un lugar en el corazón de muchos angelinos.
“Tuve varias citas preciosas en el Reel Inn tras un día de playa. Terrible que ya no exista”, escribió en Instagram una antigua compañera.
Y las llamas llegaron a amenazar la Villa Getty, situada también sobre la PCH, réplica de una casa de campo sepultada en el año 79 d.C. por una erupción del Vesubio que el multimillonario petrolero y mecenas J. Paul Getty mandó a construir en los setenta.
Museo y centro de arte, es también conocido por acoger veladas de Hollywood y reuniones políticas de alto nivel.
En contraste a ese glamour, pensé en las autocaravanas aparcadas a la orilla de la carretera que sirven de vivienda a aquellos que no tienen techo y que he visto multiplicarse desde que llegué a Los Ángeles en marzo de 2022.
“Hablé con Jose (el tipo que vive en una RV con su familia) y están bien, lejos de la zona (de Palisades)”, escribió en un story de Instagram un fotógrafo e instructor de surf que recorre cada mañana las playas desde Malibú a Sunset.
“Randy decidió quedarse, pero uno de los centros de comando (de los bomberos) está en el cruce de PCH con Sunset (Boulevard) y espero que lo hagan evacuar”, añadió.
Sin embargo, con varios frentes abiertos, los servicios de emergencia no dan abasto. “Lo estamos haciendo lo mejor posible pero no tenemos suficiente personal”, le reconoció a Los Angeles Times el jefe de bomberos del condado, Anthony Marrone.
El condado de Los Ángeles cuenta con 9.000 efectivos, entre el departamento de bomberos y otras agencias.
Pero apenas pudieron descansar desde mediados de diciembre, cuando un incendio llamado Franklin devoró durante nueve días las colinas de Malibú. Noviembre fue otro mes de apagar fuegos.
Y es que Los Ángeles es particularmente vulnerable a los incendios,ya que los barrios ricos y suburbios se encuentran con la naturaleza y se extienden cual laberinto entre cañones y cadenas montañosas.
Para asistirlos esta vez, departamentos de bomberos de condados vecinos mandaron refuerzos, y Marrone pidió ayuda más allá del estado, llamado al que ya respondieron Nevada, Oregón y Washington.
Mientras, decenas de voluntarios se lanzaron a colaborar.
Iniciaron colectas para aquellos que tuvieron que correr a albergues, para los que se quedaron sin nada, los que sacaron de residencias de ancianos o centros para menores.
Yo seguí revisando cada 10 minutos la página del gobierno estatal que refleja el avance de los incendios a tiempo real en California, especificando daños y marcando zonas de evacuación: en amarillo cuando es sugerida, en rojo cuando es ya obligatoria.
Y viendo la línea de desalojo acercarse a la calle en la que vivo con mi familia, empacamos los enseres básicos en el coche.
Precavidos y para evitar atascos, el miércoles al mediodía dejamos atrás Santa Mónica.
De camino al hotel leí que ya habían empezado el desalojo obligatorio de mi barrio.
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