El derecho al cuidado y al apoyo es fundamental. Lamentablemente, en América Latina el acceso al cuidado a menudo depende del trabajo no reconocido y no remunerado, realizado en su mayoría por mujeres.
Afortunadamente, los países de la región están tomando pasos importantes para mejorar la situación de quienes brindan cuidados, incluyendo la creación de sistemas formales de cuidados que ayuden a aliviar el trabajo no remunerado y no reconocido. En 2015, Uruguay implementó el primer sistema de cuidados en América Latina, enfocado en satisfacer las necesidades de cuidado y apoyo de niños, personas con discapacidad y personas mayores. Este sistema, aunque es un logro significativo, aún requiere reformas, según activistas sociales y funcionarios públicos del país.
México está intentando seguir este ejemplo. Sin embargo, es importante no replicar los errores del sistema de Uruguay y abordar adecuadamente los derechos tanto de quienes proveen cuidados y apoyo como de quienes lo requieren. El 18 de septiembre, la senadora Malú Micher presentó, junto con otros legisladores, una iniciativa de ley para crear un Sistema Nacional de Cuidados en México. Sin embargo, la iniciativa hace referencia a personas en “situación de dependencia”, utilizando un lenguaje problemático de Uruguay y de la Organización de los Estados Americanos, entre otros elementos inconsistentes con los derechos humanos.
Como lo detalla Human Rights Watch en su informe sobre el sistema de cuidados de Uruguay, “La dependencia es un concepto problemático cuando se refiere a personas con discapacidad o personas mayores, ya que implica enfocarse en la deficiencia individual sin considerar el entorno social. Además, proyecta una imagen negativa de estas personas, retratándolas como una “carga”. Por lo tanto, el sistema de cuidados y las políticas en México no deberían estructurarse en torno al nivel de “dependencia” de una persona.
La iniciativa de ley propuesta para México ignora la autonomía y los derechos de las personas con discapacidad y de las personas mayores al proponer la creación de residencias de larga estancia, es decir, instituciones que violan su derecho a elegir cómo y con quién vivir. La institucionalización o la dependencia forzada de apoyo familiar a menudo resultan en abuso, violencia y negligencia, lo que representa una forma de discriminación basada en la discapacidad.
El sistema de cuidados de Uruguay proporciona a las personas con discapacidad elegibles hasta 80 horas de apoyo mensual de asistentes personales, lo cual es un inicio para apoyar la vida independiente, pero es totalmente insuficiente. El programa también tiene otras fallas graves. Excluye a personas entre los 29 y 79 años y no está adecuadamente adaptado para apoyar a personas con discapacidades intelectuales, discapacidades sensoriales (como personas ciegas o sordas), o personas con altos requerimientos de apoyo (como algunas personas con autismo). Los Estados deberían establecer sistemas de cuidados y apoyo que proporcionen progresivamente una cobertura universal, de acuerdo al máximo de los recursos disponibles del Estado, basada en los requerimientos y no restringida por la edad o evaluaciones problemáticas de “dependencia”.
Para respetar los derechos y la dignidad de las personas con discapacidad y las personas mayores, los sistemas de cuidados y apoyo deben involucrar activamente a las organizaciones que representan a estas personas. Esto ayudará a lograr un enfoque basado en derechos para diseñar e implementar políticas relevantes. Mientras que tales organizaciones no participaron adecuadamente en el desarrollo y la ejecución del sistema de cuidados de Uruguay, México tiene la oportunidad de hacerlo mejor.
Un modelo positivo que México podría usar son los centros de vida independiente. Los centros de vida independiente en los Estados Unidos y otros países, gestionados por personas con discapacidad, apoyan la vida comunitaria y la independencia al promover la inclusión, la igualdad de oportunidades y la autodeterminación. Proporcionan los recursos necesarios para la participación activa en la comunidad, incluidos referidos, reparaciones de sillas de ruedas, asistentes personales y asistencia para viviendas accesibles. México debería establecer dichos centros y asegurar su sostenibilidad económica a largo plazo.
Ahora, México tiene la oportunidad de crear un sistema de cuidados y apoyo verdaderamente inclusivo, participativo y que respete los derechos, promoviendo la independencia. Para que este sistema sea una realidad, el Senado debe trabajar estrechamente con las organizaciones de personas con discapacidad y personas mayores, con el objetivo de revisar y eliminar las disposiciones problemáticas del proyecto de ley.
* Carlos Ríos Espinosa (@espinosa_rios) es director asociado de la División de Derechos de las Personas con Discapacidad en Human Rights Watch.
Los puertorriqueños solo podrán votar en la elección presidencial si residen en otros lugares de Estados Unidos.
La broma ofensiva sobre Puerto Rico de un humorista en un mitin de Donald Trump el pasado domingo en Nueva York ha colocado a la isla en el centro de la recta final de la campaña electoral en Estados Unidos.
Tony Hinchcliffe dijo que Puerto Rico es “una isla de basura flotando en mitad del océano”, lo que causó indignación general en la comunidad boricua.
Pese a que uno de los portavoces de la campaña republicana dijo que Hinchcliffe “no refleja las opiniones de Trump”, el comentario ha vuelto a poner el foco en la situación de Puerto Rico y su estatus dentro de Estados Unidos, país al que pertenece y que en pocos días celebra su elección presidencial, en la que, paradójicamente, los habitantes en la isla no podrán votar.
El hecho de que los habitantes de Puerto Rico no puedan votar para elegir al presidente de EE.UU. es una de las razones por las que muchas voces dentro y fuera de la isla denuncian un trato discriminatorio por parte de Washington, hasta el punto de que es a menudo descrita como una “colonia”.
Aunque sí pueden hacerlo en las primarias de los partidos para elegir a sus candidatos, los 3,4 millones de ciudadanos estadounidenses que residen en Puerto Rico no pueden votar en la elección presidencial.
Puerto Rico es uno de los territorios de Estados Unidos, entidades administrativas fuera del continente americano que están bajo soberanía de Washington pero no son estados de la Unión.
Los habitantes de estos territorios no pueden participar en la elección presidencial aunque la mayoría tiene la ciudadanía estadounidense por haber nacido en ellos. Es lo mismo que les sucede a los naturales de Guam, las Islas Marianas del Norte y las Islas Vírgenes de Estados Unidos.
Paradójicamente, sí pueden votar los puertorriqueños que viven en alguno de los 50 estados o en el Distrito de Columbia.
Y su peso electoral no es en absoluto desdeñable.
Según el Pew Research Center, alrededor de 6 millones de puertorriqueños con derecho al voto viven en el Estados Unidos continental, lo que los convierte en el segundo colectivo de votantes hispanos más numeroso.
Por eso, puede que los comentarios de Hinchcliffe no le salgan totalmente gratis a Trump.
El sistema electoral consagrado en la Constitución de Estados Unidos establece que el presidente será elegido por un Colegio Electoral formado con representantes de cada estado, lo que excluye de facto del voto a los estadounidenses que viven en territorios que no son estado.
Por tanto, ni los puertorriqueños ni el resto de estadounidenses residentes en Puerto Rico pueden votar en la elección presidencial.
La Constitución fue redactada en 1787, cuando Estados Unidos emergía como nación independiente de Gran Bretaña y Puerto Rico era aún parte del imperio español.
Los delegados de las 13 colonias británicas reunidos entonces en Filadelfia para fijar las reglas básicas del nuevo país no imaginaban que este acabaría haciéndose con lo que entonces era una isla española en el Caribe.
Pero en 1898 Estados Unidos derrotó a España en una guerra en la que esta perdió sus últimas posesiones coloniales.
Tropas estadounidenses tomaron el control de Puerto Rico y en el Tratado de París firmado ese mismo año, la isla pasó a estar bajo soberanía de Washington.
Sin embargo, eso no implicó la concesión inmediata de la ciudadanía estadounidense a sus habitantes, que se vieron excluidos de algunos derechos que la Constitución reconoce a otros estadounidenses.
La Corte Suprema de Estados Unidos se pronunció sobre el tema en 1901 en una serie de polémicas decisiones conocidas como los Casos Insulares.
Según explica Luis Fuentes-Rohwer, profesor de Leyes en la Universidad de Harvard, la Corte dictaminó entonces que “hasta que el Congreso decida que sean incorporados (Puerto Rico y los otros territorios de Estados Unidos), se quedarían en un limbo”.
Fuentes-Rohwer asegura que el lenguaje de los Casos Insulares “presenta a la gente de estos territorios como menos humanos, como primitivos e indignos de todo, incluida, por supuesto, la ciudadanía”.
Pese a que muchos historiadores y juristas la definen como racistas y discriminatorias, la Corte Suprema nunca ha revisado la doctrina sentada en los Casos Insulares.
En 1940 la Ley de Nacionalidad les otorgó la ciudadanía a todos los puertorriqueños, aunque muchos habían accedido a ella gracias a disposiciones anteriores.
Y en 1952 Estados Unidos permitió finalmente a Puerto Rico redactar su propia Constitución y desarrollar un autogobierno limitado.
El nuevo Estado Libre Asociado de Puerto Rico podía elegir un gobernador y unos poderes legislativo y judicial propios.
Pero el control fronterizo, la defensa, las relaciones exteriores, y otras competencias principales siguieron en manos del Congreso y del gobierno federal en Washington DC.
Y en la elección del presidente del Ejecutivo, Puerto Rico sigue sin poder votar, como tampoco puede hacerlo el único representante que tiene en el Congreso.
En la isla se han llevado a cabo en los últimos años varios referendos sin valor jurídico sobre cuál debe ser su relación con Estados Unidos.
En el último en 2020 una mayoría de votantes votó a favor de que Puerto Rico se convierta en un nuevo estado de Estados Unidos, como los 50 actuales.
Pero esas votaciones han sido cuestionadas por su carácter no oficial y la baja participación en ellas.
Y en el Congreso estadounidense nunca ha habido un interés real por convertir a Puerto Rico en un estado, una decisión que alteraría el reparto del poder político en Washington, ya que les daría a los puertorriqueños dos senadores y una representación proporcional a su población en la Cámara de Representantes.
El malestar por la falta de influencia y poder en Washington ha contribuido al crecimiento de un movimiento independentista en Puerto Rico en los últimos años y por primera vez un candidato que aboga por la independencia, Juan Dalmau, aparece en las encuestas con opciones reales de ganar las elecciones a gobernador, que se celebran el mismo día que las presidenciales estadounidenses.
Ronald Ávila Claudio, experto en Puerto Rico de BBC Mundo, explica que “muchos puertorriqueños, sobre todo los más jóvenes, se cuestionan los beneficios de la relación actual con Estados Unidos”.
Estos puertorriqueños creen que “la falta de poder político tiene mucho que ver con el poco interés de Washington en poner a Puerto Rico en el centro de su agenda”, dice Ávila Claudio.
A eso se suma la “profunda crisis económica que desde hace más de dos décadas vive Puerto Rico y que hace que toda una generación enfrente la falta de oportunidades y los problemas derivados de una infraestructura débil”.
El huracán María, que en 2017 arrasó la isla, y la tardía y para muchos insuficiente respuesta del gobierno federal, entonces en manos de Donald Trump, aumentaron el malestar de los boricuas con el trato que reciben de Estados Unidos.
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