En el ejercicio de la medicina, la ética médica se ha convertido en un pilar fundamental para garantizar no solo la calidad de la atención, sino también el respeto a los derechos humanos y la dignidad de las personas con condiciones que afectan su salud. En un mundo cada vez más tecnificado y en el que los avances científicos permiten tratamientos más complejos, las decisiones médicas no pueden basarse únicamente en datos y procedimientos. La ética, entendida como la brújula que guía el actuar de las y los profesionales de la salud, es esencial para asegurar que el bienestar de las personas siempre esté en el centro de cada decisión.
La relación entre quien practica la medicina y quien tiene alguna condición que afecta su salud es profundamente desigual. Quien practica la medicina posee el conocimiento y el poder de intervenir en la salud de quien tiene alguna afección a su salud, quien se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad. Aquí es donde la ética médica juega un papel clave, ya que regula esta relación para garantizar que el poder no sea abusado y que se respeten los derechos fundamentales de la persona que está bajo tratamiento.
Un aspecto central de la ética médica es el respeto por la autonomía de quien tiene una condición que afecta su salud. Esto implica que tiene el derecho a ser informadx de manera clara y comprensible sobre su diagnóstico, las opciones de tratamiento disponibles y los riesgos asociados. Solo así puede tomar decisiones informadas sobre su salud. Sin esta práctica, el riesgo de caer en una medicina paternalista, donde el médico o la médica decide por la persona sin consultarle, es alto.
Este respeto por la autonomía no solo fortalece la relación médicx-persona con alguna afección a su salud, sino que también impacta de manera positiva en la salud del paciente. Estudios han demostrado que las personas que se sienten escuchadas y respetadas tienen una mayor adherencia al tratamiento y mejoran más rápidamente que aquellas que no tienen una participación activa en sus decisiones médicas.
La justicia es otro de los grandes componentes a considerar por la ética médica. En un contexto donde el acceso a la salud aún enfrenta grandes desigualdades, es esencial que las y los profesionales de la salud se comprometan a tratar dignamente a todas las personas, independientemente de su estatus socioeconómico, origen étnico, género, orientación sexual o cualquier otra condición. La equidad en la atención es un principio ético que busca corregir esas desigualdades y garantizar que todos reciban una atención adecuada tomando en cuenta las interseccionalidades que nos atraviesan a todas las personas.
La falta de ética en este sentido puede llevar a un trato desigual, donde algunos pacientes reciban mejor atención que otros debido a factores externos. La justicia, en este caso, no solo tiene un componente moral, sino que también es una cuestión de derechos humanos.
Por otro lado, el principio de no maleficencia, que puede resumirse en la frase “primero, no hacer daño“, obliga a las médicas y los médicos a evaluar con detenimiento los riesgos de cada intervención. Este principio busca evitar que las personas sean sometidas a tratamientos innecesarios o dañinos, priorizando siempre su bienestar.
El siguiente caso ilustra cómo la ética médica puede hacer la diferencia en la salud y el bienestar de las personas. En un hospital público, una doctora se enfrentó al caso de un paciente de 80 años que presentaba problemas cardíacos. El equipo había decidido intervenir quirúrgicamente, pero el señor, un poco desorientado, no entendía completamente los riesgos de la operación.
La doctora, guiada por su enfoque bioético, se negó a proceder sin antes asegurarse de que el señor comprendiera plenamente su situación. Solicitó la presencia de un familiar y explicó detalladamente los riesgos y beneficios de la intervención. Al final, el señor decidió no someterse a la cirugía y optó por un tratamiento menos invasivo. Gracias a esta decisión informada, el paciente mejoró con el tiempo sin necesidad de pasar por el quirófano. Este caso muestra cómo la ética médica, al respetar la autonomía del paciente y poner su bienestar por encima de cualquier otro interés, puede resultar en mejores desenlaces para la salud.
En un momento histórico en el que la tecnología y la ciencia avanzan a pasos agigantados, la medicina debe recordar siempre que su propósito principal es cuidar a las personas, no solo curar enfermedades. La ética médica, con sus principios de beneficencia, autonomía, justicia y no maleficencia, es la brújula que asegura que las médicas y los médicos no pierdan de vista la humanidad detrás de cada paciente.
La salud no es solo cuestión de tratamientos, cirugías o fármacos. Es, ante todo, un proceso que implica el respeto por la vida, la dignidad y los derechos humanos de quienes están bajo cuidado médico. Cuando las médicas y los médicos actúan éticamente, no sólo mejoran la salud física de las personas con alguna condición que afecta su salud, sino que también fortalecen su bienestar emocional, su confianza en el sistema de salud y su capacidad para tomar decisiones sobre su propia vida.
* Frida Romay Hidalgo (@FridaRomayHgo) es jefa de la Causa de Salud y Bienestar en Nosotrxs y Coordinadora del Colectivo de Médicxs en Formación y del Colectivo Cero Desabasto.
Para muchos habitantes de Hiroshima y Nagasaki sobrevivir a las bombas fue solo el comienzo de una vida en la que combatieron dolores físicos pero también profundas heridas emocionales.
Las bombas de Hiroshima y Nagasaki terminaron con la vida de miles de personas en un instante. Para los sobrevivientes fue solo el comienzo de años de dolorosas heridas, enfermedades, miedo, sentimiento de culpa y discriminación.
La organización Nihon Hidankyo, que agrupa a los hibakusha o sobrevivientes de las bombas atómicas que Estados Unidos lanzó sobre las ciudades japonesas en 1945, ganó el Premio Nobel de la Paz este año.
El movimiento representa a los 174.080 sobrevivientes de los bombardeos atómicos que residen en Japón, Corea y otras partes del mundo.
No existen cifras definitivas de cuántas personas murieron a causa de los bombardeos del 6 y el 9 de agosto de 1945,.
Los cálculos más conservadores estiman que cinco meses después de los ataques unas 110.000 personas habían muerto en ambas ciudades.
Otros estudios afirman que la cifra total de víctimas, a finales de ese año, pudo ser más de 210.000.
El mundo ha conocido el relato del horror gracias a los sobrevivientes, a quienes se les conoce como hibakusha, que en japonés significa “persona afectada por la bomba atómica”.
Sus testimonios no solo dan cuenta de lo que vieron, sino de los traumas que aún llevan dentro.
“Hay muchos hibakusha que son narradores sociales, pero no son capaces de contarle su propia historia a sus hijos”, le dice a BBC Mundo Yuka Kamite, profesora de Psicología en la Universidad de Hiroshima, quien ha estudiado la salud mental de los hibakusha.
Se calcula que hoy aún viven unos 140.000 hibakusha, que rondan los 80 años de edad.
¿Cómo ha sido la vida de los hibakusha y por qué sobrevivir a la bomba fue solo una parte de la dura batalla que han dado para llevar una vida digna?
Miedo
Los hibakusha que recibieron el impacto de la bomba sufrieron quemaduras y heridas que marcaron sus cuerpos y sus rostros.
Aquellos que estuvieron expuestos a mayores dosis de radiación, aunque a primera vista parecían ilesos, luego mostraron síntomas como pérdida del pelo, sangrado y diarrea.
Luego se reportó un aumento en enfermedades como el cáncer y la leucemia.
“Todavía siento miedo de que se me puedan manifestar las consecuencias de la radioactividad y morir en cualquier momento”, le dice a BBC Mundo Yasuaki Yamashita, un sobreviviente de Nagasaki que tenía 6 años el día de la explosión y que hoy, a sus 81 años, vive en México.
Ese miedo los llevó a una vida de estrés, confusión, incertidumbre y ansiedad. Incluso vivían con temor de pasarle los efectos de la radiación a sus hijos.
“Los efectos de la radiación son invisibles, eso los hizo sentirse inestables e intranquilos, sin saber qué iba a pasar con su futuro”, le dice a BBC Mundo Hibiki Yamaguchi, investigador en el Centro para la Abolición de Armas Nucleares de la Universidad de Nagasaki.
El miedo marcó para siempre la salud mental y emocional de muchos hibakusha.
Luli van der Does, profesora en el Centro para la paz de la Universidad de Hiroshima que ha estudiado los efectos de la bomba en los sobrevivientes, menciona algunos ejemplos de cómo el miedo se quedó grabado en sus mentes.
“Algunos no pueden comer pescado seco porque les recuerda el olor de los cuerpos quemados”, le dice van der Does a BBC Mundo.
“Otros se tuvieron que ir de Hiroshima y nunca volvieron a visitar su ciudad, otros dicen que no pueden comer pepinos, porque ante la falta de medicinas tras la bomba era lo único que podían usar para curar sus heridas”.
“En casos más severos, dicen que no pueden cruzar puentes ni ver ríos, porque comienzan a recordar los cadáveres que veían flotando tras la explosión”.
El miedo les afectó su salud emocional pero, además, los lanzó a una realidad que hizo aún más difícil su lucha por llevar una vida soportable después de la bomba.
Las heridas físicas, el temor a que los efectos de la radiación pudieran ser contagiosos y los traumas psicológicos de los hibakusha llevaron a que muchos comenzaran a ser discriminados por su condición.
“La gente temía que los sobrevivientes tuvieran una enfermedad contagiosa”, recuerda Yamashita.
“Decían: ‘Hay que separarlos, no hay que casarse con ellos, no hay que tener amistad con ellos’”.
El temor a la discriminación llevó a que muchos ocultaran su condición de hibakusha o se negaran a hablar de ello.
“Aquellos que tenían queloides [crecimiento excesivo del tejido de una cicatriz] en el cuerpo usaban mangas largas para cubrir sus cicatrices, incluso en pleno verano”, dice la profesora Kamite.
También se les hacía difícil conseguir y conservar sus trabajos. Así lo recuerda Yasuaki Yamashita:
“Cuando salí de la preparatoria comencé a trabajar y casi al mismo tiempo comencé a sufrir los efectos de la radiación.
Empecé a perder la sangre, evacuaba sangre, vomitaba sangre, entonces no podía trabajar.
Si conseguía un trabajo, venía esa enfermedad y tenía que renunciar, así duré como dos años.
Mucha gente me decía que yo era un flojo, que no quería trabajar, pero no era eso, era que simplemente no podía trabajar. Yo necesitaba trabajar, pero no podía”.
Para las mujeres la situación muchas veces era aún más difícil.
En esa época casarse era muy importante para las mujeres japonesas.
“Era casi la única cosa que una mujer esperaba”, recuerda Setsuko Thurlow, sobreviviente de Hiroshima, quien en julio compartió sus recuerdos durante un evento en línea para conmemorar el 75 aniversario de las bombas.
“Con esas cicatrices queloides, esas mujeres perdían la fe y la esperanza en la vida”, dijo Thurlow, quien en 2017 recibió en nombre de los sobrevivientes el Premio Nobel de Paz que se le otorgó a la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN, por su sigla en inglés).
Keiko Ogura, otra sobreviviente de Hiroshima, recuerda que vivió esa discriminación en carne propia. Así lo contó en conversación con BBC Mundo:
“Tenía 8 años, era solo una niña pequeña en la escuela elemental, pero sabíamos que no debíamos decir que habíamos estado en la ciudad ese día. Si decíamos algo relacionado con la radiación, no nos podríamos casar.
No decíamos que éramos sobrevivientes. Teníamos un certificado de sobrevivientes y al mostrarlo en el hospital podíamos recibir tratamiento médico que ayudaba a pagar el gobierno. Sin embargo, la gente nos decía ‘no muestres eso’.
Al principio yo no le prestaba atención, sentíamos que todos compartíamos el mismo destino, pero cuando ya era una mujer en edad de casarme, a los 18 o 20 años, los hombres jóvenes de fuera de la ciudad me preguntaban “Keiko, ¿dónde estabas al momento de la bomba?Por mi parte no hay problema, pero a mis padres les preocupa”.
Sé que muchas otras personas también tuvieron esa experiencia”.
La profesora Van der Does cuenta que cuando llegaba el momento de casarse, algunas personas contrataban detectives para investigar si la pareja había estado en Hiroshima al momento de la bomba.
Otros, por su parte, sintieron esa discriminación de una manera más sutil o indirecta, y los puso en una posición vulnerable ante la sociedad. Una “discriminación silenciosa”, como la llama la profesora Van der Does.
“No sabes exactamente qué tipo de discriminación estás sufriendo, pero simplemente la sientes en tus interacciones sociales, o al darte cuenta de que a lo largo de tu vida has recibido un trato injusto”, explica.
Yoshiro Yamawaki, sobreviviente de Nagasaki, es uno de esos casos de discriminación silenciosa.
“La bomba mató a mi padre, mi madre tenía siete hijos y no podía hacerse cargo de ellos. Por eso, tuve que dedicarme a trabajar, sin poder ir a la universidad, creo que eso fue una forma de discriminación”, dice Yamawaki en conversación con BBC Mundo.
Según explica Van der Does, es difícil conocer el daño psicológico y emocional que sufrieron los hibakusha porque muchos murieron sin ser capaces de hablar de ello.
“Hay muchos que no han admitido ser hibakusha por el miedo a la discriminación”, dice la investigadora.
En una reciente encuesta que Van der Does realizó entre 1.652 hibakusha de Hiroshima y Nagasaki, encontró que el 31% de ellos ha sufrido varios tipos de trato discriminatorio a lo largo de su vida.
Esa discriminación en ocasiones se dio entre los mismos hibakusha.
“Los hibakusha conocían mejor que nadie lo que les ocurría, por eso muchas veces se discriminaban entre ellos”, dice Hibiki Yamaguchi, de la Universidad de Nagasaki.
Según Van der Does, esa discriminación era fruto del miedo y de la desesperación por vivir. “Estaban luchando por sobrevivir, tenían que competir entre ellos por lograr algún tipo de ayuda”, dice la profesora.
Culpa
Al miedo y a la discriminación con que cargaban los hibakusha muchas veces se les sumó un sentimiento de culpa por haber escapado con vida o haber sido incapaces de ayudar a quienes pedían auxilio.
Ese sentimiento de culpa de los sobrevivientes les causó sufrimiento a largo plazo, explica la psicóloga Kamite.
Así lo recuerda la sobreviviente Keiko Ogura:
“Yo, al igual que el 90% de los sobrevivientes, tuve un sentimiento de culpa porque vi morir a familiares y amigos. Después de la explosión vimos gente bajo los edificios derrumbados pidiendo ayuda, pero no podíamos ayudarlos, estaban atrapados. Las madres trataban de sacarlos pero era muy difícil.
Luego, el fuego se esparció tan rápido que no tuvieron más opción que irse del lugar.
Eso los hizo preguntarse: ¿por qué no pude cumplir con el deber de ayudar a mis hijos hasta el último momento?
Tras la explosión, dos personas muy heridas se me acercaron y solo decían ‘agua, agua’. Yo les di de beber y luego murieron frente a mí. En ese momento no lo entendía, era solo una niña de 8 años, pero comencé a culparme porque sentía que los había matado. Sentía que si no les hubiera dado agua, ellos no estarían muertos. Me sentí así durante más de 10 años”.
Según los expertos, la dificultad que muchos sobrevivientes tienen para hablar de su experiencia les ha afectado sus vidas.
“El velo de silencio sobre estos temas funcionó para ocultar las transgresiones ocasionadas por las secuelas atómicas”, dice Kamite.
Algunos hibakusha, sin embargo, han combatido ese silencio y comparten sus historias con los medios o como parte de campañas en contra de la proliferación de armas nucleares.
“Algunos están motivados por la ira, otros por un sentido de misión social, y otros pueden estar motivados por la respuesta al trauma”, dice Kamite.
La profesora, sin embargo, advierte que son solo unos pocos quienes participan en estas actividades sociales y que es probable que muchos hibakusha hayan sido una “mayoría silenciosa”.
Van der Does, por su parte, explica que con el tiempo los hibakusha lograron construir un sentido de comunidad que los ayudó a ganar aceptación en la sociedad.
“Se convirtieron en líderes en la lucha por el desarme nuclear”, dice la profesora. “Pasaron de ser víctimas a creadores de un mundo nuevo”.