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Los centros de rehabilitación irregulares están en el punto de mira en Guanajuato. Sufren los ataques del crimen organizado en el estado y las autoridades quieren cerrarlos porque incumplen la normativa.

Por Alberto Pradilla
y Javier Bravo

El padrino maneja una camioneta destartalada jugando con el freno de mano y sin acelerar. Lleva el tanque de gasolina casi vacío y aprovecha las cuestas abajo para no perder impulso. Lo hace a medio camino entre Silao, municipio industrial en el centro de México, y la capital de su Estado, Guanajuato. Minutos antes alguien llamó y pidió auxilio. Le dijo que ya no aguantaba más al borracho de la casa, durmiendo la mona, tirado en un colchón. Que se lo lleven, lo encierren, lo bañen, lo terapeen o lo que sea Dios que hagan al interior del anexo, esos centros de rehabilitación que, en su mayoría, no siguen ninguna norma para el tratamiento de adicciones.

Quienes, como Nicolás Pérez Ponce, dirigen un anexo son llamados padrinos.

El padrino Nico. El jefe de un centro de rehabilitación para drogadictos en Guanajuato, uno de los estados más violentos de México, según datos oficiales de homicidios e inseguridad.

Para llegar a padrino hay que ser como Nico y dedicar toda tu vida a la droga.

Primero, como usuario. Después, como terapeuta.

Él consumió alcohol, disolvente y cocaína desde muy joven. No hablamos de una rayita esporádica o una borrachera ocasional. Lo suyo era una entrega absoluta, día y noche bebiendo y esnifando, desaparecido de la casa, gastando hasta lo que no era suyo, vendiendo para mantener su consumo.

Hasta que cumplió 35 años.

Entonces dejó todo: el alcohol, el disolvente, la cocaína.

Ahora tiene 50 y dirige un centro de rehabilitación.

Dice que fue por una antigua novia con la que también consumía drogas. Que ella se anexó y que él comenzó a acompañarla a las reuniones. Así conoció su primer centro de rehabilitación: un espacio que mantiene a los internos encerrados hasta que dejan la bebida y otras sustancias. Reconoce que no le gustó lo que vio, que los golpeaban y humillaban, que los mataban de hambre y obligaban a robar para mantenerse.

Así que decidió fundar su propio local. De este modo nació “La Sagrada Familia”, un anexo o centro de terapia para gente con un consumo problemático de droga ubicado en Guanajuato.

El origen de estos centros está en las pláticas de Alcohólicos Anónimos en la década de 1980. Se dice que cuando alguien recaía en el alcohol y regresaba al grupo, en lugar de echarlo, lo encerraban en algún local anexo hasta que volviera en sí.

Lo anexaban.

En los últimos dos años, al menos 11 anexos en Guanajuato han sido atacados. A veces el objetivo era un padrino, como Nico. Otras, hombres armados dispararon contra todos los que estaban al interior. Como en julio de 2020, cuando ocurrió la peor masacre: 28 personas asesinadas en un centro de Irapuato.

La Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic) calcula que hay 3 mil anexos en todo el país, y solo 400 en regla.

En Guanajuato únicamente 13 cumplen la norma, pero la Secretaría de Salud ubica por lo menos 250 en la entidad.

También existen locales con atención ambulatoria o clínicas privadas en las que se paga por atención. Ninguna de esas dos opciones son competencias para los anexos.

En Guanajuato, 3 mil 500 personas reciben atención por adicciones en locales validados por las autoridades.

Más del doble, unos 7 mil, están adscritos a grupos como el que lidera el padrino Nico, según la Secretaría de Salud estatal.

En México no hay políticas públicas de prevención de consumo de drogas y mucho menos de reducción de riesgos y daños, programas que no enfocan la entrega de apoyo a exigir que primero se renuncie por completo a consumir sustancias, sino a minimizar las consecuencias físicas y sociales del consumo.

Lo que ocurre en el país es que se estigmatiza al usuario de drogas. Se impone la retórica de la “guerra al narcotráfico” implementada desde 2006 y que provocó la militarización de la seguridad pública y un incremento de homicidios y desapariciones. Entre todo este abandono y violencia, locales como el anexo del padrino Nico son casi el único recurso del que disponen las personas que abusan del alcohol o las drogas.

El padrino Nico es un tipo fornido, su cuerpo tiene la forma de un trompo gigante y su gesto es hosco, endurecido por un bigote en forma de herradura. También tiene un ojo bueno y otro que le chingaron, recuerdo de uno que le clavó un cristal antes de que pudiera inmovilizarlo para llevarlo a anexar. Fue boxeador, huachicolero, mecánico. Un hombre polifacético que ahora se encarga de pastorear a quienes quieren dejar de drogarse.

Abrazó la sobriedad hace 15 años. Desde entonces se dedica a recoger alcohólicos, drogadictos o personas con problemas de consumo de las que sus familias quieren desprenderse y a “curarlos”, según su modo de entender el mundo.

Pero en su ‘programa’ no hay alternativa: es sobriedad o nada.

“Los primeros 5 días hay que estar pendiente, que no le den ataques, darle de comer en la boca, lo mismo, casi, que cuando llegas hospitalizado”, explica. Hay diferencias según la sustancia que se consume. Los alcohólicos, dice, no pueden dejar de beber de golpe y necesitan un pequeño proceso de trago-botana hasta que se estabilizan.

“No podemos cortarle de golpe para que no convulsione”

Quienes consumen cristal, que es la droga con mayor crecimiento ahora en Guanajuato, “están en riesgo de la parada cardíaca”. Así que su papel es el de platicar hasta que se baja la ansiedad.

“Como adictos sabemos el proceso que debe llevar un adicto, una persona que consume droga”, argumenta. No hay un manual médico ni un protocolo establecido. Solo prueba y error y el aprendizaje de los años. También la intervención de un doctor particular que acude al centro una vez por semana y que es quien determina la medicación.

Sertralina. Risperidona.

El cambio de una droga ilegal por otra que se compra en farmacias.

Tras el shock inicial llega la inclusión al grupo y el sometimiento a la rutina. Despertarse temprano. Desayuno. Servicio, que es como se denominan los trabajos de limpieza y mantenimiento del centro. Terapia. Horas y horas de terapia. Una rutina en la que uno de los integrantes del grupo sube a una tarima y comienza a abrirse en canal ante el silencio de los demás. Que si mis padres no me hicieron suficiente caso. Que si ojalá no hubiese conocido a aquel vecino que me llevó por malos pasos.

Que si siempre está el riesgo de la recaída.

El padrino Nico explica los detalles de la terapia mientras lidera uno de sus operativos de captura. En la camioneta viajan otros cuatro colaboradores. Todos ellos estuvieron enganchados a algo. Llegaron al padrino y pasaron semanas bajo una especie de arresto terapéutico.

Ahora han avanzado en su proceso de rehabilitación y ya son considerados militantes, personas de confianza a las que se permite abandonar el centro y participar en misiones para anexar a otros.

Al frente de esta ‘patrulla de la sobriedad’ está Miguel Rocha, un joven de 26 años originario de Lagos de Moreno, en Jalisco. Es alto y musculoso y tiene la cara picada de viruela. Empezó a consumir cocaína con 15 años, creyéndose “un pequeño traficante”. La mayoría de los amigos que hizo en aquel tiempo fueron asesinados o se marcharon por miedo a ser la siguiente víctima. Su última recaída fue hace seis meses, cuando se fugó de “La Sagrada Familia”. Con otros compañeros abrieron un agujero en el tejado y se escaparon.

Logró llegar hasta su casa, 80 kilómetros al noroeste de Silao. Pero terminó encerrado en una vivienda y provocando una fuga de gas que casi lo mata. Salió quebrando la ventana a puñetazos. Cuando estaba en la calle, desnudo y con los brazos ensangrentados, decidió regresar al anexo.

Lo que ahora quiere es abrir una carnicería como la que tenía antes de ingresar por primera vez.

“Soy más voluntario que interno. Pero estoy bien, este es mi lugar”,

dice sentado en la parte trasera de la camioneta. No es la primera vez que sale a una caza de este tipo. Le divierte. De hecho, parece tener ganas de que toque alguien bravo a quien haya que controlar por la fuerza.

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Miguel Rocha

Interno de un anexo

Hoy ha sido un día intenso en “La Sagrada Familia”. Por la mañana, una joven de 21 años tan menuda y esquelética que daba la sensación de que podría quebrarse como una rama seca, se entregó por voluntad propia. Según explica ella misma, lleva un mes consumiendo cristal, y no es la primera ocasión en la que la encierran.

Dice que tras escapar de una pareja maltratadora en Ciudad de México se refugió en su casa de Silao. Pero no se hallaba. Demasiado trauma. Así que recurrió a la metanfetamina. Cuenta que tiene un hijo.

Ella misma sugirió a su familia anexarse. Cuando el equipo de Nico llegó al domicilio se estaba despidiendo como el preso que se enfrenta a una larga condena. Dos días después, consciente de su encierro, ya quería marcharse. Ahí es cuando la terapia le cierra la puerta.

La ley mexicana permite internar contra su voluntad a personas con problemas mentales siempre y cuando se tenga el respaldo de dos psiquiatras que crean que existe un riesgo inmediato, la firma de un familiar directo y sea notificado a la Fiscalía. Obviamente no es un proceso que el padrino vaya a respetar.

El único requisito que él impone es que se firme la responsiva, que es un documento en el que padres, madre o hermanos se hacen cargo de la decisión de internarlo.

Esto último es distinto a las reglas de Alcohólicos Anónimos que los anexos dicen replicar, esa institución argumenta que quienes participan en el programa deben hacerlo por su propio convencimiento y nunca obligados.

Cuando uno piensa en un centro de rehabilitación se imagina una especie de hospital luminoso y tranquilo, con pasillos blancos y relucientes y patios amplios y llenos de plantas. Nada que ver con la realidad. “La Sagrada Familia” es una casa de dos pisos, más cueva que centro médico y está pintada de un azul oscuro manchado con motivos religiosos y consignas que crea la sensación de que el interior se estrecha sobre uno mismo. En una pared aparece un Jesucristo poniendo el brazo para que un hombre se inyecte y en las otras se pueden leer los doce pasos de Alcohólicos Anónimos.

Arriba y abajo se ubican las habitaciones con literas viejas donde duermen los anexados como en un cuartel militar. En el centro, un pasillo de 15 metros de largo y cuatro de ancho que hace las veces de salón y que se ilumina con luz natural a través de varias ventanas situadas en lo alto de la escalera. Aquí pasan los internos la mayor parte del tiempo.

Nadie puede salir sin permiso y en la puerta metálica, siempre cerrada con un candado, se sitúa un paciente de confianza que hace las veces de guardián. No es una cárcel, pero tiene un carcelero. No es un hospital, pero el objetivo es la sanación.

Cualquiera puede armar un anexo. Basta con rentar un espacio y poner afuera un cartelón.

En el local de Nico hay una treintena de internos, pero existen otros centros que llegan a albergar a cientos. Ahí duermen todos, uno junto a otro, en muchos casos hacinados. La pandemia de COVID-19 supuso una grave amenaza para estas personas encerradas en pequeños espacios, en los que respetar la distancia es imposible. El propio padrino Nico contrajo la enfermedad en enero y, aunque sufrió lo suyo, logró sobrevivir.

Las personas internadas en los anexos van más allá de usuarios con consumo problemático de drogas. En centros de Irapuato, Silao, Romita y León, todos ellos municipios de Guanajuato, se pudo comprobar. Hay tipos como Miguel, con un larguísimo historial de consumo, y otros que apenas dieron una calada a un porro y están encerrados. Hay personas con enfermedades psiquiátricas que nada tienen que ver con el abuso de sustancias e incluso gente en situación de abandono que encontraron en el centro un lugar donde dormir. También pueden verse antiguos vendedores de droga que se esconden de sus socios porque deben algo y creen que así no los van a encontrar.

E incluso las propias estructuras criminales envían allí a alguno de sus miembros que dejó de ser útil por caer en el consumo.

Este es un mundo de zonas grises, de matices, de ambigüedad. No hay protocolos claros ni intervención del Estado. Aquí se halla una parte de los damnificados de décadas de ilegalidad y persecución a las drogas. Nico asegura que lo único que puede hacer es analizar los antecedentes de quien llega y asegurarse de que no tiene cuentas pendientes con la maña, que es como se conoce al crimen organizado. Pero el problema va mucho más allá.

La ilegalidad es un agujero negro de criminalización y falta de garantías. La sociedad piensa que se lo merecen. Y ellos llegan a creérselo.

Gady Zabicky, titular de la Comisión Nacional contra las Adicciones, dice que el porcentaje de usuarios que desarrolla un consumo problemático es muy bajo, aunque los últimos datos del tema datan de 2016. Tampoco hay estudios actualizados que digan cuántos de aquellos que utilizan estupefacientes terminan por desarrollar problemas que necesitan de atención; ni existe una estrategia que vaya más allá de la campaña “En el mundo de las drogas no hay final feliz”, con la que el gobierno federal trata de disuadir del consumo de estupefacientes

Los datos sobre peticiones de ayuda dicen que el consumo de metanfetamina se multiplicó durante los últimos diez años.

En 2010, apenas el 10% de los usuarios de los Centros de Integración Juvenil de Guanajuato aseguraban haber utilizado este estimulante. Ocho años después, la tasa se había disparado hasta el 60%. El resto de drogas, por el contrario, se mantuvieron estables: el 90% de los jóvenes que recibieron atención usaban tabaco, alcohol o mariguana.

La Auditoría Superior de la Federación certificó que entre 2013 y 2019, el presupuesto destinado a prevención y atención de las adicciones disminuyó en 13.2%. Y eso a pesar de que el vocero presidencial, Jesús Ramírez, reconoció que el consumo se multiplicó un 141% entre 2002 y 2017.

La Auditoría también menciona a los centros de rehabilitación. Detectó 2 mil 866 establecimientos, de los que 2 mil 118 (73.9%) eran residenciales y 748 (26.1%) ambulatorios. De los 2 mil 118 establecimientos residenciales que se encontraban en operación, sólo 589 (27.8%) estaban registrados y únicamente 342 (16.1%) contaban con reconocimiento.

Mientras se incrementó el despliegue del ejército para labores de orden público bajo la excusa de combatir el narcotráfico, se abandonó por completo dos líneas básicas: la prevención y el tratamiento de los usuarios de drogas.

Zabicky reconoce que hay muchísimo que hacer y se muestra reacio a cerrar estos locales, a pesar de que sean ilegales. ¿Quién se haría cargo de las miles de personas que reciben atención en los anexos si se clausuran?

No hay estudios que digan por qué los anexos crecieron en las últimas décadas, pero se han expandido en un contexto de auge de la violencia. En 2020, en México se registraron más de 34 mil asesinatos, de los que 4 mil 500 ocurrieron en Guanajuato.

Con una tasa de homicidios de 74 por cada 100 mil habitantes, es uno de los estados más violentos del país. Ubicado a dos horas y media en auto de la Ciudad de México, Guanajuato es escenario de una guerra entre grupos del narcotráfico. Por un lado, el Cártel Santa Rosa de Lima, una estructura local que comenzó dedicada al robo de combustible, o huachicol, y por otro el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la organización criminal con mayor auge de los últimos años.

La disputa ha llegado al terreno del narcomenudeo y hombres de cada uno de estos grupos asesinan a vendedores del rival e incluso a consumidores que cambiaron de punto de venta. Cada grupo vende un producto con marca propia y así lo distingue del contrario. Santa Rosa es conocido por la metanfetamina de color azul, que se cocina en laboratorios del norte de Michoacán y es más barata, mientras que Jalisco ofrece la droga más blanquecina, más cara, pero de mayor calidad. Es la lógica de un mercado controlado por el crimen organizado: el usuario que cambia de proveedor se enfrenta incluso a que su antiguo dealer pida su cabeza.

Toda esta violencia, así como el abandono y estigmatización que padecen los anexos, no surge de un día para otro.

Una decisión política convirtió a México en este campo de batalla. Se cumplen 15 años desde que el expresidente Felipe Calderón anunció una “guerra al narcotráfico” que llevó a tener un país con 350 mil muertos y al menos 90 mil desaparecidos.

Diana Tahani Guerrero Martínez aprendió con 12 años que los focos de luz de una vivienda pueden utilizarse como pipa para quemar el cristal. No sabe quién fue, si su papá o alguno de sus hermanos, los que le enseñaron, siendo una niña, la técnica para calentar la piedra y aspirar el humo.

Ellos le mostraron que la metanfetamina puede mantenerte horas y horas despierta, sin hambre, sin necesidades, sin dolor. Y luego la utilizaron para la venta, porque como menor, si la capturaban, siempre podría eludir más fácil a la policía. Ahora que tiene 23 años, la niña que empezó a drogarse con 12 es una mujer con dos hijos.

También está a cargo del anexo femenil “La Sagrada Familia”, una extensión del centro del padrino Nico, pero ubicado en el municipio de Romita, a diez kilómetros de Silao.

Cuenta Tahani, desconfiada como un animal herido, que lo de inyectarse vendría después. Que nunca bebió ni probó otras drogas, que siempre fue pura metanfetamina.

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Diana Tahani

Responsable del centro

La joven llegó hace seis meses a Romita a encerrarse. No era su primera experiencia al interior de un centro de rehabilitación. Tiempo atrás estuvo recluida en una granja en Guadalajara, Jalisco, con la misma lógica de terapia y trabajo hasta la extenuación. Muchos de los internos pasan años en la dinámica de internamiento-recaída-internamiento.

En su caso, dice que llegó casi obligada por su madre. Las cosas no estaban bien.

“Empiezo a drogarme a los 12 años, me drogo junto a mi papá y dos hermanos.

Empiezo a llevar un proceso en la familia en la que ambos nos drogábamos y esa era la única comunicación. Empiezo a vivir una etapa con mi papá en la que nos drogábamos juntos, todo lo hacíamos juntos. Empieza un apego hacia él. Mi familia se empieza a deteriorar, a deformar. A la edad de 15 años me junto y a los 18 tengo mi primer hijo”, dice sentada junto a la entrada del anexo para mujeres donde ejerce de cancerbera para medio centenar de internas.

Al otro lado de la puerta apenas se escucha la letanía de la terapia. Son casi 50 mujeres, todas vestidas con sus camisetas rosas, como un ejército desteñido escuchando las miserias de sus compañeras. Un grupito trabaja descosiendo pantalones, otro está preparando la comida y la mayoría cumple con sus horas de escucha. La sala es una habitación diáfana con su tarima, sus sillas y un gran ventanal. Al otro lado hay un pequeño patio con las letrinas y el almacén donde se guarda la comida. Aquí hay escasez y el alimento es muestra de ello. Se observan unos grandes sacos con vegetales a punto de pudrirse. Están blanditos, aguados, deshechos. Como no disponen de fondos, algunas integrantes del anexo acuden periódicamente a la central de abastos para recoger las sobras. Será lo que cocinen durante toda la semana.

La rutina terapéutica es la misma que practican los hombres: salir al púlpito y abrirse en canal. Maldecir a papá, lamentar las carencias, asumir los errores y llorar sin filtros. Sin embargo, aunque en apariencia se trata del mismo proceso, basta con escuchar unos minutos para captar que es distinto. Mientras que los hombres hablan de sí mismos, de sus errores, de las expectativas que sus jefes tenían hacia ellos y cómo la regaron por completo, ellas ponen otros elementos sobre la mesa: la maternidad, los cuidados, los abusos.

Drogarte con tu hija de 12 años es un abuso. Los golpes y humillaciones que Tahani recibió de su pareja son un abuso.

En el público, entre las mujeres que atienden, asienten y aplauden, hay también tres menores. Tienen 12, 14 y 15 años. Son como alumnos traviesos en última fila, medio escondidos para que su maestra no les vigile. Visten su playera rosa igual que sus compañeras, pero a ellos les viene grande. El más pequeño de ellos dice haber sido todavía más precoz que Tahani en el uso de sustancias. Con ocho años un tío le ofreció una calada y así siguió. Dice que era muy rebelde, hablando en pasado, como si hubiera mucho que contar a una edad tan corta. Que su madre siempre le decía que lo iba a encerrar. Hasta que lo encerró.

“La primera vez sí me agüité, pero ya no”, dice.

En la plática, una mujer se acerca sigilosamente al fotógrafo. Le habla con voz muy baja, tratando que las otras no la escuchen. Apenas le da tiempo a pedir ayuda: quiere contactar con su familia.

No da tiempo para más. “Las internas a veces se sienten inconformes”, explica la guardiana, que termina la visita inmediatamente.

Ahí se quedan, al otro lado de la puerta metalizada, los tres niños y el medio centenar de mujeres vestidas con camiseta rosa.

Ahí queda la mujer que esperaba que su familia venga a visitarla.

Rosa Alma Santoyo, de 56 años, es una mujer enlutada de pies a cabeza, con grandes ojeras y gesto ausente, que nunca supo qué era un anexo hasta que sus hijos necesitaron uno. Se llamaba Buscando el Camino a Mi Recuperación y estaba ubicado en la comunidad de Las Arandas, un arrabal en las afueras de Irapuato. El 1 de julio de 2020, tres hombres armados irrumpieron en el local y comenzaron a disparar.

Allí se encontraban Omar Regalado Santoyo, de 39 años; Hugo Cristian, de 30 años y Giovanni, de 27.

No sobrevivieron y su madre carga desde entonces con la culpa. Dice que jamás pensó que al enviarlos al local de don Erasmo, el padrino encargado, los estaba mandando al matadero.

El primero en pedir su internamiento fue Giovanni, el más chico, que llevaba cinco meses limpio cuando sucedió el ataque. Luego le siguieron Hugo Cristian y Omar. Los tres estaban juntos porque el pequeño llevó una coca-cola para compartir con sus hermanos cuando el grupo armado irrumpió en el anexo.

“Me siento mal. Yo misma fui a meter a mis hijos al nido de ratas. Me acuesto y me siento culpable”, dice la madre. En su casa, una vivienda humilde, de paredes desnudas de concreto y sin puertas que separen una habitación de otra, se ha colocado un altar para recordar a los tres hijos muertos. Posan sonrientes, mirando a cámara, manos en los bolsillos. Nadie diría que pronto habrán perdido la vida en un atentado cuando intentaban dejar atrás la metanfetamina.

Aquel ataque se convirtió en el símbolo de la violencia contra los centros de rehabilitación en Guanajuato.

Unos decían que buscaban a algún hijo del padrino, de Don Erasmo, que también murió en el ataque. Otros, que el local era una fachada para la operación de un grupo delictivo. Rosa Alma Santoyo, que vive a pocas cuadras del lugar del atentado, dice que no se le pasó por la cabeza que allí se hiciese nada malo, que apenas le cobraban 350 pesos por cada uno de los hijos y que ella les llevaba cloro y utensilios de limpieza para agradecerles que los sacaran adelante.

“Yo daba juntas de estudio, de literatura. Era un anexo muy humilde, muy bonito. Los señores eran ya grandes y tenían ideas muy bonitas. Atrás estaban haciendo una cancha, una alberca”. Arnulfo Rivera Martínez, de 31 años, acudía dos veces al mes a ese anexo. Él es de Irapuato y estaba recluido en un centro cercano. En ocasiones, los locales mantienen relaciones entre ellos y quienes creen que ya han superado su adicción acuden a dar su testimonio con padrinos cercanos. Eso hacía Arnulfo en el local de don Erasmo hasta que mataron a todos.

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Arnulfo Rivera

Formó parte de un anexo

La masacre de Irapuato cambió las reglas de los anexos. Dice el padrino Nico que la mitad de los centros del municipio cerraron y la otra mitad fue clausurado por las autoridades. Arnulfo estaba en uno de estos últimos cuando la policía lo puso en la calle. Tras recaer nuevamente en las drogas y pasar algunos meses durmiendo al raso, alguien lo llevó a Silao para comenzar de nuevo el ciclo de la sobriedad.

Un año después la principal tesis sobre el atentado señala al Cártel Santa Rosa de Lima, el principal grupo local, enfrentado con el Cártel Jalisco Nueva Generación.

Sophia Huett López, comisionada de Análisis y Estrategia para la Seguridad Ciudadana del Gobierno de Guanajuato, explica la posición oficial del ejecutivo estatal. Para ella es muy importante establecer el contexto de lo que ocurre en su territorio. Establece la diferencia entre “inseguridad” y “violencia” y recuerda que este es un estado próspero, donde se instalaron grandes empresas automotrices como General Motors y con destinos turísticos como San Miguel de Allende. Dice que la violencia en el estado se explica por la resistencia de los grupos criminales locales ante el avance del Cártel Jalisco Nueva Generación. Históricamente, los grupos locales se dedicaban a la venta de combustible ilegal. Al disminuir esta actividad, dice Huett López, buscaron otras actividades lucrativas. Y encontraron el narcomenudeo.

Así se explica, según la funcionaria, el aumento en el consumo de metanfetamina en Guanajuato; pero no el hostigamiento del crimen organizado a los centros de rehabilitación.

En opinión de Huett López, el cártel que trataba de ganar terreno necesitaba, para expandir sus operaciones, establecimientos en los que acomodar a sus miembros. Así que comenzó a simular: sus integrantes iban a centros de rehabilitación para crear bases operativas.

“Personas originarias de otros estados llegan al territorio. Esto implica una cierta logística de cubrir necesidades de casa y un punto en el que puedan reunirse. Necesitan un lugar en el que puedan pasar con bajo perfil, puedan pasar desapercibidos. Así que uno de los esquemas que podría ser más útil es el tema de los anexos, puntos de supuesta rehabilitación de adicciones en los que las personas que están allí rotan”, explica.

“Lo equipararía a una casa de seguridad, pero con fachada distinta”, dice.

Para la comisionada, para evitar caer en locales que no son verdaderos centros de rehabilitación, hay que fijarse en la certificación. El problema es que apenas 13 centros de rehabilitación son reconocidos por la Conadic y sus servicios pueden llegar a costar hasta 20 mil pesos. Es mucho más de lo que puede pagar cualquiera de los anexados con el padrino Nico o con Tahani. Para esta investigación la secretaría de Salud declinó ofrecer declaraciones. Tampoco respondió la Fiscalía General del Estado.

La última vez que Patricia Ríos vio a su hijo Jorge Iván se lo estaban llevando en una camioneta. Al interior se encontraba una patrulla del anexo “Semillas de Vida” de León, Guanajuato. El hombre estaba todavía semiinconsciente por efecto del alcohol cuando llegaron por él. Dice su madre que ella nunca estuvo convencida, que se dejó llevar por la pareja que entonces tenía su hijo. “Me dijo que era el momento, que estaba dormido, que podían venir y no le daban chance de que escapara. Me aseguraban que no había problema si no teníamos dinero en ese momento, que ya pagaríamos después.

Fue una decisión equivocada”, afirma desde su casa en Guanajuato.

El 6 de septiembre de 2018 su hijo se montó en aquella camioneta. Jorge Iván, de 32 años y con dos hijas, llevaba años abusando del alcohol. Años atrás su madre lo ingresó en una clínica, pero le cobraban 20 mil pesos al mes, así que solo pudo mantenerlo unas semanas hasta que se agotó el dinero. Salió sobrio, pero al tiempo volvió a recaer.

Ella no conocía el lugar al que llevarían a su hijo y ahora se maldice por no haberlo revisado, aunque tampoco tenía la idea de anexarlo hasta que aquella mujer la convenció.

Dice que acudió al local para llevarle una despensa y algo de ropa y que pidió verlo, pero ya era tarde. Jorge Iván había comenzado el tratamiento y está prohibido que vean a un familiar hasta que transcurra un mes de terapia. La mujer quedó intranquila, dudando si habían tomado la mejor decisión, pero se convenció de que lo estaban haciendo por el bien del hijo, que llevaba mucho tiempo con consumo problemático y era evidente que necesitaba ayuda. Aquella noche recibió la primera llamada.

Le dijeron que su hijo había convulsionado. Ella quiso verlo pero no estaba permitido.

Durante los siguientes días trató de visitarlo, sin éxito.

Envió los datos del seguro y dijo que si empeoraba lo llevaran al hospital, que ya vería cómo pagar. Empezaba a estar convencida de que no había sido una buena idea, pero era como si estuviera en una cárcel, no encontraba la manera de visitarlo ni de comunicarse con él para sacarlo de allí.

Aquellas fueron jornadas de angustia. Cuenta Ríos que pasaba las horas pensando cómo estaría su hijo y arrepintiéndose por haber dejado que se lo llevaran. Tenía un mal presentimiento, aunque todavía pensaba que en aquel lugar estaban para ayudar. Quizás eran un poco rudos pero, por otro lado, todos habían pasado por el mismo proceso que su hijo, así que sabían lo que hacían. Pero lo cierto es que también había escuchado que eran centros ilegales, que había rumores de que maltrataban a los internos, incluso que el crimen organizado los infiltraba.

Y entonces volvía a maldecir el momento en el que se dejó llevar a para anexar a su hijo.

Todo se vino abajo días después. Un día en el que ella no cargaba el celular. Llegó a la casa y cuando iba a bañarse le dijo su esposo: “no te bañes”. Habían llamado del anexo para decirles que Jorge Iván estaba muerto. Que el síndrome de abstinencia le había provocado convulsiones y que no lograron estabilizarlo.

Su hijo estaba muerto y ella no podía creer nada.

En primer lugar, recuerda, no creía que su hijo hubiese muerto. Era imposible. Si apenas una semana antes estaba ahí, algo intoxicado pero vivo, al fin y al cabo. En segundo lugar, tampoco creía que una convulsión hubiera terminado con la vida de Jorge Iván.

Durante meses escuchó que todo había sido un accidente. Hasta que tuvo acceso a un video en el que se observa a Jorge Iván acorralado por varios compañeros. Uno por uno, comienzan a golpearlo, le saltan encima. Sigue recibiendo puñetazos, no aguanta más y muere.

“Lo golpearon con saña y no sé por qué. Dicen que son centros ilegales, que no tienen la autorización. Investigamos y, efectivamente, son clandestinos”, lamenta su madre.

Durante tres años la familia peleó en los tribunales una sentencia por homicidio. El 11 de junio de 2021, siete hombres fueron condenados a 12 años de prisión, cada uno, por ese delito.

En el lugar en el que se encontraba el antiguo anexo donde Jorge Iván fue asesinado se ha establecido otro centro de rehabilitación que dice no tener nada que ver con el anterior.

El mismo día en el que el tribunal dictó la sentencia, otro joven llamado Byron fue asesinado a golpes en un anexo de León.

Patricia sigue recopilando información sobre centros irregulares y trata de informar a otras familias para que no cometan el error que le costó la vida a su hijo.

La penúltima batalla de la ‘patrulla de la sobriedad’ del padrino Nico tuvo lugar el 22 de abril de 2020. Aquel día, medio millar de anexados de todo Guanajuato trataron de bloquear el acceso al palacio de Gobierno. Exigían diálogo con el ejecutivo para legalizar sus centros y apoyos económicos para no ahogarse.

La protesta terminó con enfrentamientos con la policía y la desconfianza instalada entre la administración y los representantes de los centros de rehabilitación.

Poco ha cambiado desde entonces.

Los centros de rehabilitación continúan en ese limbo vulnerable, siempre bajo el riesgo de que las autoridades los clausuren o que el crimen organizado los ataque.

No hay ningún plan institucional para la prevención del consumo de drogas. Mucho menos, programas de reducción de riesgos.

Cada día, miles de hombres y mujeres participan en larguísimas sesiones de terapia y permanecen encerrados durante semanas convencidos de que ese es el único camino para mantenerse sobrios.

Los ataques armados y los malos tratos al interior de estos locales no se detienen.

Este proyecto fue producido gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo.

investigación

Alberto Pradilla

Javier Bravo

fotografía

Fred Ramos

edición

Tania L. Montalvo

animación

Andrea Paredes

realización de audio

Ethan Murillo

diseño UI/UX

Jesús Santamaría

desarrollo

Daniel Gutiérrez

dirección

Daniel Moreno

Omar Sánchez de Tagle