Por: Simón Hernández León (@simonhdezleon)
A las y los jornaleros de San Quintín
México es un epicentro de desigualdad, violencia estructural y poder político corrupto. La clase política cada vez toma mayor distancia de la población común, convirtiendo el aparato de Estado en un espacio privilegiado para el enriquecimiento y definición de los intereses de las élites económicas. El estado mexicano posee estructuras corrompidas, más allá de las personas y de los partidos que lo ocupen.
El uso del helicóptero de la CONGUA por su titular David Korenfeld para fines personales o el caso de Hilario Ramírez “Layin”, presidente municipal “que robó poquito”, evidencian el derroche de bienes públicos como parte del quehacer político. La frivolidad y el culto a la personalidad también conforman el sistema de poder: el uso de personal de la Marina y sus veleros para las regatas privadas de Felipe Calderón o la agresión de los hijos de Ernesto Zedillo y el Estado Mayor Presidencial a la producción de la banda irlandesa U2, confirman que la élite gobernante se caracteriza por la fastuosidad y la prepotencia como expresiones de un poder megalómano.
Además, el Estado ha sido empleado como administrador de los intereses de reducidas élites económicas convirtiendo a los funcionarios en meros gestores de intereses privados. Por ejemplo, Grupo Higa se ha consolidado bajo el compadrazgo de sus dueños con Enrique Peña, obteniendo multimillonarios contratos, primero en el estado de México y luego a nivel Federal, en un país en el que opera sistemáticamente el tráfico de influencias bajo una apariencia formal de legalidad.
El autoritarismo y la impunidad también dan forman a estructuras delincuenciales en el Estado. La operación de una banda trasnacional de robo de automóviles por Miguel Nassar Haro y agentes de la extinta DFS, la existencia de presidentes municipales como José Luis Abarca Velásquez, o de narcogenerales como José de Jesús Gutiérrez Rebollo, confirman la penetración y fusión de expresiones ilegales del crimen organizado con el ámbito público.
Se conforma así una casta gobernante que al margen de la ideología, partido político o rango al interior del Estado aprovecha que el 70% del gasto corriente es destinado a salarios. Esto se agrava en un país marcado por la extrema desigualdad. Según la CEPAL, la concentración de ingreso hace de México uno de los países más desiguales de Latinoamérica, situación indignante cuando la función pública es altamente remunerada, pero además se utiliza para el enriquecimiento personal y de las élites del país.
La alta burocracia es la que mayores beneficios obtienen del sistema. Por ejemplo, un ministro o ministra de la Suprema Corte de Justicia percibe, según cifras oficiales, más de 10 mil pesos al día. En perspectiva, un jornalero de San Quintín, Baja California, situado en una realidad de explotación laboral sistémica y en condiciones de semiesclavitud al laborar jornadas de 12 horas por 100 pesos el día, requería trabajar más de siete años de forma ininterrumpida para obtener el ingreso mensual de un Ministro de la Corte.
El viaje de Enrique Peña Nieto a Inglaterra evidencia la frontera difusa entre lo público y privado y condensa esta forma de ejercicio del poder que fusiona los intereses personales de quienes gobiernan y los de los grandes capitales, así como el abandono de la dimensión popular en la actuación política. El supuesto viaje de Estado pasó a ser una gira de publicidad sobre las reformas estructurales para el empresariado británico y vacaciones pagadas para el entorno familiar de Enrique Peña y de Angélica Rivera, todo a cargo del erario público.
Debemos recuperar el campo político y devolverlo a su función originaria y único elemento de legitimidad de su existencia: la de la satisfacción de los intereses de las mayorías. Recuperar la política implica reformular la democracia y construir un “poder obediencial” que busque la realización de los derechos humanos de las mayorías como presupuesto indispensable para la convivencia social y como rectores de la conducta pública.
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