El próximo viernes, se cumplirá un año del abatimiento de Nazario Moreno, alias “El Chayo”, líder de la Familia Michoacana. Con ese operativo, se cerró un ciclo espectacular de capturas y muertes de capos. En espacio de doce meses, cayeron líderes en racimo: además del Chayo, Arturo Beltrán Leyva, Ignacio “Nacho” Coronel yAntonio Ezequiel Cárdenas Guillén, alias “Tony Tormenta“. Y eso sin contar las detenciones de varios personajes secundarios, aunque importantes en las organizaciones criminales (La Barbie, El Grande, El Indio, etc.).
Muchos supusimos que las decapitaciones seguirían, que no era sino cuestión de meses para que fuera detenido o abatido algún líder Zeta o de Sinaloa o de los Templarios. Pero no: van doce meses y nada. Bueno, no nada: han caído los líderes de algunas organizaciones menores (como José de Jesús “El Chango” Méndez, de lo que quedaba de La Familia, Moisés Montero, alias “El Koreano“, del cártel independiente de Acapulco u Oscar Osvaldo García Montoya, “El Compayito”, de La Mano con Ojos), así como varios individuos en el segundo nivel jerárquico de los principales grupos criminales (Noé Salgueiro del cártel de Sinaloa, José Antonio Acosta, “El Diego”, del cártel de Juárez, Jesús Enrique Rejón, “El Mamito”, de los Zetas, etc.). Pero de las figuras de primer nivel, no hay una sola en la cuenta del último año.
Salvo que alguien me pase información adicional, yo me quedo con la tesis más sencilla para explicar la sequía reciente: simplemente no los han encontrado. De las campañas de comunicación a las declaraciones de los más importantes funcionarios, todo indica que en el gobierno federal siguen considerando que es una buena idea decapitar a las organizaciones criminales. No tengo duda que, de presentarse la ocasión, van a ir por los capos que faltan.
¿Es eso una política correcta? ¿Vale la pena desestabilizar el submundo criminal con una detención o abatimiento de alto perfil? Hace algunos meses, hubo un debate sobre el tema, librado en Nexos y otros foros, entre Eduardo Guerrero y el hoy secretario de Gobernación, Alejandro Poiré. La discusión se centró en un tema estrecho: ¿la decapitación de las organizaciones criminales incrementa los niveles de violencia en el corto plazo?
A final de cuentas, la respuesta fue: a veces. Tanto los datos de Poiré como los de Guerrero muestran que la caída de algunos capos produjo violencia adicional, pero no la de otros. Y si ampliamos la mirada, el patrón es la ausencia de patrón. La detención de Miguel Ángel Felix Gallardo, jefe de jefes del cártel del Pacífico, en 1989 pudo haber generado un incremento temporal de la violencia en el noroeste del país (es posible que la muerte del Cardenal Posadas en 1993 haya sido polvo de esos lodos), pero probablemente no la de Juan García Abrego, líder del cártel del Golfo, en 1996. En Colombia, la detención y posterior muerte de Pablo Escobar tuvo como efecto una indudable disminución del número de homicidios. pero la detención de los hermanos Rodríguez Orejuela, capos del cártel de Calí, tal vez produjo el efecto contrario. Lo mismo vale para Italia o Estados Unidos: hay detenciones de mafiosos que detonan guerras y otras que pacifican.
Pero, para fines del argumento, vamos a suponer que, en el balance, la decapitación de una banda criminal tiende a generar violencia en el corto plazo, ya sea por conflictos sucesorios, por desprendimientos de algunos grupos o por vacíos que son aprovechados por bandas rivales ¿Es esa razón suficiente para no ir por los capos? Yo opino que no por dos razones fundamentales:
Por esos motivos (y otros más), una política de seguridad pública debe tener un componente de decapitación de las bandas criminales. La discusión no es si debieramos o no detener a capos (y si se resisten, abatirlos), sino los criterios que debieran regir la persecución. A mi jucio, la política de decapitación debería de incluir los siguientes elementos:
En resumen, estoy a favor de que el gobierno federal siga persiguiendo capos: me voy a alegrar sobremanera el día en que caigan Lazcano o Treviño o el Mayo Zambada o La Tuta o el Chapo Guzmán. Sólo espero que, en su caída, se mitiguen los posibles efectos desestabilizadores, pero, sobre todo, se maximicen los efectos disuasivos. La decapitación es un arma poderosa: hay que utilizarla con prudencia y sentido estratégico.
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