Kinshasa, 11 de agosto de 2011.
Increíble, pero cierto: estamos a un mes de que se cumpla una década de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. ¡Caray! ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Usted se acuerda, querido lector, que hacía aquella mañana?
Esta bloguera estaba abriendo el ojo, porque había llegado muy tarde la noche anterior procedente de Dallas. Resulta que, originalmente, tenía que ir a Washington, D. C., por motivos de trabajo. De repente, me cambiaron la jugada y me mandaron a Arlington, Texas. Obviamente, hice un berrinche monumental. ¡Ni comparar un viaje con el otro! Sin embargo, acaté las órdenes y me fui a Texas, mientras que otras compañeras y amigas me bailaban la caperucita (visualice un “lero, lero” con baile) pues ellas sí iban a D. C.
Una vez en Texas, resultó que nada fue como esperaba. Por un lado, creí que me daría tiempo de hacer algo de window shopping, pero, ¡oh, sorpresa!, a quienes tenía que ver optaron por empezar a trabajar en cuanto puse una pata en el aeropuerto. Por otro, resultó una reunión mucho más amable, amena e interesante de lo que esperaba.
Debo hacerle otra confesión, querido lector: soy muy nerviosa para esto de tomar aviones. Me gusta estar en el aeropuerto con mil horas de antelación, por si todo fracasa. Infelizmente, cuando uno depende de que lo lleven al aeropuerto, no siempre se puede cumplir con ese caprichito. El 10 de septiembre de 2001 fue algo así. Mis anfitriones son de esos convencidos de que, con que uno llegue faltando un minuto para despegar, todo estará bien, así que se tardaron todo lo que quisieron para llevarme al aeropuerto.
Al final, llegué justo antes de que cerraran la puerta del vuelo y me trepé al avión. Llegué a México tarde y medio enferma, porque ya sabe usted que hay gente que usa el aire acondicionado como mecanismo de congelación criogénica para mantenerse jóvenes. Así las cosas, la mañana del 11 de septiembre me la tomé con calma y por eso pude ver, en tiempo real, a los dos aviones estrellarse contra las Torres Gemelas.
Si lo piensa, querido lector, eso definitivamente nos cambió la vida. La imagen la han repetido más que la muerte de Colosio a ritmo de aquello de “aaaaaay, la culebra”, lo cual ya es decir. Volar se volvió algo infinitamente más complicado, molesto e incierto. Pero quizá lo peor de todo es que, lo acepten o no y lo queramos o no, el 11-S sí acabó por dañar a Estados Unidos. Increíble pensar que 19 facinerosos con un cutter pudieran tirar dos torres y hacer cuadrado un pentágono. Si ocio mal dirigido hay en todas partes…
Hoy que ve uno al presidente Obama, avejentado, incapaz de conseguir un acuerdo con los republicanos para el tema de la deuda (o para cualquier otra cosa), es imposible dejar de pensar que eso mismo le pasa al país completo. En mi todavía corta vida (absténganse de carcajearse los que crean que nací en los años treinta), jamás había visto tantas malas noticias sobre Estados Unidos, tantas historias de desempleo, de niños que no tienen que comer, de cosas que no tienen solución… Quizá es que tuve una niñez en la que se acostumbraba pensar que Estados Unidos era un país todopoderoso, maligno a veces, según los abuelos que hablaban de la Coca Cola como “las aguas negras del imperialismo yanqui” y otras lindezas semejantes, pero siempre potencia.
Hoy ya no me queda tan claro que ése siga siendo el caso. Claro, si toca escoger a la nueva superpotencia entre lo que hay, vamos a tardar bastante y, con ojos de benevolencia, aún podríamos rescatar algunos rasgos de los estadounidenses que son superiores a los de otros países. Sin embargo, parece que, tras el 11-S, perdieron su mojo, ese encanto particular, casi mágico, que los hizo amos y señores del siglo XX, para bien o para mal.
Como he comentado otras veces en este espacio, eso es una mala noticia para nuestro país y para el resto del mundo. A la larga, quizá estamos ante un caso típico de “más vale malo conocido que bueno por conocer”. La pregunta queda, aunque suene a frase del Chapulín Colorado: y ahora, ¿quién podrá defendernos? Son casi diez años y aún no tenemos respuesta.
EsotÉrika
Palabrotas
casual (1).
(Del lat. casuālis).
1. adj. Que sucede por casualidad.
2. adj. Gram. Perteneciente o relativo al caso.
por un ~.
1. loc. adv. coloq. Por casualidad. ¿Has visto mi bolígrafo, por un casual?
casual (2).
(Voz indígena).
1. m. Hond. Construcción pequeña de madera, a modo de torre, en el patio de la casa, que se utiliza para guardar granos, como los de maíz, frijol o arroz.
Ejemplo: Si se dan cuenta, en español, eso de la “vestimenta casual” en realidad no existe.
Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 22ª ed., (DE, 10 de agosto, 2011: http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=casual).
* Creo que tiene usted claro, querido lector, que todo lo que aquí escribo es a título personal y no se vincula de manera alguna con las pobres almas o las instituciones que han decidido emplearme, ni antes ni ahora. Por si acaso, lo vuelvo a poner.
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