—Se la llevaron.
Nelson cruza los brazos sobre el polo azul marino que viste y comienza a dar vueltas en círculos con pasos erráticos, como si deambulara noqueado por un ring tras encajar un gancho eléctrico a la mandíbula.
—Se la llevaron —repite en un balbuceo casi inaudible el hondureño de 32 años, de cuyos ojos negros comienzan a brotar un par de lágrimas que le resbalan por las mejillas, recorren los pómulos angostos y se precipitan al vacío.
A continuación, el migrante hunde el rostro entre sus manos llenas de heridas. Y ahí, en el refugio que lo protege de las miradas, da rienda suelta a un llanto que primero fluye despacio, quedito, y segundos después desemboca en unas sonoras arcadas violentas que le agitan los hombros y el pecho.
Así permanece en silencio un par de minutos, hasta que, súbitamente, se restriega el llanto con el antebrazo, mira hacia un punto indefinido en las vías del ferrocarril, y con un hilo muy fino de voz maldice a los hijoeputas que lo hundieron en esta pesadilla.
—Los pandilleros me tiraron del tren —dice ahora con los puños apretados—. Y a mi esposa se la llevaron.
Diciembre de 2013. La tarde está tibia a pesar del invierno en La Patrona, una pequeña ranchería del municipio de Amatlán, en la zona centro de Veracruz, donde el aroma a café tostado que llega de los ingenios impregna el aire de un ligero aroma dulzón.
Apenas van a dar las seis, pero el sol comienza a languidecer y la espesa neblina ya inició su lento descenso por las laderas del cerro Motzorongo.
Nelson, algo más recompuesto tras dar un buche de agua de una botella, se sienta en el filo de la vía del tren desde donde observa el sendero que disecciona en dos mitades esta pequeña localidad conocida —y reconocida— por la labor humanitaria de “Las Patronas”, un grupo de mujeres que lanza bolsas con comida y agua a los migrantes centroamericanos que van encaramados a La Bestia, el viejo ferrocarril de carga que recorre México hasta llegar a la frontera norte con Estados Unidos.
De hecho, esta ranchería rodeada de cañaverales, donde según datos oficiales más de la mitad de sus habitantes son pobres o extremadamente pobres, es de los pocos santuarios migrantes que hay en Veracruz, un estado que durante años ha estado dominado por Los Zetas.
Durante años, especialmente en el sexenio de Felipe Calderón y la llamada “guerra contra el narco”, este grupo creó y propagó por buena parte del país, especialmente en la zona del golfo veracruzano y de Tamaulipas, células fuertemente armadas y extremadamente violentas que no solo se dedicaban al trasiego de drogas, sino que ampliaron el mercado delictivo a las extorsiones, secuestros, tráfico de migrantes, robo de combustible, la piratería y a otras actividades delictivas.
Un ejemplo de la influencia de Los Zetas se encuentra cerca de esta ranchería de Amatlán, a tan solo un par de kilómetros de La Patrona, en la vecina ciudad de Córdoba.
—Aquí no se vende ni una película pirata sin que Los Zetas le pongan el precio y se lleven su mochada —cuenta un joven empresario sentado en la cafetería del Hotel Verreynal, en el centro histórico de esta vieja ciudad colonial.
Precisamente, este empresario cuenta que, unas semanas antes de la entrevista, tuvo que vender su carro para pagar la extorsión a los Zetas que lo visitaron por sorpresa en su casa.
—Te dicen que para que no tengas broncas con la policía, ni con nadie, ellos te dan protección. Pero, obvio, te dejan bien claro que no es algo opcional. Tienes que pagar sí o sí, a huevo. De hecho, cuando van a visitarte ya saben todo de ti. Te dicen que tu hermana vive en tal sitio y que, además, acaba de tener un hijo. Te amedrentan con cosas así.
Y su caso, desde luego, no es único. Desde los empresarios “más picudos” hasta los más pequeños como él han recibido las visitas de los sicarios “del abecedario”, como llaman entre susurros apagados a Los Zetas en Córdoba.
—No hay negocio, discoteca, antro de moda, empresa del giro que quieras, o hasta téibols de mala muerte, que no tengan que pagarles el derecho de piso o lo que cínicamente esta gente llama el pago por “protección” —explica el joven empresario, que pide anonimato por obvias razones de seguridad.
Además, Los Zetas encontraron otro gran negocio: el tráfico de personas y la migración indocumentada. Otro negocio para el que, como si se tratara de una franquicia del crimen, subcontratan a otras bandas para atender sus negocios de sangre, como la Mara Salvatrucha 13. La pandilla centroamericana que le jodió la vida a Nelson y a su esposa.
La cocina del pequeño albergue de Las Patronas está en silencio. Sobre los fogones, unas enormes ollas de acero inoxidable hierven a fuego lento un par de kilos de frijoles negros y de arroz blanco, y una repentina brisa de aire mece un par de bolsas repletas de pan que se amontonan en unas bandejas negras de plástico.
Nelson, que observa un grafitimural de la Virgen de Guadalupe que hay pintado sobre una pared fucsia en la entrada del albergue, agradece el plato de comida que le tiende la mano de doña Leónida, “la patrona abuela”; una señora enjuta, de rostro agrietado y de sonrisa permanente.
A unos pocos metros de la cocina está el patio del albergue, un rectángulo de unos pocos metros cuadrados donde cohabitan una perra que dormita junto a sus cuatro crías, gallinas, gallos y una docena de pollos. Desde el patio, se puede atravesar y salir rápido a las vías del tren que vienen de la zona centro de Veracruz, y que transcurren hacia el norte rumbo a Fortín de las Flores, y de ahí para la ciudad de Orizaba.
Mientras se cocina la comida a fuego lento, doña Leónida sumerge las manos en un enorme barreño azul de plástico y, absorta, comienza a buscar piedras entre los frijoles negros que estudia con detenimiento.
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De pronto, un rumor lejano la saca del trance.
—Ya viene el tren —saca las manos del barreño y dirige la mirada hacia los pájaros negros, muy parecidos a los cuervos, que salen disparados de las copas de unos árboles.
En efecto, allá por donde se pierde el sendero de hierro se escucha un murmullo que crece rápidamente, hasta que da paso a un temblor en el suelo que desata un leve cosquilleo en la planta de los pies.
A los lejos, La Bestia ruge exhalando alaridos metálicos acompañados del siniestro tintineo de una campanita.
La mole de hierro va a toda velocidad. Tanto, que a los voluntarios jesuitas que ayudan a Las Patronas a repartir la comida les cuesta mantenerse en pie por las turbulencias que genera el ferrocarril, que sigue rugiendo furioso.
—¡Chavos, tengan cuidado! ¡No se acerquen tanto! —grita la patrona Norma Romero, una mujer grandota de pelo chino y güero que ha visto con sus ojos demasiadas historias de migrantes, que, vencidos por el sueño o por un simple resbalón o un mal paso, desaparecieron para siempre entre las fauces de La Bestia.
Arriba del tren, encaramados en posturas imposibles a los fierros de los vagones que transportan cemento y arena, los migrantes gritan de alegría, lanzan “vivas”, agitan sus gorras al viento y reparten besos y bendiciones a quienes les estiran, literalmente, el brazo para acercarles una bolsita con una botella de agua y un taco de arroz y frijoles.
—¡Gracias, abuela! —le gritan a doña Leónida—. ¡Gracias, madre! ¡Que Dios me la bendiga!
Tras dos o tres minutos que parecen eternos, una lucecita roja que se va haciendo cada vez más pequeña marca el paso del último vagón del ferrocarril, que continúa rugiendo para avisar de su paso a las poblaciones vecinas y a los coches que esperan junto a una señal con forma de X que advierte “Cuidado con el tren”.
Después, lentamente el silencio y el sonido relajante de los grillos vuelven a serenar las pulsaciones de La Patrona.
Los voluntarios y Norma Romero recogen las cajas de comida que sobraron, y aun con la respiración y la adrenalina disparadas vuelven al albergue. Todos lo hacen, menos Nelson, quien sigue con la mirada fija en la lucecita roja que ya es solo un punto lejano en el ocaso.
De ese tren, de “ese maldito tren”, lamenta el migrante con voz cavernosa, lo aventaron los pandilleros hace solo unas horas antes, en la mañana, cuando otro ferrocarril se abría paso entre caminos inundados de cañaverales entre las poblaciones de Tezonapa y Cosolapa, a unos 50 kilómetros de La Patrona.
—Los hijueputas querían matarme —murmura de nuevo con rabia, masticando cada palabra, y señalando con el índice hacia las vías, como si los malandros aún estuvieran ahí, frente a él.
Nelson respira hondo, se sienta de nuevo sobre los rieles, apoya los codos sobre las rodillas, y regresa varios días y miles de kilómetros atrás, hasta llegar a Honduras. Allí, en una ciudad de la que, desconfiado, dice que prefiere no dar el nombre, vivía junto con su esposa, una joven de 26 años que, según la describe, es chaparra, tiene el pelo rubio pintado, ojos aceitunados y la tez cobriza como la suya.
Con ella tuvo a sus dos niños, de cinco y tres años, que dejó a cargo de unos familiares, aunque tampoco quiere dar más detalles.
Lo que sí cuenta es que en Honduras se pasa muy mal por lo que ya se sabe: la eterna mala situación económica de Centroamérica y, sobre todo, por las pandillas. La MS13 y Barrio 18.
—Allá en mi país, la Mara lo vigila todo. Y te pide piso por todo.
Tanto es así, asegura, que para poder huir de su colonia tuvo que sobornar a los policías para que no le dieran el pitazo a los pandilleros. Porque en su país, insiste, si no pagas a los mareros para que te den su permiso para salir de la colonia, pues no sales.
Aun así, él y su esposa tomaron la decisión: vendieron una vieja camioneta con la que Nelson iba a hacer trabajos de albañilería, o lo que le cayera, y unos pocos electrodomésticos. Con eso y unos ahorros lograron escapar de la colonia.
A partir de ahí, el viaje fue rápido. Tras un par de días, llegaron a la frontera sur de México y Guatemala. En Tapachula, la ciudad chiapaneca fronteriza, tuvieron que pagar las clásicas mordidas, los sobornos para la policía mexicana y para la migra.
—Lo normal, pues —asegura el migrante encogiendo los hombros para explicar que eso era parte de lo presupuestado antes de tomar la mochila y tirarse a la calle en busca de las vías del tren.
Pero, sobornos al margen, lo cierto es que todo marchaba bien para el matrimonio.
Muy bien.
Tanto que, a pesar de que el camino que restaba aún era largo, la pareja ya venía platicando y haciéndose preguntas de cómo sería su nueva vida en San Antonio, la ciudad texana a la que pretendían llegar para reunirse con unos familiares que les darían una mano para conseguir trabajo y empezar a reunir dólares.
—Mi esposa quería poner allá un negocio de comida. Tener su propio restaurante —cuenta Nelson de nuevo con la mirada fija en el sendero ocre de las vías, ya casi invisible por la inminente llegada de la noche.
Ese era el sueño de su pareja, cuenta el hondureño. Hasta que llegaron aquí, a Veracruz, cuando, arriba del tren, escondidos en uno de los huecos de los vagones, Nelson escuchó que alguien le gritó un “¿qué pasó, perro?” que le cortó la respiración.
—Nos subimos al tren buscando una vida normal, ¿sabés? Sin violencia. Sin impuestos de guerra, sin mareros. Solo queríamos vivir tranquilos.
Pero todo se fue al traste en segundos. El tiempo en el que, al ver los machetes de los tipos que los amenazaban, el migrante cayó en la cuenta de que ni estando a más de mil kilómetros de la colonia podían zafarse de los tentáculos de la Mara.
Ya está oscuro en La Patrona, pero en los ojos de Nelson se atisba un flashazo relampagueante de luz.
Los balbuceos casi inaudibles de sus primeras respuestas quedaron atrás. Ahora habla rápido. Frenético. Pam. Pam. Con los ojos moviéndose para todas partes, escupe como una pistola cómo transcurrieron esos minutos en los que tres pandilleros lo amenazaron con el filo de los machetes y le dijeron que para viajar en el tren había que tener el permiso de la Mara. Y pagar, claro.
—Querían 100 dólares por mí y otros 100 por mi esposa. Nos dijeron que esa era el precio de La Bestia.
Aunque ese dinero, explica Nelson, era solo para cubrir el trayecto de apenas 90 kilómetros que va de Tierra Blanca, la ciudad donde se treparon al tren, hasta Córdoba. A partir de ahí, para continuar subiendo por Orizaba hasta Puebla, otros 100 dólares por cabeza. Y así de manera indefinida hasta llegar a la Ciudad de México, donde el camino se divide en varias rutas posibles hacia el norte del país.
Nelson cuenta que en el tren, entre los huecos de los vagones, y arriba, en el techo, otros cientos de migrantes también recibieron la amenaza de los mareros para cobrarles el precio del “pasaje” de La Bestia. Como si más que un viejo ferrocarril de carga, aquello pareciera uno de los trenes de capitales europeas, donde un señor de uniforme y gorra pasa con una maquinita para cobrar el boleto a Londres o Praga. Solo que aquí los tres mareros no sonreían precisamente, dice Nelson tragando saliva. Y no llevaban ninguna maquinita para cobrar, sino un machete y la amenaza de que a quien no pagara lo bajarían “volando” del ferrocarril.
—Antes de llegar a Tierra Blanca —prosigue el hondureño— estuvimos trabajando unos días allá por Coatzacoalcos, donde conseguimos reunir unos 500 pesos. Pero, mirá, ese dinero se nos fue así de rápido —chasquea los dedos—. Solo en comida y en comprar unas cobijas nuevas para pasar la noche, el pisto se perdió.
Por eso, cuando los mareros aparecieron de la nada y les pidieron para el “pasaje”, Nelson supo que estaba en serios problemas. Aunque, aún cándido, inocente, extremadamente inocente, asegura que jamás imaginó el desenlace que lo tiene sentado en las vías del tren de La Patrona, solo, angustiado y con la cara hundida entre las manos.
—En ese momento, me quedé… no sé. Me quedé como hipnotizado, ¿sabés? —Clava de nuevo la mirada en las piedras que salpican el suelo—. Ahora pienso que pude haber hecho muchas cosas. Debí decirle a mi mujer que nos tiráramos juntos del tren.
Pero no podía hablar. No reaccionaba por miedo. Me quedé esperando a que esos malditos tuvieran algo de compasión. Nelson toma una piedra entre sus manos y la avienta hacia las vías en un gesto de rabia, de impotencia.
Tras un silencio que solo interrumpe el cri-cri de los grillos que adornan los sonidos de la noche, admite que su error, “el gran error”, fue el desconocimiento de lo que enfrentaban él y su pareja en el camino hacia esa ansiada vida que supuestamente iba a ser mejor para su familia.
No sabían que los grupos del crimen organizado, además de las drogas, también se disputan el control de la ruta migratoria mexicana que inicia en Tabasco y Chiapas, pasa por todo el golfo de Veracruz y Tamaulipas, y llega a la frontera norte, donde para cruzar también se necesita el permiso de otros cárteles, como el del Golfo, que también demanda su pedazo del pastel.
—No sabíamos nada de eso —niega con la cabeza Nelson, como si le estuvieran hablando de algo muy complicado—. Pero pensé que, al ver que no cargábamos dinero, nos dejarían seguir. Que no nos harían nada, pues.
Pero sí les hicieron: sin pensarlo dos veces, cuando Nelson respondió que no tenía para pagar la cuota, los pandilleros lo agarraron del polo azul marino que todavía viste y lo aventaron del tren en marcha con la facilidad de quien se deshace de una colilla y la aplasta contra el suelo. Y a su esposa, en mitad de un griterío, se la llevaron.
—No sé nada de ella. Nada. No me han llamado para un rescate, ni sé dónde puede estar, ni si le están haciendo algo…
El hondureño tiene vértigo de terminar la frase. Su voz se ha tornado áspera otra vez, apagada. Y tras la adrenalina de la narración, sus ojos enrojecidos por el llanto y el cansancio vuelven a ser un par de oquedades vacías sin expresión.
A continuación, Nelson aspira una bocanada de aire. Lanza otra piedra a ninguna parte y concluye los puntos suspensivos.
—No sé si ya la mataron.
Una oscuridad impenetrable termina por precipitarse sobre La Patrona, que descansa en silencio con el arrullo de los grillos y el viento frío que acaricia los campos de caña que brotan de estas tierras fértiles.
Son poco más de las 10:00 de la noche en el comedor del albergue. Algunos migrantes y los voluntarios jesuitas ya se fueron a dormir a las pequeñas habitaciones ecológicas que recientemente construyeron Las Patronas gracias a las donaciones recibidas de ong internacionales. Pero un pequeño grupo de migrantes aún permanece sentado en sillas de plástico alrededor de una mesa.
Están platicando al amparo de una luz tenue y amarillenta que sale muy frágil de un foco desnudo, mientras unos dan chupadas a un cigarro con las caras envueltas en una densa neblina violácea, y otros prefieren ver fotografías en sus celulares y se preguntan si sus hijos ya estarán dormidos.
Más que un albergue, por momentos este lugar parece un campo de refugiados en mitad de una noche estrellada, como esos que se ven en las películas sobre guerras tribales en África, donde todos, absolutamente todos tienen una historia muy parecida de violencia por la que salieron huyendo de Centroamérica.
Y de eso es de lo que hablan los migrantes en mitad de una atmósfera de murmullos apagados que huele a café recién hecho. Todos, menos Nelson, que permanece en silencio con los dedos de las manos entrelazadas, la espalda encorvada, los ojos hundidos en el suelo, y en un rincón sin hablar con nadie. No parece descabellado imaginar que en su mente esté repitiendo una y otra vez la escena en la que, como si fuera una película, cae del tren tratando de aferrarse a las manos de su esposa que, en un abrir y cerrar de ojos, se aleja de él y desaparece.
Junto al hondureño, una lona hecha con un pedazo de sábana y que reza “La Patrona, la esperanza del migrante” contrasta con su rostro emborronado por la oscuridad.
—Qué mal lo de ese vato —murmura con voz queda y una expresión sinceramente compungida Alfredo Antonio López, un migrante salvadoreño de unos cuarenta y pocos de años, alto, moreno, espigado, fibroso, y que luce una media melena de pelo negro azabache.
Alfredo, que viste unos pantalones tejanos y una camisa a cuadros estilo norteña que le donaron en el albergue, es un tipo con un carisma peculiar. Uno de esos tipos que llega a un lugar y de inmediato se hace el centro de la fiesta con anécdotas, chistes y con una actitud alegre que contagia al resto.
—Yo a la adversidad no le pongo cara de perro. Le pongo cara de tigre —dijo con una risotada de enormes dientes blancos en la tarde, cuando horas antes el periodista lo cuestionó por las adversidades que los centroamericanos enfrentan en el camino hacia el norte.
Pero ahora, en la noche, cuando habla de Nelson la sonrisa desaparece. Él fue el primero que lo vio llegar en la mañana caminando desorientado, como si más que un migrante pareciera el sobreviviente de un aparatoso accidente de tráfico que salió del carro trastabillando tras dar varias vueltas de campana sobre el asfalto. Él fue el primero en salir en su ayuda. El primero en arrancarle unos pocos balbuceos. El primero en tenderle la mano.
—Mira, brother, los mareros y esos mentados Zetas son los que están haciendo que ir en ese tren sea un puto infierno —explica el salvadoreño, que da con fruición una calada a un cigarro y luego observa con cierta teatralidad el punto rojo de la brasa incandescente.
“Por eso —añade soltando el humo con los ojos negros ligeramente entornados—, entre migrantes nos decimos que, si pasás Veracruz, ya casi la hiciste, porque ya podés ir un poco más tranquilo, respirar mejor, ¿sabés? Porque pasar por acá es muy peligroso. Tanto si subís para Estados Unidos como si bajás de vuelta de allá.
Alfredo asegura que sabe bien de lo que habla: esta es la tercera vez que va “pal norte” tras ser deportado, regresar a El Salvador y volver a intentarlo. Y es ahora cuando la situación en el tren ha explotado, subraya apuntando a Nelson con el cigarro sujeto en una pinza formada por sus alargados dedos índice y corazón, soltando el humo por los dos orificios de nariz aguileña, y con la ceniza a punto de precipitarse al vacío.
Antes, dice encogiéndose de hombros, el tren también era peligroso, claro. También había robos, agresiones y violaciones. Y también se cometían masacres, como la de San Fernando, en Tamaulipas, donde en 2010 Los Zetas asesinaron a 72 migrantes que tiraron a una fosa clandestina, un hecho horripilante que dio la vuelta al mundo.
Pero eso era más para arriba, allá casi en la frontera, dice Alfredo con la mirada puesta en el cielo constelado de La Patrona. Acá, en esta parte del trayecto, la preocupación más bien era protegerte de los asaltos de rateros comunes. O no caerte mientras corres tratando de subir a La Bestia. O no quedarte dormido y despertar cuando ya no hay marcha atrás y un amasijo de ruedas de acero te hacen picadillo.
Pero no muchos migrantes sabían todavía lo de las cuotas del narco, apunta. Ni de los 100 dólares, el precio de La Bestia. Ni de los retenes de Los Zetas en mitad de caminos solitarios para bloquear el paso del tren. Ni de las amenazas o del contubernio entre el narco y los maquinistas para que detengan el convoy, y así los sicarios puedan subir a los vagones a surtirse de mujeres para los prostíbulos que controlan y de manos de hombres a los que obligan a trabajar para el cártel.
Casi nadie había escuchado tampoco de las terroríficas casas de seguridad que Los Zetas tienen desperdigadas junto a las vías del tren en varios puntos de Veracruz, como Tierra Blanca, Medias Aguas, Acayucan o Coatzacoalcos, donde tablean a los migrantes y los torturan para que, en Estados Unidos o en Centroamérica, paguen el dinero que exigen a cambio de no mandarlos hechos pedacitos a sus familiares.
—Casi nadie sabía de todo eso —resume Alfredo tras darle una última calada al cigarro y aplastarlo en la suela de su bota picuda—. Pero ahora, brother, ya todos sabemos que Veracruz es el puto infierno de los migrantes.
A las 6:00 de la mañana, cuando el alba apenas comienza a despuntar, un aroma a leña quemándose a fuego lento y a tortillas de maíz recién palmeadas despereza a La Patrona.
En la cocina del albergue, las patronas doña Bernarda Romero y su madre, doña Leónida, se afanan para tener todo listo: inmensas ollas con frijoles negros y arroz rojo hierven a fuego lento, y una docena de cazuelas de barro con huevos revueltos y salsas ya están sobre una alargada mesa de plástico, donde hay un par de jarras de agua de jamaica.
Es una mañana atípica en La Patrona, con más movimiento del habitual. El motivo es que en la madrugada, sobre las cuatro, llegó el autobús de la caravana de madres migrantes que, tras un par de semanas de odisea recorriendo fosas clandestinas, hospitales y cárceles de buena parte de México, ya va de regreso a Centroamérica.
Los medios de comunicación locales y algunos nacionales e internacionales que llegaron en la noche comienzan a arremolinarse en torno a las madres migrantes, que todas sin excepción llevan colgadas del cuello las fotografías plastificadas con el rostro, los nombres y las edades de sus hijos, hijas, hermanos, esposos y padres, quienes un día desaparecieron sin dejar rastro a su paso por México cuando buscaban el sueño del norte.
En un segundo plano, aún sin hablar con nadie, Nelson observa con curiosidad la fotografía de los desaparecidos y escucha a las madres. Escucha, por ejemplo, la historia de Jaqueline María Jirón Silva, una niña nicaragüense de 11 años que fue secuestrada por una banda de trata de blancas en el balneario Paso Caballos, en Corinto, Nicaragua.
Su madre, María Jesús Silva, nicaragüense que emigró a Costa Rica para trabajar como empleada de limpieza, narra su odisea buscando a su hija sin la ayuda de las autoridades de su país, en una historia de corrupción e impunidad que bien podría haber sucedido en México.
De hecho, como miles de historias de madres y padres que buscan a sus hijos en México, lo poco que se sabe del caso hasta ahora ha sido por ella, por las investigaciones que hizo arriesgando la vida en más de una ocasión al internarse los prostíbulos de Honduras, Guatemala, El Salvador y de Tapachula, en la frontera sur de México.
Hasta el momento, cuenta María Jesús emocionada y casi sin aliento, lo único que se sabe es que su niña fue secuestrada por una mujer que se la llevó en un automóvil blanco y que cruzó ilegalmente a Honduras por el paso de El Guasaule, con la muy oportuna vista distraída de los agentes de migración de ambos países. A partir de ahí, aunque algunas informaciones publicadas en medios de Centroamérica apuntan a que la niña fue vendida a un prostíbulo en Guatemala, lo cierto es que la suerte que corrió la menor es un misterio.
Después de escuchar a María Jesús, Nelson clava de nuevo la vista en el suelo. El caso de la niña Jaqueline tiene ya años. Pero el suyo, el de su esposa, es reciente. De apenas horas. Tal vez por eso su mirada enrojecida por el sueño vuelve a ser inquieta, nerviosa, desesperada.
Pero no todas las historias de la caravana son tragedias. También hay buenas noticias. Sin duda, una de las más llamativas es la de Narcisa del Socorro Gómez, también nicaragüense. Ella encontró en Tijuana a su hijo Eugenio Maldonado, después de 10 años de no tener noticias suyas y de darlo por muerto.
—Es un milagro que me concedió el Señor —dice apuntando al cielo la mujer, muy delgada, enjuta, bajita, y con una sonrisa aún temblorosa por la emoción de abrazar a su hijo, que la mira también con lágrimas en los ojos.
Junto a ella, aprovechando la sombra de uno de los muchos árboles frondosos que crecen descontrolados en La Patrona, la salvadoreña Noemí Méndez es otra de las notas insólitas de la caravana: encontró en Guadalajara, Jalisco, a su hermana Sonia después de 38 años desaparecida.
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—El mensaje que puedo dar a todas estas madres y a todos los que buscan a sus seres queridos desaparecidos en México es que no cesen en la lucha. Que mantengan la esperanza, porque, tarde o temprano, sus familiares van a aparecer —dice la mujer llorando de alegría.
Es de noche de nuevo, aunque todavía puede apreciarse una pequeña franja morada en el cielo por encima de los cerros. Tras el carrusel de emociones que trajeron las madres migrantes, el pequeño albergue de las patronas reposa en silencio. Solo se escuchan de nuevo los grillos, el canto de un gallo norteado y el cuchicheo de un par de migrantes que perfilan los preparativos para su partida a la mañana siguiente.
Con el respaldo de la silla de plástico ligeramente inclinado y apoyado sobre la pared de ladrillos desnuda de pintura, Nelson observa la nada en silencio con el rostro velado al contraluz de un foco.
El centroamericano continúa rumiando su pesadilla, aunque ahora está algo más sereno. Cuando despunte el sol por la mañana, anuncia, va a tomar el destartalado autobús de los años setenta que pasa por la ranchería para ir a Córdoba. Allí, con el apoyo de los voluntarios jesuitas que están en el albergue, levantará una denuncia por el secuestro de su pareja.
Después de eso, se vuelve para Honduras. Ya no quiere llegar al norte. No sin su esposa, repite varias veces. Por eso, va a aprovechar el paso de la caravana de madres migrantes para regresar con ellas de una forma más segura, evitando el tren y el infierno de Los Zetas en Veracruz.
Una vez en su país, Nelson asegura ahora con fuerzas renovadas que tiene un plan: quiere trabajar durante unos meses para reunir algo de dinero y volver a México a buscar a su esposa.
—Lo voy a intentar —se anima el migrante, tal vez impulsado por las historias de la caravana—. Sé que va a ser muy complicado, pero tengo fe en que lo voy a lograr. Primero Dios, voy a encontrar a mi esposa.
* Esta es una crónica inédita que se publicó por primera vez en Vivir con el narco.
La pareja gobernante se convertiría en “coordinadora” de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, ordenó este miércoles una amplia reforma de la Constitución de su país que le otorgaría a él y a su esposa, Rosario Murillo, el poder absoluto sobre los tres poderes del Estado.
El ejecutivo de Ortega presentó la propuesta de “Ley de protección de los nicaragüenses ante sanciones y agresiones externas” a la Asamblea Nacional para que la tramite con carácter urgente, informaron medios locales y agencias.
Con la reforma, Rosario Murillo, que es la vicepresidenta del país, pasaría a ser “copresidenta”, una nueva figura que se incorpora a la carta magna.
Según la reforma, la pareja gobernante se convertiría en “coordinadora” de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, que hasta ahora la Constitución reconocía como independientes.
El presidente de la Asamblea Nacional, Gustavo Porras, adelantó que la ley será aprobada en los próximos días, previsiblemente este mismo viernes.
La reforma afectará a más de 100 artículos de la actual Constitución que el gobierno de Ortega ya ha enmendado en 12 ocasiones desde 2007, incluida una que le permitió ser reelegido de forma indefinida en el cargo.
Otra de las enmiendas propuestas permitirá cesar de su cargo a los funcionarios públicos que disientan de los “principios fundamentales” del régimen, una práctica que ya se venía dando de forma no oficial, según denuncian organizaciones.
La reforma también limitará aún más la libertad de expresión a cuando esta “no transgreda el derecho de otra persona, de la comunidad y los principios de seguridad, paz y bienestar establecidos en la Constitución”.
Además, la bandera del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), el partido de Ortega que gobierna el país, se oficializa como símbolo patrio junto a la bandera nicaragüense azul y blanca, el himno y el escudo nacional.
Se espera que la reforma constitucional tenga el visto bueno de la Asamblea Nacional, donde 75 de los 91 diputados son del FSLN y el resto no suelen oponerse a las iniciativas que allí se presentan.
Ortega, de 79 años, eliminó los límites que la Constitución establecía para el mandato de un presidente, lo que le ha permitido renovar su cargo varias veces desde 2007 en procesos electorales considerados fraudulentos por varios países y organizaciones internacionales.
Su esposa, Rosario Murillo, gobierna junto a él como vicepresidenta de Nicaragua desde el año 2017.
Ambos renovaron sus cargos tras las elecciones de 2021, que se celebraron con los principales candidatos de la oposición suspendidos y encarcelados, y fueron consideradas un fraude por gran parte de occidente y organizaciones internacionales.
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