“Lo que ocurría en el mundo virtual, en el que la belleza existía para ser objeto de odio y vejación, era más sugestivo que lo que ocurría en el mundo real, donde la belleza no parecía tener ningún propósito“.
Jonathan Franzen, tomado de la novela “Pureza”.
Han transcurrido ya prácticamente ocho meses desde que el confinamiento inició en este país. Los memes que circularon al inicio de la pandemia -particularmente se hizo popular aquel aparecido a principios de abril, en el que Buzz Lightyear miraba al vaquero Woody, de Toy Story, diciéndole entusiasta que el encierro duraría “hasta mayo y más allá”- se han vuelto inopinadamente viejos y es real que, aunque el humor sigue fluyendo como la mejor defensa ante la realidad persistentemente adversa, no se mira para cuándo dejaremos de percibir una parte de nuestra actividad cotidiana circunscrita al espacio de nuestra pantalla.
Fue Bill Gates quien, en una exclusiva concedida a la revista estadunidense Wired, allá por agosto (justo cuando una buena parte de la población se hacía cada vez con mayor resignación a la idea de que, por decirlo en términos muy mexicanos, la cosa iba para largo), adelantó al mundo que el fin de la pandemia llegaría, sí, a todos los rincones del planeta, pero en fechas muy distintas. La situación de siempre: los países ricos se harán, más allá de compromisos y acuerdos, con la vacuna tan pronto como esta se encuentre disponible y los pobres habrán de esperar, con paciencia de pobres, que el remedio llegue a sus vidas cuando su economía lo determine. “El mundo rico seguro que debería poder terminar con la pandemia a finales de 2021, y el resto de los países a finales de 2022”. Sí. Según lo apuntó el creador del sistema operativo que usa la mayoría de los seres humanos en el planeta, debemos resignarnos a seguir teniendo reuniones por zoom hasta fines de la primavera…y más allá.
Mirado desde la superficie y a la luz de los hechos confirmados durante esta semana (Pfizer asegura que su vacuna en desarrollo presenta hasta el momento un “90% de efectividad”, Rusia no quiere quedarse atrás y afirma que la suya ostenta un 92% de eficacia y creciendo), nada debería ser tan problemático: cosa de tener paciencia, aguardar el feliz momento de la llegada de la vacuna a nuestro barrio y esperar la mañana en que habremos de arremangar el brazo elegido frente a la enfermera, pero como dice el pequeño maestro, filósofo oriental, que todos llevamos dentro: las cosas son simples, por eso son tan complicadas. No es solo la espera. Es el tiempo que aún gastaremos esperando: se trata del mundo encerrado al interior de nuestra pantalla, de los compañeros de trabajo a los que prácticamente no hemos visto en tercera dimensión desde el inicio de la primavera y se trata también de toda esa gente con la que, por las más diversas razones, hemos trabado algún tipo de relación ya sea laboral o amistosa a lo largo de este año sin haberla visto en su volumétrica presentación de carne y hueso jamás. Se trata de una pandemia, larga como todas las pandemias y se trata, finalmente, de la palabra que orbita nuestro subconsciente desde que todo esto empezó: incertidumbre.
El mundo no es más una esfera. Se ha vuelto un rectangulito.
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