Con un corto documental, Aprender a Vivir con el Narco narra la experiencia de los Muñoz, una familia que no sólo lleva cuatro años en la búsqueda de ocho hombres de la familia, víctimas de desaparición forzada. También lucha contra los estigmas, la depresión, intenta sobrevivir con pocos ingresos y lucha por cobrar pensiones y seguros de jefes de familia que no se sabe si están muertos, pero tampoco si están vivos.
La adolescencia de Irving, joven de Ciudad Juárez, transcurrió entre las zonas más peligrosas de la frontera y entre compañeros que dejaron las aulas para sumarse a las pandillas o trabajar en las maquilas. Su elección fue quedarse en la escuela.
Una joven de ese estado narra cómo ha crecido entre asesinatos, paranoia, extorsiones y medios que reflejan la violencia sin sensibilidad. Cómo en su ciudad, centro turístico, el miedo es un huésped que llegó para quedarse. “Me niego a normalizar las condiciones en las que vivimos”.
Ecatepec, Coacalco, Tecámac. Las zonas del Estado de México colindantes con el Distrito Federal están cercadas por el crimen organizado. La forma de protegerse es cerrar colonias, organizarse para acompañarse a cualquier traslado y unirse a grupos de Facebook para conocer las situaciones de riesgo.
Con miedo, pero hastiados de ver a jóvenes muertos o secuestrados, vecinos en Morelos crearon redes solidarias. Compartieron teléfonos, acompañaron a los más chicos a las paradas de autobuses. Son acciones que no paran la delincuencia, pero el respaldo mutuo los ayuda a sentirse fuertes.
Mes con mes, personas armadas llegaban a cobrar al negocio o a la casa de una familia de la capital, territorio pacífico en apariencia, comparado con lo que ocurre en el resto del país. Ellos tuvieron que huir, el hogar quedó abandonado y el patrimonio de toda una vida se perdió. Los extorsionadores siguen libres.
En este estado, el ‘derecho de piso’ no es la única manera de extorsionar a los propietarios de negocios. El narco obliga a algunos a vender droga a cambio de dinero y protección. Negarse es jugarse la vida y con ello, romper a las familias, que jamás recuperan la tranquilidad.
¿Quién cuida al hijo de una mujer desaparecida y de un hombre asesinado por el crimen organizado? ¿Cómo es crecer en una colonia marginal de la que fuera la ciudad más peligrosa de México? Así es la vida de un niño que tuvo la mala fortuna de desarrollarse entre criminales y balaceras.
Miles de mujeres del Estado de México recorren, a diario, el mismo camino donde otras han terminado asesinadas o desaparecidas. En este municipio de la periferia del Valle de México, donde ya se ha emitido una alerta de género, viajar sola es arriesgar la tranquilidad, el sueldo, la integridad —y hasta la vida— con una simple acción cotidiana: subir al transporte público.
Si las clínicas están vacías no es solamente porque faltan doctores, sino porque se niegan a servir en zonas dominadas por la delincuencia organizada. En hospitales cuya infraestructura no garantiza que ellos —que cuidan vidas— puedan salvaguardar la propia. El crimen nos ha quitado hasta el derecho a una atención médica digna.
Calles antes atiborradas de turistas, que hoy están vacías. Artesanos a punto de la quiebra. Hoteleros con las habitaciones vacías. Los efectos del crimen organizado en esta entidad no sólo ponen a la población en riesgo de sufrir una agresión, sino que los dejan sin manera de subsistir. Los visitantes se han alejado por miedo.
Una iglesia en la que no se celebran misas. Una cárcel en la que ya no queda a quién encerrar. Apoyos públicos que nadie pasa a recoger… En dos semanas, 400 personas del pequeño pueblo de Tlanipatlán de las Limas, en Teloloapan, Guerrero, huyeron atemorizados por la delincuencia organizada.
Para los y las jóvenes de la capital tamaulipeca se acabaron las quinceañeras y las noches de ‘antro’. Incluso conseguirse un novio puede ser un riesgo. Aquí, la sociedad marcó una hora en la noche para ya no salir a la calle y es mejor seguir la regla. Esta es la vida en la ciudad mexicana con la mayor tasa de secuestros.
Hay pistas para reconocer una fosa con restos humanos: la tierra floja, enterrar una varilla y que penetre con facilidad, sacarla impregnada de un olor que, una vez percibido, se queda en la memoria para siempre. Cuando un familiar desaparece a manos del narco o de las fuerzas federales, ser buscador de cuerpos se vuelve un oficio.
Encapuchados que reclutan niños en secundarias con la promesa de dinero fácil. Comerciantes que no saben si hablar del crimen y ahuyentar a los turistas, o si callan y trabajan bajo riesgo. Así se vive en los pueblos de la sierra tarahumara cuando el narco es quien manda.
Para hacer montañismo se necesitan botas especiales, ropa térmica, un costoso equipo de alpinismo... pero hay algo que no se puede olvidar: avisarle a la policía. Una actividad recreativa se ha convertido en un deporte de riesgo mayor porque al crimen organizado no lo detiene ni siquiera una cumbre.
En las aulas de Guerrero no sólo se aprenden lecciones de educación básica. También se aprende a protegerse del crimen organizado. Fuerzas estatales, federales y de seguridad privada resguardan a alumnos que se han enfrentado a balaceras y a directivos y jefes de familia que, constantemente, son víctimas de extorsiones.
Quien viaja a la frontera corre el riesgo de desaparecer. En esas vías han ocurrido secuestros de camiones, asesinatos… La Policía Federal debe escoltar a caravanas de ciudadanos. Las líneas de autobuses capacitaron a choferes para enfrentar a retenes del crimen organizado. Este es un viaje por carreteras donde acecha el narco.
Los jefes de redacción y los reporteros de radio, prensa y televisión han tenido que trabajar con las reglas del cártel que mande en el estado. El que no las acepta, las rompe o las evade es castigado. Así se descompuso en esta región el derecho a informar y ser informado.
La comunidad de Las Cuatas se quedó sin empleos, apoyos públicos y hasta sin una tienda Diconsa. Esta comunidad cañera peleó por años para tener estos beneficios, pero en territorio Zeta, incluso surtir una tienda popular es jugarse la vida. Hoy, a estos veracruzanos no les queda otra que gastar más, viajar y arriesgarse.
Tres de cada cuatro mexicanos viven con miedo. Y no sólo las víctimas de un crimen. También quienes se han visto obligados a cambiar sus rutinas, a voltear sobre su hombro para ver si alguien los sigue, a viajar escoltados por la policía… ¿Qué hemos hecho para plantarle cara al miedo cuando el Estado falla al garantizar la seguridad mínima?