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Estaban esperando para matarnos: Los sobrevivientes narran cómo fue la masacre del 2 de octubre
Estaban esperando para matarnos: Los sobrevivientes narran cómo fue la masacre del 2 de octubre
18 minutos de lectura
Estaban esperando para matarnos: Los sobrevivientes narran cómo fue la masacre del 2 de octubre
03 de octubre, 2018
Por: Viétnika Batres
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Nota del editor: Desde el 23 de julio, Animal Político presenta materiales periodísticos para conocer los hechos, nombres y momentos clave del movimiento estudiantil del 68 que se vivió en México.

La cronología se publica en tiempo real, a fin de transmitir la intensidad con que se vivieron esos días y se tenga, así, una mejor comprensión de cómo surgió y fue frenado a un precio muy alto el movimiento político social más importante del siglo XX.

Queda mucho por saber y entender: 50 años después aún no sabemos por qué una riña estudiantil –como muchas que hubo previamente– detonó la brutal represión del gobierno.

Lo que es cierto es que el 68 fue, es mucho más que la masacre del 2 de octubre. Hubo un contexto que lo explica. Y eso es lo que les presentamos aquí: 

Ciudad de México, 3 de octubre de 1968.- Tlatelolco amaneció de luto, aún húmedo de lluvia y líquido de tuberías y tinacos reventados a punta de metralla, pero sobre todo, ensangrentado. No hay agua que pueda lavar tanta sangre de civiles desarmados asesinados hace unas horas en esta plaza que reúne tres civilizaciones, tres eras que han derramado la sangre de hombres, mujeres y niños inocentes.

Los testimonios que siguen a continuación coinciden en detalles clave: guantes blancos, fuego cruzado, soldados respondiendo al ataque de un ente todavía por definir. Por responsabilizar. Visibles los autores materiales, habrá que develar, probar, la autoría intelectual.

“Grita que son de salva” 

Myrthokleia González Gallardo,[i]

Integrante del CNH

Empezaron a pasar la onda de que iba a haber asamblea en Arquitectura. Todos nos reunimos allá y cambiaron el lugar a la ESIME; ahí estuvieron diciendo que las mujeres también estábamos participando, igual que los hombres, y ahora le tocaba ser maestro de ceremonias a una mujer. (…) Iban a ser cuatro oradores y yo la presidenta de ceremonias. El de la tiendita me dice: “Para dónde va”. “Aquí al tercer piso”. Era el edificio Chihuahua. Dice: “Tenga cuidado, señorita, porque el Ejército se encuentra aquí en las calles de Violeta. “No les tenemos miedo. Que estén ahí. Nosotros no vamos hacer nada malo”. Nos trepamos. Estaba la periodista Oriana Fallaci. Esperamos a que diera la hora para que yo empezara a hablar. Mencioné al primer orador, que fue Florencio López Osuna. Cuando estaba mencionando al segundo empezamos a oír el helicóptero, y del lado izquierdo, donde está la iglesia, vemos caer una luz verde. Entonces me dicen: “Grita que son de salva”. “¡No corran, son de salva, no corran, son de salva!”.

Me quitan el micrófono y lo toma Florencio López Osuna, se lo pasa a Vega, y bueno, ahí ya no supe. Fueron dos luces continuas verdes. Cuando se suelta la balacera, todos corremos hacia el elevador y ¿qué nos encontramos? A los de guante blanco con metralleta. “Ora, jijos de tal por cual, atrás, atrás y al suelo, si no aquí los tronamos”. Empezaron a gritar: “Blanco Olimpia”, y entonces todos empezamos a gritar “Blanco Olimpia”. Nos dijeron que nos calláramos porque si no ahí nos tronaban; yo metí la cabeza entre el motor del micrófono, con las manos en la cabeza y agarrada de mi compañero de Antropología Abraham Carró, y de este lado estaba Sócrates; de repente siento caliente en la mano, y al rato empiezo a sentir que me va aflojando la mano mi compañero Abraham. Pensé que ya le habían dado, pero me quedé quieta. Entonces Sócrates me dice: ¿te dieron? Le dije que no, para no preocuparlo. Pasaron las ráfagas y las ráfagas y las ráfagas, que pararon ya muy noche.

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“Algo malo va pasar”

Oriana Fallaci,[ii]

Periodista italiana

Llegué a las 4:45 y la plaza estaba casi llena. Subí a la terraza del tercer piso del edificio en que se hallaban los líderes, sorprendiéndome al ver sólo a unos cuantos. Uno de ellos que se notaba muy nervioso, dijo que se habían demorado porque carros blindados y camiones llenos de soldados estaban desalojando a gente de la plaza. Los líderes tenían planeado anunciar una huelga de hambre para luego marchar a las instalaciones escolares ocupadas por el Ejército. Pero entonces, dijeron: “Compañeros, vamos a cambiar de programa. Nadie irá a la escuela (Casco de Santo Tomás), porque nos están esperando para matarnos. Cuando este mitin concluya nos iremos a nuestras casas”. Después del anuncio, una chica de unos 17- 18 años, con voz como de pájaro, dijo: “Queremos enseñarle al gobierno que sabemos otras formas de lucha. El lunes iniciaremos una huelga de hambre”.

En ese momento, un helicóptero apareció sobre la plaza, bajando, bajando. Unos segundos después lanzó dos luces verdes en medio de la multitud. Yo grité: “Muchachos, algo malo va pasar, ellos han lanzado luces”. Me contestaron: “¡Vamos, usted no está en Vietnam!”. Pero yo repliqué: “En Vietnam, cuando un helicóptero arroja luces, es porque desean ubicar el sitio a bombardear”. No más de tres segundos después se escuchó el fuerte ruido de carros militares acercándose y estacionándose alrededor de la plaza. Los soldados saltaron con sus ametralladoras y abrieron fuego inmediatamente. No al aire, como para amedrentar, sino contra la gente. Enseguida nos dimos cuenta que en los tejados había más soldados con ametralladoras y pistolas automáticas. Habían estado ocultos. Me helé. Sócrates (Campos Lemus), el muchacho que tenía micrófono, gritaba: “¡Compañeros, no corran, no se asusten; es una provocación, quieren atemorizarnos, no corran!”.

Las armas apagaron su voz. Él volvió a gritar: “¡No corran!”, y las armas volvieron a disparar. Había mujeres brincando por las escaleras y por las paredes con niños en sus brazos. Yo no tenía idea de adónde ir y, de repente, escuché un fuerte ruido en las escaleras. Estaban disparando y fuimos rodeados por policías vestidos de civil. Cada uno de ellos tenía un guante o pañuelo blanco en su mano izquierda para que pudieran reconocerse. Saltaron sobre los dirigentes estudiantiles y sobre mí (….) En estos momentos ya había un fuego intenso de los soldados abajo, con rifles, ametralladoras, pistolas automáticas: ametrallaban desde las azoteas y desde los helicópteros (…) Al mismo tiempo escuché una gran explosión, que me recordó a Vietnam”.

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La periodista Oriana Fallaci cubrió el movimiento estudiantil del 68.

“¿No ves cómo está cayendo la gente?”

Ana Ignacia Rodríguez, La Nacha,[iii]

Comité de Lucha de Derecho, UNAM

No nos lo esperábamos. Estaba viendo al tercer piso, porque estaba exactamente enfrente, en la explanada, cuando de repente vemos que del helicóptero salen las luces. Yo no sabía ni qué significaba eso. Después me enteré de que era la orden. Lo único que vi fue que al que estaba hablando lo agarró un guante. Y como lo echaron para atrás, y a otros. Ahí sí comencé a pensar que algo estaba pasando, y en eso se oyen los disparos de arriba y de abajo digo: “No puede ser, no nos pueden estar disparando”. No lo concebía, y le dije a Tita (Roberta Avendaño): “Son balas de salva, no pueden ser reales”. Me contesta: “No seas pendeja, ¿no ves cómo está cayendo la gente?”. Volteo y veo que los compañeros se estaban cayendo. Entonces Tita y yo comenzamos a correr como locas”.

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“¡Batallón Olimpia, no disparen!”

Luis González de Alba,[iv]

Integrante del CNH

Yo estaba en el tercer piso del Chihuahua, en el peor lugar, donde estaban los micrófonos y los aparatos de sonido. Cuando comenzaba el mitin, a mí me avisaron algunos compañeros: “Oye, hay gente muy rara. Hay unos muy pelones, muy rapados, fortachones, alrededor del edificio. Pero qué hacíamos. Otro me dijo: “Oye, hay tanques en las calles vecinas”. Pero siempre había habido tanques. (…) Y seguimos, hasta que empezó la operación como la describieron después los del Olimpia al ministerio público. Exactamente lo que ellos esperaban, eso ocurrió: un helicóptero, una bengala, dos bengalas y ahí tenían la orden de disparar al aire, pero no dispararon al aire. (…) estaba recargado en el barandal pensando que por qué la gente corría para un lado, venía hacia el edificio y luego se daba un frenón, como una bola que pega con algo, y se regresaba. Yo no veía al Ejército que avanzaba por abajo del edificio. (…) cuando me apergollaron y órale, al suelo.

En ese instante vi al de la esquina derecha, uno alto, fornido, sacar un pistolón y empezar a disparar sobre la gente al azar, pum pum; no al aire, sino sobre la gente, sin apuntar. Entonces dije: nos van a matar. Si les están disparando a los del mitin, a nosotros aquí arriba nos van a matar ahorita. Primero estábamos parados con las manos arriba, en alto, y el fuego empezó hablar contra el techo y luego fue bajando. Entonces nos gritaron que nos echáramos al suelo y se asustaron: no traían ni siquiera un walkie talkie para comunicarse con los mandos del Ejército y decir “Somos el batallón Olimpia”. Comenzaron a gritar a coro, tirados en el suelo, aterrados, parapetándose con el barandal que para suerte de ellos y de nosotros es de concreto. “1, 2, 3, ¡batallón Olimpia, no disparen!”.

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“Son las gentes de guante blanco”

 Sócrates Campos Lemus,[v]

Integrante del CNH

Cuando Florencio López Osuna tomó el micrófono, vimos que desde atrás comenzó avanzar y a correr mucha gente. Aparece el famoso helicóptero, del cual decían que salieron las luces de bengala, aunque ahora ya se sabe que del helicóptero no se lanzaron las luces de bengala, que se lanzaron del edificio de Tlatelolco. Es cuando comenzó la operación de los guantes blancos, es decir, del famoso batallón Olimpia. Éstos comenzaron a tirar hacia abajo, hacia el Ejército y hacia la gente.

Florencio López Osuna se queda sin habla. Cuando yo le quito el micrófono y le digo que lo mejor era que no corriéramos porque se venía una provocación. Es cuando nos llegan, nos avientan, nos quitan todo. Son las gentes de guante blanco. Y automáticamente se fueron sobre nosotros, ya con la identificación: “Fulanito de tal para acá abajo”. Después de las primeras balaceras, nos subieron a uno de los cuartos, y de ahí al Campo Militar. La operación fue así.

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“Muchas armas se disparaban por muchas ventanas”

Gilberto Guevara Niebla,[vi]

Integrante del CNH

Yo estaba en el tercer piso. Mi papel era cuidar que las cosas se hicieran conforme a la agenda que habíamos establecido de oradores. La cosa más sorprendente que hubo en el tercer piso fue que apareció Sócrates Amado Campos Lemus. Ya se había desprestigiado en el Consejo Nacional de Huelga, había perdido toda autoridad y el Consejo le había prohibido pararse, pero ahí estaba Sócrates (…) Estoy perfectamente convencido de que él ya sabía todo lo que iba pasar. Cuando empezaron los eventos, Sócrates se paró y arrebató el micrófono del orador –no sé quién era el orador, creo que Florencio López Osuna– cuando ya venía el Ejército cercando, corriendo, contra el mitin, desde el puente de Tlatelolco. Creo que se oyen los primeros disparos, y entonces sí Sócrates: “No corran, compañeros, no corran, es una provocación”, dice. En ese momento, enseguida, entra un grupo de agentes de la Dirección Federal de Seguridad seguidos todos con guante blanco. Quien dirigía esa operación era el subdirector de la Dirección Federal de Seguridad, era un hombre de apellido Yáñez (…) Fue el primero que disparó desde el tercer piso contra la multitud.

Los del batallón Olimpia sometieron a los estudiantes que estaban en el piso, y empezó la balacera. Subí al quinto piso, me asomé y vi claramente cómo desde el edificio Chihuahua, muchas armas, pero muchas armas, no menos de 50 o 100, se disparaban por muchas ventanas. Podías ver que eran distintos calibres, pistolas, rifles… Después supimos que el batallón Olimpia había ocupado previamente el edificio sin que nosotros lo supiéramos. Hasta ahora no se ha demostrado que ningún estudiante haya disparado. Nosotros estábamos desarmados. El único que tenía un arma era Florencio López Osuna, que lo descubrieron, pero no la usó y lo hicieron polvo físicamente.

 

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“Esa bala era para mí”

Fausto Trejo Fuentes,[vii]

Profesor y psiquiatra

Llego a las seis con cinco minutos y subo la escalinata. Y aparece un helicóptero, lanza una luz verde y sigue girando alrededor del edificio Chihuahua. La tribuna está en el edificio Chihuahua. Me dispongo a subir, porque soy el quinto orador, y aparece otra vez el helicóptero y lanza una luz roja. En el momento en que aparece, empiezan unas detonaciones ensordecedoras. De todos lados llovía metralla, y entra el Ejército que salía de la avenida San Juan de Letrán… Vienen las tanquetas disparando y todo; hacen boquetes sobre el edificio Chihuahua, hacen un reparto de metralla por todos lados. Me tiro al piso, trato de levantarme y el miedo es terrible, las piernas me fallan: no puedo levantarme. Aquí viene lo más tremendo de mi vida y el compromiso más grande de mi vida. Se acerca un muchacho y me dice “Maestro, levántese. Vámonos, porque si lo ven lo matan. Vámonos”.

Me toma del brazo. Yo no podía caminar: era el pánico, o lo que ustedes quieran considerar. Caminaríamos, no sé, unos 10 metros, y una bala le atraviesa la cabeza. Esa bala era para mí. Un chamaco de 18 o 20 años, universitario, Poli, de la normal, de alguna escuela particular, campesino, obrerito, quién sabe, cayó ahí a mis pies. Se imaginan el compromiso, ¿verdad? Permanecí ahí unos minutos. Pensé: “¿A dónde voy, qué hago aquí?”. Ya descerebrado, con las convulsiones de la descerebración, lo dejo y me voy caminando. Vamos a la iglesia… Toma tu iglesia: la iglesia se cerró. Tocábamos con desesperación, con gritos: el maldito cura no abrió la puerta. Di la vuelta y me crucé todavía con algunos soldados que iban disparando. A muchos los veía con las metralletas –no sé si serían cuernos de chivo o quién sabe qué tipo de metralleta– y disparaban, otros apuntaban y otros disparaban al aire. Posiblemente no querían matar, quién sabe. Me fui caminando hacia el jardín de Tlatelolco. Iba todo ensangrentado del muchacho que cayó conmigo, crucé a varios soldados y no me dispararon. A lo mejor dijeron: “Este va herido y se va morir allá delante”, no sé, algo así. Me fui caminando, caminando, y adelante encontré un coche que me dice: “Maestro, venga, súbase. Si lo ven lo matan, súbase”. Me subí. “¿Adonde vamos?”, dije. “A casa de un primo mío, Allá en Ciudad Satélite, lo más lejos de la casa”.

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“Cisnes muertos”

Guillermo Palacios,[viii]

Comité de Lucha del Colmex

Era una tarde nublada, estaba apunto de llover, y el famoso helicóptero comenzó a dar vueltas y lanzó su bengala. De repente volteamos, entró el Ejército corriendo por la vocacional y en ese momento todos se echaron a correr en una especie de catástrofe, cada quien para un lado. Yo me fui en dirección al Chihuahua, di la vuelta a la derecha y me quedé atrás, entre el Chihuahua y esos pedacitos de ruinas arqueológicas que hay ahí. Comenzó el tiroteo. Hubo un momento en que ya no pudimos seguir y nos echamos todos al suelo. Entonces llegaron tropas y nos rodearon. (…) nos echamos uno encima del otro: se echó uno al suelo, se echó otro encima… Yo me quedé arriba de la montañita y comencé a cavar para meterme, pero no había cómo entrar, me quedé ahí y me di la vuelta.

La plaza estaba absolutamente vacía. Había algunos que yo creo eran cuerpos tirados y algo que me llamó mucho la atención: cisnes muertos, de los patos que andaban en los lagos de la plaza, a los que les había tocado un tiro, los habían atropellado, una cosa así. Me acuerdo más de eso que de haber visto mucha gente muerta. Vi dos o tres cuerpos caídos y las aves.

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“Los soldados nos tiraron al suelo, nos protegieron”

Humberto Musacchio,[ix]

Militante del PCM

Empezaron los disparos. Antes habíamos visto cruzar a unos tipos con la mano envuelta en un pañuelo o guante blanco. Varios de ellos se dirigieron al edificio Chihuahua y lo primero que recuerdo fueron los disparos en la tribuna. Después, un tipo enchamarrado que había disparado antes sobre los de la tribuna, me imagino que para obligarlos a tirarse al suelo, se apoyó en uno de los postes que tiene el tercer piso del Chihuahua, como cubriéndose, y empezó a disparar sobre la gente, sobre los que estábamos abajo. Para ese momento había entrado el Ejército y estaba mezclado con nosotros. (…) Para ese momento los balazos llegaban de todos lados. Uno podía oír perfectamente que llegaban de arriba y de abajo y de todos lados, porque hubo un fuego cruzado.

Lo que me sorprende es que los soldados, de quienes teníamos tan mala opinión, nos hayan ayudado a sobrevivir a los que salimos vivos de ahí: nos tiraron al suelo, nos protegieron, se tendieron junto a nosotros, entre nosotros a ver quién disparaba, y a contestar el fuego, porque ni ellos lo sabían. Calculo que la balacera empezó como a las seis de la tarde, y como a las ocho y media de la noche nos levantaron para formarnos junto a la iglesia a los que estábamos en la explanada. (…) ya había terminado lo más intenso de la balacera –porque todavía en la madrugada se oían descargas esporádicas–. Había entrado un tanque que disparó una bala incendiaria, yo no sé de estas cosas, que quemó toda una parte del edificio Chihuahua, y se elevó una gran llamarada. A nosotros nos pasaron como a las 12:00 de la noche, después de varias balaceras esporádicas. (…) Como a las 12:30 nos metieron al claustro del convento anexo a la iglesia. Ahí, por lo menos, ya estábamos a salvo de las balaceras, aunque todavía se oían. En la madrugada, serían las 4:00 de la mañana, nos sacaron, nos subieron a unos camiones y nos llevaron a la cárcel de Santa Marta Acatitla. Era una cárcel más nueva y más grande, donde habían desocupado una crujía para meternos a los detenidos. Éramos 730.

“Una noche de tristeza”

Selma Beraud,[x]

Estudiante del CUT

Fuimos al mitin. Había miles de personas. Cuando llegué sentí escalofríos. Había mucha policía, el Ejército. Fuimos al centro de la plaza. Intentamos ir al tercer piso (del edificio Chihuahua), donde estaban los líderes, pero no nos dejaron entrar. Dije: “Quiero entrar, ¿por qué no?”. Y me dijeron: “Lo sentimos, Selma, no puedes”. Estaba un poco enojada; tuve suerte, porque mi amiga Marilena fue y se quedó; por suerte no la detuvieron, pero sí la hirieron. En todo caso, sabes lo que pasó. Alguien dijo: “No te preocupes, no son balas de verdad, son salvas”. ¡Y no lo eran! Estaba realmente enfurecida. Cuando tengo miedo siempre me enojo. Estaban dos amigos conmigo y me dijeron: “Vamos, tenemos que salir”. Y dije: “¡No podemos, tenemos que ir por Luis González de Alba!”, quien era uno de nuestros mejores amigos y estaba en el tercer piso. Dijeron: “No podemos, tenemos que salir de aquí”. Estábamos en medio de la plaza. Me empujaron; estábamos todos acostados en el piso, y salimos de ahí.

Tuvimos que saltar como cinco metros para abajo, y luego me llevaron al teatro porque supuestamente tenía que actuar esa noche. Eran como las nueve de la noche, y me dijeron: “Tienes que actuar, tienes una responsabilidad”. Dejé mi coche en Tlatelolco, y cuando llegué al teatro mi director me preguntó: “¿Qué te pasó?”, porque tenía sangre y rasguños. Estábamos arrastrándonos sobre personas muertas, personas heridas. (…) yo y otras dos actrices regresamos a Tlatelolco, disfrazadas de enfermeras y doctores (…) quería llegar a mi auto porque había muchos documentos adentro. Cuando llegamos a la plaza no nos dejaron pasar. Había un cerco de soldados alrededor de Tlatelolco. (…) No había luz. Cuando llegamos a mi coche, había cinco chavos que nos pidieron: “Por favor, sácanos de aquí”. Así que sacamos los asientos del auto, los chavos se acostaron en el piso del auto, y las chavas se sentaron encima de ellos, y así fue como los sacamos. No los conocíamos, eran estudiantes. Eso debe de haber sido por ahí de las 10 u 11 de la noche. Después regresamos aquí a mi casa. Empezó a llegar gente, preguntando qué estaba pasando. Fue una noche de tristeza, una noche oscura.

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“Vénganse conmigo, vamos a mi casa”

Marcia Gutiérrez,[xi]

Integrante del CNH

Lo primero es que me jaló Gustavo. Vimos un chavo que se cayó. Pensé que se había tropezado; no tuve la fuerza para regresarme. Me jaló Gordillo, que lloraba terriblemente. Yo no lloraba. Estaba muy, muy espantada, pero no me movía ni hacia atrás, ni hacia delante. Salimos por una calle que es como un puente y pasamos unas vías. Nos iba sacando un chico del Politécnico que nos llevó a su casa, porque dijo: “Ustedes son Consejo”. “Sí, somos Consejo”. “Vénganse conmigo, vamos a mi casa”. Era como una vecindad, una casa. Nos metieron hasta el fondo en una recámara. La mamá, y toda la gente, estaba espantadísima, tenía muchísimo miedo de que nos fueran a ir a sacar.

Ese tramo en donde el helicóptero dispara y sales de la plaza es larguísimo. No sentí cuánto tiempo pasó y la gente gritaba, pero gritaba mucho, estaba horrorizada. Se oyeron, obviamente, todos los disparos, y nosotros no podíamos hacer nada más que correr, irnos, escondernos y, finalmente, salir. Me sentía muy mal. Quería salir, quería irme, quería ver qué pasaba, quería haber ayudado. La mamá y la gente que estábamos ahí no queríamos hablar. El chico no quería que sus papás supieran que éramos del Comité de Huelga, y finalmente, nos sacaron a las 4:00 de la mañana en un carro, escondidos. Todavía había soldados por las calles.

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María Luisa La China Mendoza,[xii]

Escritora, residente de Tlatelolco

Muy bien, yo, María Luisa Mendoza, en pleno uso de mis facultades, declaro vivir en la Unidad Nonoalco Tlatelolco. Declaro solamente lo que he visto y he contado una y otra vez, tan inútilmente. No estoy loca. No estamos locos ninguno de los habitantes pacíficos, constructivos, trabajadores, de Nonoalco Tlatelolco (…) Sobre todo lo que vivimos (…) con la unidad a oscuras, con el agua cortada, con el fragor fuera de la lucha y de las carreras angustiosísimas de seres indefensos que trataban de ponerse a salvo de las balas y de los soldados. Esto es verdad. (…) Todos mirábamos y nos echábamos al suelo para protegernos. Junto a nuestras flores, nuestros cuadros, nuestros libros, nuestros retratos de familia o carteles de olímpicas bases. (…) Y con las lágrimas en el suelo lloré la terrible situación de mi patria.

Este México es mi patria y me duele hasta la raíz del grito, del grito que se multiplicó en la Plaza de las Tres Culturas y que terminó con aquel espeluznante silencio de los muertos uno tras otro en fila, en el suelo, tapados con las pancartas inútiles, empapados bajo la lluvia pertinaz que duró dos horas. El grito mudo de los cientos de detenidos con las manos en la nuca, de los jóvenes desnudos bajados a culatazos en el edificio más balaceado de este nuevo gueto que es Tlatelolco. Abajo, en la calle, los jóvenes en una brigada sangrienta arrastraban a sus heridos y detenían taxis, coches particulares que los recogían uno tras otro en una sucesión horrible de misericordia. Ya las cruces no podían llegar al centro de la Unidad, y los heridos preferían desangrarse y morir en los rincones, en los elevadores, que ser transportados por la crueldad de los soldados exacerbados hasta lo indecible.

Las balas agujeraron paredes, quemaron departamentos enteros y sembraron el pánico mayor, mayor que el de aquel sábado trágico, que el de tantos días anteriores. Pero tengo que levantar la voz de honor por los habitantes, por mis vecinos heroicos, por los que hayan sobrevivido, ayudando, dando cafés, vendando cabezas, protegiendo a los heridos aún a costa de sus propias vidas”.

[i] Vázquez Mantecón, Álvaro (comp.), Memorial del 68, UNAM, gobierno del Distrito Federal y Ed. Turner, México, 2007, p. 129.

[ii] Martínez della Rocca, Salvador, (comp.), Otras voces y otros ecos del 68, pp. 237 y 238.

[iii] Vázquez Mantecón, Álvaro, op. cit., p. 129.

[iv] González de Alba, Luis, “Tlateloco, aquella tarde”, Nexos, 1 de noviembre de 2016. En www.nexos.com.mx/?p=30019

[v] Vázquez Mantecón, Álvaro, op. cit., p. 130 y 131.

[vi] Guevara Niebla, Gilberto, “Volver al 68”, Nexos 1 de octubre de 1993. En www.nexos.com.mx/?p=6899

[vii] Vázquez Mantecón, Álvaro, op. cit., p. 131.

[viii] Vázquez Mantecón, Álvaro, op. cit., p. 134.

[ix] Vázquez Mantecón, Álvaro, op. cit., p. 135.

[x] Estudio alemán

[xi] Vázquez Mantecón, Álvaro, op. cit., p. 134.

[xii] Martínez della Rocca, Salvador, op. cit., pp. 237 y 238.

 

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