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Ana María fue invisible para el Estado; agobiada y sin ayuda se suicidó en el Metro
Ana María fue invisible para el Estado; agobiada y sin ayuda se suicidó en el Metro
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Ana María fue invisible para el Estado; agobiada y sin ayuda se suicidó en el Metro
08 de junio, 2020
Por: Alberto Pradilla y Arturo Angel
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Ana María Ortiz, de 52 años, se suicidó el 6 de marzo a las 19:40 horas en la estación Niños Héroes del Metro de la Ciudad de México. En el momento de lanzarse al paso del tren cargaba con su hijo Jesús, de dos años. Tampoco sobrevivió. De su mano tomaba a su hijo mayor, Juan, de doce, quien logró soltarse y salvó la vida. Una tercera hija, Guadalupe, de nueve años, se encontraba bajo custodia del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) desde hacía dos meses, cuando fue arrestada junto a su hermano tras ser sorprendidos robando el día de Año Nuevo.

El día de la tragedia, la mujer quiso recuperar a Guadalupe en las oficinas de la Agencia 59 del Ministerio Público, ubicadas en la calle doctor Liceaga 93, en la colonia Doctores.

Los funcionarios del DIF a cargo se negaron. No la veían capaz de hacerse cargo de su hija, pero tampoco le ofrecieron otra alternativa.

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La mujer colapsó en aquel momento. No dejaban que se llevara a Guadalupe, pero aún le quedaban los otros dos. Con Jesús abrazado a su cuerpo y Juan agarrado de la mano caminó dos cuadras por la calle Francisco Jiménez, giró a la derecha en la Doctor Velasco y entró al metro. Bajó las escaleras, atravesó los torniquetes y se lanzó contra el tren número R3396.

Nunca sabremos si la mujer ya había fantaseado con la muerte. Si entró en pánico ante la posibilidad de que le retirasen la custodia de los dos hijos que todavía mantenía. Si se sintió sola, abandonada, enfadada, desprotegida. Si se pudo hacer algo más. Eso es lo fundamental: si alguien pudo hacer algo más.
En los meses previos, las autoridades capitalinas tuvieron señales de que algo no funcionaba en aquella familia. Que había derechos en riesgo. Abandono, desprotección, pobreza. La ley contempla un plan oficial de apoyo para casos como este. También están los programas sociales tradicionales. Nada de eso recibió la mujer ni su familia.

La historia de Ana María Ortiz es la de una mujer vulnerable y dolorosamente sola a la que nadie tendió una mano. Ni viva ni muerta. Sus restos pasaron varios días en la morgue sin que nadie los reclamara. Estaba completamente desconectada del mundo. Ni hermanos, ni parientes cercanos ni vecinos.

Nadie, absolutamente nadie, llegó para hacerse cargo de la mujer y su hijo de dos años, víctima colateral del sufrimiento.

Las autoridades, que no buscaron a familiares de Ana y sus hijos cuando estaba con vida, menos lo hicieron cuando murió. Se supone que la investigación con perspectiva de género, la que sigue los criterios internacionales y de la Corte, obliga a indagar las condiciones de una mujer y su entorno. Pero parece como si Ana hubiera sido invisible.

El gobierno ni siquiera tiene claro dónde vivía, como reconocieron a este medio los funcionarios involucrados. Dicen sus hijos que su domicilio estaba en Ecatepec, pero no terminan de proporcionar una dirección exacta. Lo más cercano a una pista es el metro Indios Verdes y un camión. Es el camino que, según los menores, tomaban para llegar a casa.

Hay otro lugar, referido por el hijo mayor de Ana el fatídico 6 de marzo: un domicilio ubicado en una zona cercana a la estación del metro Revolución. Allí, supuestamente, viviría su padrastro, un bolero que quiso hacerse cargo de la niña días después del suicidio pero a quien no se la entregaron por no poder acreditar su relación con ella.

Se trata de una zona depauperada, con puntos de venta de droga y mucho comercio sexual. Es en este lugar donde un grupo de trabajadoras sexuales acampó recientemente ante el cierre de los hoteles impuesto por las medidas de prevención de la COVID-19. Al preguntar por el bolero y por su compañera muerta llega la amnesia. Nadie dice saber nada de ellos. Ni siquiera en la tiendita ubicada junto al portal donde se ubicaría el domicilio del señor.

Ortiz era una mujer pobre que vivía al día. Madre soltera, su única fuente de ingresos eran los dulces que vendía en la calle. Por las tardes, cuando sus dos hijos mayores acudían a la escuela Revolución, en Balderas, se desplazaba a Alameda para vender sus productos. A partir de las 18:00 horas, una vez que sus niños habían dejado las clases, acudían todos juntos a la plaza Garibaldi.

Horas interminables para vender chicles, chupachups y cigarros sueltos. En un día generoso, la mujer podía embolsarse 500 pesos, según varios vendedores informales consultados por Animal Político.

El territorio entre Alameda y Garibaldi fue su radio de acción durante años. Ahora, sin embargo, nadie las recuerda. Ni a la madre ni a sus hijos. Ni siquiera mostrando la foto de los dos mayores según aparecen en una Alerta Ámber decretada en diciembre de 2019, cuando se escaparon de la escuela.
Una señora que vendía dulces con un hijo de dos años en brazos y ayudada por otros dos, de doce y de nueve que parece que nunca hubieran existido. O peor.

Su imagen es demasiado habitual en el México precario como para que a limpiadoras, trabajadores de varias taquerías, policías o mariachis les hubiese llamado la atención.

“Aquí pasa mucha gente, muchísimos venden sus productos”, resume Juan, un vigilante de seguridad en la zona de Bellas Artes.

La pandemia por COVID-19 no facilita el rastreo. Garibaldi es un erial donde los mariachis tocan por una despensa y la Alameda está cerrada. Muchos de los vendedores se han replegado, obligados por la falta de clientes. El virus da miedo, pero el hambre es más real. Tampoco se ha corrido la voz de la historia de una vendedora que se lanzó a las vías del metro llevándose consigo la vida de su hijo. Una historia tan trágica apenas pasó al circuito oral entre los vendedores informales que compartieron espacio con la víctima.

Ana María Ortiz fue una sombra y tras su muerte solo quedan interrogantes. No sabemos dónde vivía. Ni siquiera si todas las noches tenían un techo bajo el que resguardarse. No hubo redes de apoyo familiares, pero tampoco institucionales. Es como si ella y su familia hubieran sido invisibles para la gente y para el gobierno.

Señales de alarma y fallos en el sistema

Ante una tragedia de estas características, la gran pregunta es si pudo evitarse. Si alguna autoridad tuvo en sus manos apoyar a una mujer desesperada responsable de sacar adelante a tres niños que solo llevan sus apellidos y a la que todo el mundo le dio la espalda.

Una sombra como Ana María no va dejando pistas. Sin embargo, sí que hubo señales de alarma. Llamadas de atención de que algo no iba bien y que llegaron a las instituciones oficiales. La principal: sus dos hijos mayores ya habían sido remitidos al menos en dos ocasiones ante el Ministerio Público y el DIF de Ciudad de México.

La primera ocasión fue el año pasado. El 17 de diciembre de 2019, fecha en que su madre se presentó ante la Fiscalía de Justicia para reportar que los dos niños habían desaparecido. Dijo que fue a recogerlos, como siempre lo hacía, a la primaria donde estudiaban en la esquina de Balderas y Rio de la Loza, para luego irse con ellos a vender dulces. Pero ese día no salieron. Nadie sabía donde estaban.

La Fiscalía emitió una Alerta Amber, como se conoce a las fichas que se divulgan cuando una persona desaparece y hay posibilidad de que estén en riesgo. Incluso a los portales de medios de comunicación llegó la noticia de que dos niños, Juan y Guadalupe de 11 y 9 años, habían desaparecido en la colonia Doctores, y se publicaron sus fotografías.

Horas más tarde los menores fueron localizados deambulando por la calle, sanos y salvos. La policía los llevó a la agencia 59 del MP, donde su madre pudo recogerlos. Nadie los había secuestrado, sino que ellos mismos se escaparon. ¿Qué seguimiento hubo de esto de parte de la Fiscalía o del DIF de la ciudad? Ninguno. Fue un caso de niños perdidos y localizados y ya está. Es lo que dijeron las autoridades consultadas. Aún así, sus datos y sus fotos ya estaban en los registros oficiales.

Dos semanas más tarde, el 1 de enero de 2020, en plena tarde del día de Año Nuevo, el gerente de la tienda departamental Suburbia ubicada en el centro comercial Plaza Tepeyac pidió apoyo de la policía. Se había cometido un intento de robo. Al llegar los agentes se encontraron con que los sospechosos eran dos niños Eran los hijos de Ana María.

Este último arresto será el catalizador de todo lo que venga después.
Por segunda vez, Guadalupe fue remitida a la agencia 59 del MP, y quedó bajo responsabilidad del DIF. Mientras tanto, su hermano Juan fue enviado a la agencia 57 que atiende casos de delitos cometidos por adolescentes, como se le considera legalmente a los menores entre 12 y 18 años.

Son agencias de la misma Fiscalía, pero estas ni el DIF se comunicaron para llegar a la conclusión de que los dos niños detenidos eran hermanos. De nada valió tampoco que contaran con el registro de su desaparición previa. Simplemente los separaron. La mano derecha actuaba sin ver lo que la izquierda estaba haciendo.

Juan, el hermano mayor, fue liberado y entregado a su madre bajo el argumento de que era la primera vez que cometía un delito que no era grave, y por lo tanto no era imputable. Mientras tanto, la agencia 59 retenía a Guadalupe sin saber quién era. La respuesta la tenían en sus propios archivos, pero no la vieron a tiempo.

Los días pasaron. En los registros de desaparición también estaba asentado en que escuela estudiaban Guadalupe y su hermano: la Escuela Primaria Revolución. El plantel, que contaba con el registro de inscripción de la menor y con los datos de su madre, estaba a solo dos cuadras de la agencia 59 donde permanecía la niña. Era cosa de caminar 5 minutos y preguntar. Pero la autoridad no lo hizo.

¿Qué sucedió realmente? Que el DIF prefirió esperar a que alguien llegara a preguntar. Ante la falta de noticias de algún tutor comenzó a buscar un albergue para la niña aun cuando la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes dice que la prioridad es reintegrarles su derecho a vivir con su familia y apoyarlos.

Transcurrido un mes, Ana María Ortiz se presentó en la agencia 59. Dijo que no había podido acudir antes porque estaba resolviendo el problema de su hijo mayor. Pero la Procuraduría para la Protección de Niñas, Niños y Adolescentes desconfió. Los funcionarios que conocieron del caso dijeron que la tardanza les pareció extraña. La menor no estaba en las mejores condiciones: se percibía un estado descuidado e incluso tenía piojos. Además, estaba el caso del robo.

El 6 de marzo, la madre regresó a la agencia para exigir que le devolviesen a su hija, que ya llevaba 66 días bajo la protección de la administración. Aquel día le hicieron una prueba psicológica, lo que se llama un tamizaje, un procedimiento que sirve para detectar posibles trastornos. El médico del DIF encargado de la prueba concluyó que la mujer tenía serios problemas de depresión. Que no podían entregarle a su hija.

Quién sabe si pensó que le podrían quitar a los dos hijos que sí estaban con ella. No hay constancia de que le ofrecieran ninguna alternativa, ningún programa. Solo que siguiese reportándose para seguir el proceso.

Minutos después, Ana María Ortiz se suicidó y acabó con la vida de su hijo Jesús, de dos años, saltando contra el vagón de metro en marcha en la parada de Niños Héroes. Juan sobrevivió porque se soltó instantes antes de la fatalidad.

¿Qué se pudo hacer para evitar la tragedia?

“¿Qué pasa con una institución que ve la condición emocional de una señora y se niega a devolverle a su hija, pero no ve el riesgo de los otros dos niños que trae consigo? ¿Qué apoyo le das a una mujer a la que prácticamente le dices que no sirve para ser madre?”.

Las preguntas son de Adriana Segovia, terapeuta e investigadora del Instituto Latinoamericano de Estudios de la Familia A.C. quien por más de 20 años ha trabajado en la atención y estudio de los fenómenos de violencia familiar.

La especialista señala que el caso de Ortiz y su desenlace ejemplifican como las instituciones actúan —en el mejor de los casos— siguiendo un procedimiento de mero trámite, que se queda lejos de brindar una atención integral, de calidad y con perspectiva de género.

Visto de forma superficial, opina Segovia, la Procuraduría para la Defensa de las Niñas, Niños y Adolescentes del DIF capitalino podría argumentar que la decisión de no regresar a Guadalupe con su madre por su condición psicoemocional fue acertada, como prueba el hecho de que tras recibir la noticia ella camina al Metro y se quita la vida.

Sin embargo, la experta plantea: ¿y si ese hecho fue más bien el detonante? ¿Y si la autoridad le hubiera dado opciones? ¿y si su depresión era más bien auténtica desesperación?

Todas las condiciones psíquicas de una persona, dice Segovia, están conectadas y son resultado del contexto social en el se desenvuelve y de las redes de apoyo que hay en su entorno.

En el caso de Ana María Ortiz ese contexto era el de una clara precariedad económica, sumado a redes de apoyo simplemente inexistentes. Sin un trabajo fijo, sin ningún programa gubernamental que la beneficiara y sin familiares o amigos que la apoyaran o preguntaran por ella o sus hijos. Algo que la autoridad ya conocía, pero que no valoró previo a la tragedia.

“El tema no puede limitarse a considerar que una señora tuviera problemas psiquiátricos. No hay manera de separar los problemas de ella de la vulnerabilidad y precariedad social en la que se encontraba. No se podía saber que ella se iba a matar, pero su situación precaria era clara”, dice Segovia.

Valorar el contexto de una mujer y no solo juzgar su estado mental es una obligación al investigar con perspectiva de género, como establecen múltiples sentencias. En el caso de Ortiz, eso significaba ponderar el que ella había conseguido criar a tres hijos sin el apoyo ni del padre ni de prácticamente nadie.

Pero, además, separar a los hijos de su entorno familiar es la ultima opción. La Ley General para la Protección de las Niñas, Niños y Adolescentes dice que los menores tienen derecho a una familia, y prioritariamente a su familia de origen. “La falta de recursos no podrá considerarse motivo suficiente para separarlos de su familia de origen o de los familiares con los que convivan, ni causa para la pérdida de la patria potestad”, dice el artículo 22.

El mismo artículo establece que “las personas que ejerzan la patria potestad, por extrema pobreza o por necesidad de ganarse el sustento lejos del lugar de residencia, tengan dificultades para atender a niñas, niños y adolescentes de manera permanente, no serán considerados como supuestos de exposición o estado de abandono”.

La norma añade que las autoridades podrán conceder a los menores y sus tutores en condición vulnerable un plan de restitución de derechos que, a través de programas sociales, facilite que puedan desarrollarse.

En ese contexto legal, Margarita Griesbach, Directora General de la Defensoría de los Derechos de la Infancia, considera que la actuación de las autoridades capitalinas y en concreto del DIF y la Procuraduría de la Defensa de Niñas, Niños y Adolescentes debe revisarse.

“Debe indagarse cómo es que la Procuraduría determina no devolverle su hija a Ana María. Es una determinación muy delicada y que debió estar sustentada judicialmente. Debe indagarse a su vez porque no se le concedió a ella y sus hijos el plan de restitución de derechos que marca la ley para reconstruir el núcleo familiar. Y también debe indagarse cómo actuaron las autoridades cuando los dos hijos mayores fueron detenidos en enero por el robo, pero solo uno se regresó a la madre, cómo se comunicaron”, detalla Griesbach.

La especialista cuestiona que Guadalupe fuera retenida por la autoridad, pero no se hiciera nada respecto al bienestar de los otros dos hijos de Ana María.

“No importa si solo la niña (Guadalupe) estaba bajo custodia del DIF y no los otros dos niños. Debió actuarse de oficio y pensar en todos. Se pudo haber salvado al menos la vida del otro niño. Pero son omisiones que han ocurrido también en otros casos y que aquí tienen un desenlace trágico con la muerte del bebé de dos años y el intento de homicidio del niño de 12”, señala.

Griesbach coincide con Segovia en que las instituciones y el Estado depositan en las madres o en las víctimas toda la carga responsabilidad. Y si ellas no cumplen con los parámetros que la autoridad define son “juzgadas”. Así sucedió con Ana María cuando se consideró que no era apta para cuidar a su hija, y por ende tampoco a recibir algún apoyo.

“¿Pero qué hizo la Procuraduría del DIF que en el papel es el abogado de los niños?”, se pregunta la directora de la Defensoría de los Derechos de la Infancia. “¿Cómo cumplió la Procuraduría con su deber de proteger a los tres hijos de Ana María y no solo a la niña bajo su custodia?”

***

El 12 de marzo, seis días después de la tragedia, los cuerpos de Ana María y Jesús fueron inhumados en un panteón de Iztapalapa. Como nadie los había reclamado, su destino era una fosa común. Sin embargo, ahora sí, las autoridades intervinieron. Para facilitar el duelo de Juan y Guadalupe, buscaron un lugar en el que poder enterrarlos y celebraron un pequeño acto al que los dos menores pudieron acudir.

No es fácil digerir la muerte de una madre. Menos aún cuando tienes una edad lo suficientemente corta como para que los recuerdos sean escasos. Todavía menos cuando tu madre, en el momento de lanzarse hacia la muerte, trata de llevarte consigo.

Ante esta despedida en soledad es muy probable que no haya nadie que pregunte por Ana María ni se cuestione si las autoridades pudieron hacer algo más en todo su camino de desamparo y miseria.

Sus hijos están ahora en una casa de acogida con una familia que los mantiene unidos.

Si no apareció quien reclamase en la morgue el cuerpo de la mujer ni el de su hijo parece difícil que alguien se interese por saber si se pudo hacer algo más para evitar este desenlace.

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