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‘La pesadilla no termina cuando muere tu ser querido’: las secuelas que deja COVID-19 en una familia
‘La pesadilla no termina cuando muere tu ser querido’: las secuelas que deja COVID-19 en una familia
8 minutos de lectura
‘La pesadilla no termina cuando muere tu ser querido’: las secuelas que deja COVID-19 en una familia
04 de junio, 2020
Por: Manu Ureste
@ManuVPC 

Desde que a las tres de la madrugada del viernes 24 de abril los operarios de una funeraria llegaron a recoger a su hermano vestidos “como astronautas”, con trajes blancos que les cubrían de pies a cabeza, guantes de goma y unas aparatosas máscaras antigás, Fabiola dice que su vida y la de su familia cambió para siempre.

Y no solo por el motivo más importante, la pérdida de Óscar, su hermano de 41 años, chofer de una micro en Atizapán, Estado de México, que solo cuatro días después de sentir los primeros síntomas del COVID falleció en casa de su madre. Sino porque, como consecuencia de la pandemia, no hubo tiempo para procesar la pérdida, ni para el luto. 

De hecho, remarca Fabiola, desde el instante en murió su hermano por el coronavirus, una nueva pesadilla sucedió inmediatamente a la anterior.  

Ahora, explica, viven con la “secuela permanente” del miedo a contagiarse. Sin empleos por la cuarentena y sin dinero suficiente para pagar una tanatóloga para que ayude a su madre a superar el trance. Y enfrentando, además, las miradas escrutadoras, los cuchicheos y el estigma de quienes se cambian de banqueta para no pasar por la casa donde falleció Óscar.

“Con este virus, la pesadilla no se acaba cuando muere tu ser querido”, lamenta Fabiola, que exhala un largo suspiro al otro lado de la llamada telefónica. 

Aunque, aún con el suspiro en la boca, la mujer matiza que este proceso tan doloroso también les ha dejado algo positivo en sus vidas. 

“Ahora la familia está más unida que nunca”, asegura. 

Hacer negocio de la desgracia

“Que nadie lo toque. Cúbranlo con una sábana. Y salgan de la casa hasta que lleguemos”.

Estas fueron las instrucciones precisas que, por medio de una llamada telefónica, le dieron a Fabiola los operarios de la funeraria. Era la tercera o la cuarta a la que acudían, después de infinitas llamadas al 911, a funerarias particulares, y a las oficinas de varios municipios. 

“Todas me decían que estaban saturados por el coronavirus. Que podían venir a llevárselo hasta, por lo menos, dentro de tres días. Pero ¿se imagina? -cuestiona enojada Fabiola-. ¿Qué íbamos a hacer con nuestro difunto tres días ahí en la sala de la casa?”

En mitad de la desesperación, y aún con el cuerpo de Óscar tendido en el lugar de la casa donde falleció tras dos días de fiebre y una tos intensa, imparable, Fabiola cuenta que, al fin, una funeraria les ofreció ayuda para que tuvieran un servicio rápido y sin problemas de papeleo por el COVID. Pero, a cambio de 18 mil pesos. Un dinero que ellos, sin empleo el padre, por la cuarentena, y sin empleo los hermanos por lo mismo, no tenían a la mano. 

“En ese instante, yo estaba viviendo el momento más difícil de mi vida. ¡Se murió mi hermano! No era el primo lejano que nunca ves, o el tío ya viejito. Era mi hermano. Y, aún así, tienes que soportar que alguien quiera aprovecharse del dolor para sacarte dinero. Tienes que aguantar que quieran hacer negocio de tu desgracia”, dice Fabiola.

Finalmente, gracias a la intervención de un familiar, otra funeraria les dio el servicio por menos dinero, y de forma adecuada. Es decir, cumpliendo con los protocolos de higiene -limpiaron a fondo el lugar donde falleció Óscar- y llevándose rápido el cuerpo a la funeraria. 

Aunque ese proceso también dejó una profunda herida: todo fue tan vertiginoso, tan aséptico, tan impersonal, tan solitario, que en la familia se quedó irremediablemente un sentimiento de que no fue la despedida que Óscar merecía.

“Vinieron, lo metieron en un saco de plástico, y luego en otro. Sanitizaron todo y se lo llevaron. Al día siguiente solo pudo ir una persona a recoger las cenizas. No hubo sepelio, no hubo despedida, nada”. 

La otra pesadilla: el miedo a contagiarse

Óscar falleció la tarde del jueves del 23 de abril. Fue la culminación de cuatro días de locura, que nadie, ni él mismo, imaginó que pasarían por culpa de un virus que se originó en un remoto mercado de Wuhan, China. 

La mañana del lunes previo, Óscar amaneció con una ligera tos. Pero insistió en que se encontraba bien. 

El martes, la situación empeoró. Más tos y fiebre.

El miércoles, Fabiola lo llevó a la unidad médica más cercana, que está a unos pocos minutos de la calle privada de donde viven, en Atizapán. Ahí, en el filtro sanitario, le tomaron la temperatura, y de inmediato les prohibieron el paso porque Óscar presentaba “el cuadro de coronavirus”. Lo mandaron a un Hospital COVID. 

“Pero yo les dije: ‘cómo creen, si nada más tiene tos y un poco de temperatura. Capaz y lo llevo a un hospital y ahí sí se me contagia de verdad’”, recuerda Fabiola. 

Entonces, en el filtro les aconsejaron que fueran a un laboratorio privado a hacerse la prueba COVID. Si salía negativo, podían regresar. Pero, si salía positivo, debían llevarlo de inmediato al Hospital. 

Fabiola y Óscar regresaron a casa. Esa noche la situación empeoró. Fabiola escuchaba desde su habitación que Óscar no dormía. Todo el rato tosía y se quejaba entre jadeos de que le costaba respirar.

La mañana del jueves, a las 9, fueron a hacerse la prueba. Y horas después, a eso de las ocho de la tarde, falleció en su casa.

“Fue rapidísimo”, murmura Fabiola, aun contrariada.

Sin descanso para asimilar nada, el lunes siguiente, a Fabiola la llamaron para informarle que su hermano había dado positivo a COVID 19. 

A partir de ese momento, “un miedo terrible y una gran desesperación” se esparció por los ocho integrantes de la familia, entre padres, hermanos, y sobrinos, que acompañaron hasta el último minuto a Óscar. 

“Todos fuimos muy imprudentes, la verdad”, admite Fabiola. “Mi mamá tiene 65 años y es diabética, mi papá tiene hipertensión, y todos estábamos sin protección porque aún no sabíamos bien qué onda con el virus. Incluso, mi hija trató de darle los primeros auxilios a mi hermano”. 

De inmediato, todos se hicieron la prueba, que tardó cinco días en dar resultado. 

“Fueron los días más largos de nuestras vidas”, asegura la mexiquense, que durante ese tiempo cuenta que, en la casa, ahora sí, todos llevaban cubrebocas, y comían por turnos y en espacios separados. Aunque ni así pudieron calmar la ansiedad y el temor a contagiarse de un virus que, con sus propios ojos, vieron cómo se llevó en cuestión de días a Óscar. 

“Este virus también te deja como secuela un miedo terrible. Yo misma me inventaba sin ser consciente los síntomas. Y aún lo hago: a cada rato siento que tengo fiebre y que me cuesta respirar, aunque el médico ya me ha dicho que no tengo nada”, cuenta Fabiola.  

Finalmente, los resultados dieron una tregua: todos salieron negativos. 

Pero, aún así, doña Dolores seguía inmersa en un nubarrón de pensamientos negativos y de reproches: se repetía que si le hubiera dicho a su hijo que tal día no fuera a una reunión, o si hubiera hecho las cosas diferentes, quizá aún hoy estaría vivo. 

“Mi mamá tenía crisis de ansiedad. Decía que todos los días soñaba con mi hermano. Que no podía dormir, que sentía su esencia por toda la casa”. 

Gracias a un anuncio que vieron en la calle, de ‘Ayuda para mujeres desesperadas’, una tanatóloga atendió a doña Dolores. La primera sesión gratuita “le cayó súper bien”, dice Fabiola. Pero la segunda ya tenía un costo de 500 pesos. Demasiado dinero, máxime luego de que la cuarentena dejó sin trabajo a su padre, don José, que es operario de un camión de volteo, y también a sus hermanos, que, aunque uno de ellos ya regresó al taxi, siguen sin tener ingresos fijos. 

“A mi mamá le hace mucha falta una tanatóloga, para ir sanando. Pero, ahora mismo, a nadie le sobra el dinero, y nos hace mucha falta para comer, y para pagar sus medicamentos, como la insulina”. 

El estigma COVID y la otra cara de la moneda

Ha pasado un mes desde la muerte de Óscar. Pero el alivio aún no llega a la vida de Fabiola. En ese tiempo, el coronavirus ha seguido golpeándola de una u otra forma: su pareja actual, y su expareja, padre de sus hijos, están en cuarentena tras infectarse. Y el hermano de su expareja y la mamá de su pareja actual fallecieron por COVID. 

“Muchas veces me digo: ¿Qué clase de pesadilla es esta que no acaba? ¿Cuándo voy a despertar de una vez?”, se pregunta. 

Y a todo esto, hay que añadir el estigma, de la discriminación. En el vecindario ya los miran diferente, asegura Fabiola. En la tiendita de la esquina, cuando su hija entra, la gente sale corriendo, en silencio y sin mirar atrás. O cuando saca el coche del garaje y coincide con el vecino de al lado, éste se mete de nuevo para esperar a que ella se marche. 

“Es muy triste -murmura la mujer-. De por sí traes un enorme duelo, porque no pudiste despedir a tu ser querido, y encima se nos quedó este estigma, como si en mi casa hubiera la peste”. 

No obstante, matiza a colación, en la muerte de su hermano también hay otra cara de la moneda. La bonita, que atesora en la memoria para seguir adelante. La que le erizó la piel cuando vio a los compañeros y amigos de Óscar acudir a su casa, a pesar del miedo al coronavirus, a presentar sus respetos a doña Dolores. 

A ella le entregaron un apoyo económico y un montón de mensajes escritos a mano. 

En un de ellos, Fabiola dice emocionada que alguien resumió muy bien en pocas palabras a su hermano Óscar: “Era un enojón. Pero un gran compañero. Una gran persona. Y, sobre todo, un gran amigo”. 

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