En la casa de doña Esther, en el barrio San Francisco de Pijijiapan, hay una estatuita de la virgen de Guadalupe y un perro que no para de ladrar.
Una hamaca cuelga en el medio de su cuarto de paredes fuertes: son de blocks con zapatas, para aguantar las vibraciones del tren de carga que, hasta hace unos 20 años, pasaba una vez al día en las vías que corren a lado de su casa.
Es en este hogar que Esther lleva 30 años viviendo y mirando a sus hijos crecer.
“Vamos a llorar todos cuando tiren nuestras casas, que son un patrimonio que hicimos para nuestros hijos. Además, uno de ellos aquí tiene un horno para hacer pan y es su única fuente de trabajo”, dice Esther.
“Hay vecinos de la tercera edad, siento que les va a dar un paro al ver que están demoliendo sus casas. La gente ya se está enfermando”.
Fue en marzo de 2023 cuando la gente de Pijijiapan se enteró de que este poblado de la región Costa de Chiapas iba a ser cruzado por una de las tres líneas férreas previstas por el megaproyecto llamado Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec: el Ferrocarril K, que en agosto pasado la Secretaría de Marina (SEMAR) empezó a construir entre Ixtepec (Oaxaca) y la frontera con Guatemala, y que de acuerdo con el presidente Andrés Manuel López Obrador estará listo para finales de agosto de 2024.
Se trata de una línea de 450 kilómetros que se conecta con el ferrocarril centroamericano e implica la rehabilitación de las vías que existen desde principios del siglo pasado.
No fue esta la forma en que, durante su primera reunión, las autoridades presentaron el proyecto a los centenares de familias afectadas de Pijijiapan.
“Va a llegar el Tren Maya”, les dijeron y advirtieron que las obras de rehabilitación implicaban la demolición de todo lo que se encontraba a quince metros de las vías, en ambos sentidos.
Esto, a pesar de que la mayoría de los vecinos tienen títulos de propiedad y llevan décadas pagando predial.
Fue durante la segunda reunión, meses después, que el presidente municipal Carlos Alberto Albores Lima subió el tono.
“Dijo que ya es un hecho, que tenemos que desalojar, que el tren va a pasar, queramos o no”, recuerda Esther. La presencia en la reunión de hombres uniformados de la SEMAR y de la Guardia Nacional volvían las palabras del alcalde especialmente aterradoras.
A las familias que viven a lo largo del derecho de vía del Ferrocarril K, que en la última reunión ha sido restringido a diez metros, el gobierno ofrece 6 mil pesos con el compromiso de desocupar sus casas y, una vez desalojadas, pueden cobrar otros 30 mil pesos que usarán para rentar una nueva casa, en espera de que la Comisión Nacional de Vivienda (CONAVI) los reubique.
Esto ocurre no sólo en Pijijiapan, sino a lo largo de toda la región Costa y Soconusco de Chiapas, donde en algunos tramos ya se realizó el desmonte y la demolición de viviendas. En poblados como Huixtla, las familias afectadas se movilizaron y están determinadas a luchar para no ser desplazadas de sus casas.
“El presidente municipal de Pijijiapan nos dijo que nos iban a reubicar en un terreno que se llama Santa Rosa, que es donde desemboca el drenaje y apesta mucho”, dice Esther.
“Fue allí cuando nos organizamos y un grupo fue a CDMX, pero el presidente Andrés Manuel López Obrador nunca los recibió”.
Asomada a la puerta de la casa de doña Esther, una vecina dice que con los 36 mil pesos que el gobierno ofrece no se alcanza a cubrir ni un año de renta, y que no cree en las promesas de reubicación.
Otra llora al recordar cuando, hace más de cincuenta años, compró su terreno a un lado de las vías e iba con su cubeta a vender agua de coco a los pasajeros de los dos trenes que pasaban por aquí: el Pollero y el Panamericano.
“Entonces era puro monte, nada más había iguanas”, recuerda la mujer. “Me costó mucho esfuerzo comprar este terreno y pagar el predial cada año, ¿qué voy a hacer cuando me digan de desocupar mi casa? ¿Y si luego no me reubican?”.
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El Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec contempla también la más conocida línea férrea Z, que se inaugurará el 22 de diciembre y va de Salina Cruz a Medias Aguas, a 100 km de Coatzacoalcos.
Se trata de un ferrocarril que permite el transporte de mercancías entre los dos puertos istmeños y una conexión seca entre océanos, que algunas empresas podrían preferir al Canal de Panamá.
El megaproyecto prevé además la construcción del Ferrocarril FA, que tendrá un ramal hacia la refinaría Dos Bocas y enlazará Coatzacoalcos con Palenque, en Chiapas, donde llegará también el Tren Maya.
De acuerdo con el general Óscar David Lozano Águila, director general de la empresa Tren Maya, allí se instalará un patio de cambio para conectar el ferrocarril peninsular con el Transístmico.
Palenque funcionará entonces como gozne (bisagra) entre los dos megaproyectos que, como se puede apreciar mirando a un mapa de sus trazados, en la práctica son una única línea férrea que corresponde a lo que anteriormente era el Ferrocarril del Istmo (FIT).
Es decir, un tren de carga podría viajar de la península de Yucatán a Coatzacoalcos, cruzar el istmo hasta Salina Cruz y de allí seguir hasta Centroamérica.
Palenque recibe también otra obra de infraestructura que es colateral al megaproyecto: la Carretera de las Culturas, que lleva hasta Pijijiapan y ha costado la cárcel a un grupo de opositores, sentenciados por haber asesinado a un policía en un proceso con muchas anomalías.
“No se trata sólo del tren, se trata de un plan de ordenamiento territorial funcional al despojo de la tierra que hemos sembrado y cuidado, de nuestras casas, de nuestro territorio y memoria ancestral”, afirma Paulette Hernández Núñez del Consejo Autónomo de la Costa de Chiapas.
“Aquí tenemos todo lo que nos hace falta: los productos del campo, el pescado. No necesitamos este tren de comercialización que nos trae plazas y grandes empresas como Walmart. Hace unos veinte años se hablaba del Plan Puebla Panamá (PPP) y es justamente ese mismo modelo capitalista”.
La creación de una red de infraestructura mesoamericana es un sueño que López Obrador heredó de las pasadas administraciones.
Proyectos como el Plan Puebla Panamá de Vicente Fox o el Proyecto Mesoamérica del sexenio de Felipe Calderón también contemplaban inversiones en red eléctrica, gasoductos, carreteras y líneas ferroviarias para conectar México y los países del Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras).
La misma propuesta viene también de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), que en 2020 presentó el Plan de Desarrollo Integral para Centroamérica (PDI) , donde considera prioritarias las mismas obras contempladas por el Corredor Interoceánico, como la conectividad ferroviaria mesoamericana y la construcción de un gasoducto de 600 km para transportar gas natural de Estados Unidos a Centroamérica.
Este gasoducto ya está contemplado por el plan de expansión del Sistema de Transporte y Almacenamiento Nacional Integrado de Gas Natural (Sistrangas) 2020-2024 y correrá de Ixtepec a Tapachula a lado del Ferrocarril K.
Está a cargo de la empresa Rassini, se llama gasoducto Prosperidad y, de la misma forma que la línea de ferrocarril, en Oaxaca se conectará con otro ducto que va de una costa a la otra del Istmo de Tehuantepec.
El Ferrocarril K tendrá también una bifurcación llamada Línea KA, que de Tapachula irá a Puerto Chiapas, muelle que está siendo renovado y ampliado. Su vocación al servicio del extractivismo minero queda explicita en el Plan Maestro del API Puerto Chiapas: “Puerto Chiapas tiene como deseo estar a la altura del crecimiento que la industria minera de la región tiene por los próximos veinte años, para el abastecimiento de minerales en el sureste asiático”.
Con el pretexto de contener la entrada de migrantes a este territorio fronterizo, las regiones Costa y Soconusco de Chiapas están militarizadas: en los diez municipios que cruzará la línea férrea K hay tres cuarteles de la Guardia Nacional y uno más está en marcha.
Además, en la carretera federal brotan los retenes: durante nuestro recorrido encontramos cuatro a lo largo de los ochenta kilómetros que dividen Pijijiapan de Tonalá, donde recién se demolió la estación de ferrocarril para construir una nueva.
La SEMAR ya tiene unos 1500 elementos desplegados en Chiapas y la Línea Férrea K está trayendo todavía más militares.
En la comunidad de Joaquín Amaro, una camioneta de marinos está estacionada a lado del lugar donde surgirá la estación del ferrocarril.
Allí, hace un par de semanas empezaron las obras: las plantas y árboles que ocupaban el derecho de vía han sido talados, los antiguos rieles fueron removidos.
Las excavadoras y los camiones de volteo de la SEMAR trabajan a pleno ritmo a un paso de la casa de doña Beatriz.
“No me prometieron dinero, nada más me dijeron que me iban a reubicar mi casita aquí a un lado”, dice la mujer al mostrar la vivienda que el mismo gobierno construyó hace más de dos décadas a pocos metros de las vías.
Algunas casas de Joaquín Amaro ya han sido demolidas.
Un día de octubre, Dulce Karen amaneció con el sonido de las excavadoras tirando su barda y sus árboles de coco.
Le dijeron que iban a regresar para demoler también su casa, sin informarle de quién era la orden, que fue ejecutada unas semanas después.
La joven, madre soltera de cinco hijos, firmó un documento del que no tiene copia ni mucha claridad sobre su contenido. Ya recibió su tarjeta con 36 mil pesos y la promesa de ser reubicada.
“El día en que vinieron yo no estaba, pero a una vecina le dijeron que en junio o julio estarán nuestras casas, sin dar más detalles. ¿Cómo voy a estar contenta con este arreglo? Yo no quería dinero sino mi casita, me costó dinero y esfuerzos y me dio mucha tristeza cuando la tiraron”, dice Dulce Karen, que ahora vive con sus hijos en un cuarto en casa de su madre.
Tras varios años de búsqueda, Yanette Bautista logró hallar los restos de su hermana. Sin embargo, hasta ahora no ha logrado que la Justicia actúe contra los responsables.
El primer recuerdo que Yanette Bautista tiene de su hermana, Nydia Erika, es de aquella vez cuando en un lugar apartado y campestre fueron sorprendidas por su padre, a quien no veían desde hacía meses.
“Tendría unos 5 años y ella 7. La alegría compartida de ver a mi padre, quien vivía en Venezuela y pasaba mucho tiempo del año fuera de la casa, es algo que recuerdo siempre”, cuenta Yanette.
Ella también recuerda exactamente la última vez que vio a su hermana: fue casi tres décadas después, en el cementerio de Guayabetal, una población ubicada unos 50 kilómetros al oriente de Bogotá, la capital de Colombia.
“Eran pedazos de huesos, pero entre ellos estaba el crucifijo que le había dado mi mamá. Así supe que era ella”, señala Yanette.
Tres años antes, el 30 de agosto de 1987 su hermana había sido desaparecida por el ejército colombiano. Entonces Yanette dejó su vida de secretaria ejecutiva para dedicarse por completo a buscar a Nydia Erika.
“Las mujeres somos las únicas que buscamos a los desaparecidos. Si no lo hacemos nosotras, nadie los busca”, señala.
Y añade: “Son las mujeres las que buscan con valentía. Desafiamos las reglas de silencio y opresión impuestas por quienes hicieron desaparecer a nuestros seres queridos, y terminamos defendiendo los derechos de todas las personas. Por eso me quité los tacones y me los cambié por zapatos de trabajo para comenzar a buscar a mi hermana”.
Y en un país en el que se estima hay 80.000 personas desaparecidas por el conflicto interno, que se extendió durante cinco décadas, la labor de Yanette y de otras decenas de mujeres resulta casi indispensable.
“Desde que desapareció Nydia Erika me la pasé gritando: ‘Vivos se los llevaron, Vivos los queremos’”, relata la hermana.
“Pero no sabía que nos la pasamos buscando muertos”.
A pesar de los esfuerzos de Yanette y de las confesiones hechas por militares involucrados en el caso, la desaparición de Nydia Erika Bautista permanece impune.
La historia de Yanette y Nydia Érica tiene su origen en la violencia. Y en el amor.
El padre de ambas era un militante a ultranza del Partido Liberal, que durante gran parte del siglo XX tuvo una feroz disputa con el Partido Conservador por el control del poder en Colombia.
Los años de mayor fragor se conocieron como los de “La Violencia”, que se estima dejó cerca de 100.000 muertos.
“Mi padre era liberal. Y un día fueron por él y le metieron varios balazos que lo dejaron malherido”, señala Yanette.
Se lo llevaron de urgencia a un hospital cercano. “Ahí trabajaba mi mamá como enfermera. Lo comenzó a cuidar y se enamoraron”.
Pronto, la suya se convirtió en una familia de seis hermanos que vivían en un barrio de clase media en Bogotá.
“Al poco tiempo nos dimos cuenta que Erika era la favorita de mi papá”, relata Yanette.
Cuenta que su papá se ponía junto a ella a escuchar la legendaria emisora Radio Cubana, en los inicios del régimen castrista en la isla.
“Creo que era su favorita porque leía mucho. Ella en una fiesta prefería sentarse a hablar de política que bailar”, dice.
La influencia política de su padre, los libros que leía y el ambiente de los años 60 modelaron el carácter militante de Nydia Erika.
“Estudió sociología en la Universidad Nacional. Allí fundó ‘El Aquelarre’, un periódico donde se discutían los temas sociales que aquejaban al país en la década del 70”, relata.
Fue en ese entonces que se unió a la guerrilla del M-19, un movimiento subversivo urbano que había nacido en los años 70. Ella operaba entre Bogotá y Cali.
“Ni a mis padres ni a mí nos gustó que lo hiciera. El ambiente del país no estaba propicio para pertenecer a un movimiento guerrillero, aunque su papel era más político que militar”, anota Yanette.
El temor familiar se volvió realidad: en 1986, fue detenida por miembros de la II Brigada, con sede en Cali, la tercera ciudad del país.
Fue torturada durante varios días hasta que un colectivo de defensores de los Derechos Humanos se acercó a las instalaciones del batallón y exigió su liberación.
Yanette y Nydia Erika se mudaron juntas a un apartamento en el centro de Bogotá con sus hijos.
“Ella, a pesar de lo que le había pasado, siguió en la militancia. Recuerdo que al apartamento donde vivíamos juntas venían a visitarla muchos dirigentes del M-19”, dice Yanette.
A pesar de no tener convicciones religiosas, uno de los hijos de Nydia Erika decidió hacer la primera comunión. La fecha elegida fue el domingo 30 de agosto de 1987.
“Ese día fue acompañar a una amiga a coger el bus y nunca más volví a saber de ella”, recuerda Yanette.
Durante horas, tanto su Yanette como los otros miembros de la familia comenzaron una búsqueda frenética para poder hallar a Nydia Erika.
Pasaron las horas. Los días. Las semanas.
“No aparecía. Nadie sabía qué había pasado con ella. Nosotros suponíamos que tenía que ver con su militancia, y les preguntamos a los dirigentes y comandantes si sabían algo. Tampoco sabían nada”, recuerda.
Fue entonces el momento en que Yanette dejó su trabajo y se dedicó a buscar a su hermana por todo el país.
“Nadie nos daba una respuesta. Fuimos a todas las entidades del gobierno, pero ni una sola pista. Nosotros teníamos claro que esto había sido una acción del ejército, pero no teníamos ninguna prueba”, señala.
Comenzaron a llamarla, a amenazarla. “Que no buscara más, me decían”.
Lo que sí ocurrió, detalla Yanette, es que se generó un movimiento de personas, de distintas organizaciones sociales colombianas, que comenzaron a seguir a Yanette en su empeño de buscar a su hermana.
En 1991, casi cuatro años después de la desaparición, alguien habló: el sargento Bernardo Alfonso Garzón, quien pertenecía al batallón número 20 de Inteligencia y conocía el destino de decenas de personas que fueron desaparecidas por el ejército nacional.
“Él nunca nos dijo nada de frente. Pero en una confesión, señaló que a Nydia la habían dejado tirada en la vía a Guayabetal”, dice.
Entonces comenzó la búsqueda en el terreno. Y efectivamente, uno de los administradores del cementerio de Guayabetal recordaba que tres años antes habían traído el cuerpo de una mujer que coincidía con la descripción de Nydia Erika.
“Hicimos la exhumación y ahí vi el crucifijo que le había dado mi mamá. También tenía la ropa que sabíamos que era suya”, recuerda.
Un examen confirmaría más tarde que ese era el cuerpo de Nydia Erika Bautista. Y 13 años después, debido a denuncias de que esos restos no pertenecían a Nydia Erika, la Fiscalía Colombiana confirmó su identidad medianteuna prueba de ADN.
Tras varias investigaciones, tanto Yanette como la familia pudieron saber lo que había pasado con ella.
Esa noche del 30 de agosto de 1987, miembros del ejército tomaron a la fuerza a Nydia Erika y, tras someterla a torturas, la asesinaron.
Posteriormente su cuerpo fue dejado en la carretera a Guayabetal, a la intemperie durante nueve días, hasta que fue hallado por dos personas que pasaban por el lugar.
“La enterraron como una NN. Nosotros por supuesto no sabíamos nada”, dice Yanette.
“Desde ese día dejé de gritar que nos devuelvan vivos a los desaparecidos. No tiene sentido. Los que hacemos esto, buscar a nuestros desaparecidos, solo buscamos personas muertas”, reclama.
Sin embargo, su lucha no terminó allí.
“A Nydia Erika la mataron personas del ejército nacional de Colombia. El Estado mató a mi hermana. Pero a pesar de que eso está claro, nadie ha pagado por su crimen”, dice.
En este sentido, la justicia colombiana ha dado varias vueltas. En 1995 un general y varios suboficiales fueron destituidos por el crimen de desaparición y asesinato.
Pero en distintas instancias judiciales y más por fallas en el proceso que por pruebas que exoneren a los militares, hasta el momento no se ha emitido ninguna condena en contra de las personas involucradas en la desaparición forzada de Nydia Erika.
Entonces, con la idea de continuar con su lucha, decidió crear la Fundación Nydia Erika Bautista, no solo para seguir el reclamo de justicia para su hermana sino también para ayudar a otras mujeres que buscan a sus desaparecidos.
“Somos las mujeres las que hacemos esta tarea. Sin las mujeres, Colombia no encontraría a sus desaparecidos. Por eso nos tenemos que apoyar entre nosotras”, anota.
Pero eso ha tenido un costo. Tras arrancar con la fundación, debió exiliarse durante siete años a Alemania debido a las amenazas que recibía por su trabajo de denuncia en Colombia.
Ahora, tras tres décadas de lucha, dice que es imposible no recordar a su hermana todos los días.
“Nosotros éramos padre y madre de nuestros hijos. Ellos no tenían papá y a sus hijos los considero mis hijos y ella trataba a los míos como suyos. Ese es un vínculo muy fuerte”, concluye.
Hasta el momento, a pesar de distintas condenas de la justicia local, ningún militar ha sido condenado por la muerte de Nydia Erika.
“Vamos a seguir luchando. Hasta el final”, promete Yanette.
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