
“Mamá, saliendo de la entrevista de trabajo te marco. No te desesperes. Voy a estar bien”.
Beatriz Uscanga dice que eso fue lo último que le dijo por teléfono su hijo Sebastián Menéndez, de 18 años, antes de desaparecer la mañana del 4 de septiembre.
Un día antes, entre las 21 y las 21:30 horas, Sebastián había llamado a su madre desde Querétaro, ciudad a la que emigró un año antes para trabajar, porque en su municipio natal, Cosamaloapan, Veracruz, las oportunidades para iniciar un futuro escasean.
—La noche previa me dijo: “¿Qué crees, mamá? Te tengo una sorpresa”. Le pregunté de qué se trataba, pero sólo respondió: “Mañana te digo”. Esa noche, quizá por la intuición de madre que presiente que algo no está bien, ya no dormí nada”.
Al parecer, la sorpresa que el joven quería darle era que había encontrado un trabajo mejor pagado que el que tenía como mesero en Querétaro. Un supuesto amigo —a quien nadie en la familia ni en el entorno de Sebastián conoce—, le habría ofrecido el empleo, pero en Jalisco. Incluso, alguien que también se desconoce, le habría comprado el boleto de autobús para que viajara a Guadalajara, donde debía tomar un Uber en la nueva central de autobuses para llegar a una supuesta entrevista en Zapopan, municipio conurbado con la capital jalisciense.

Beatriz narra la última conversación:
—Me llamó a las 8:45 horas del 4 de septiembre. Me dijo: “Mamá, estoy en la Central de Autobuses de Tlaquepaque, en Jalisco”. Lo noté nervioso. Le pedí que buscara ayuda, que se acercara con la Guardia Nacional o con la policía. Pero me respondió que no, que ya había llegado el Uber que le habían mandado y que lo llevaría a Zapopan. Empecé a gritar, muy preocupada, y él solo me dijo que lo sentía, que iba a una entrevista y que saliendo me marcaba. Pero ya no hemos vuelto a saber nada de él.
Quizá por desconfianza o por temor, Sebastián no usó el boleto de autobús que le compraron. En su lugar, viajó desde Querétaro mediante la aplicación Blablacar, donde se comparten trayectos y gastos con otras personas.
El joven, de 1.80 de altura, cabello corto y ondulado, de color castaño oscuro, llegó a la central vestido con una camisa de manga larga negra, chamarra negra con el logo de un conejo, pantalón azul claro de mezclilla y tenis blancos. En el cuello llevaba una cadena con un dije de San Benito, el patrón que protege de los peligros y las tentaciones.

La última pista de Sebastián se pierde en Zapopan. A partir de ahí, aunque su madre lo llamó con insistencia, así como sus amigos, el joven nunca volvió a contestar.
Su teléfono ya estaba apagado.

Beatriz recorrió más de 900 kilómetros en autobús desde Veracruz para iniciar una búsqueda incesante de pistas que conduzcan a su hijo desaparecido.
—Yo me llevo a mi hijo de Jalisco —asegura, tajante, durante la entrevista con Animal Político—. Me lo voy a llevar de aquí, pero me lo voy a llevar vivo. No quiero ver que la ficha de mi hijo diga: “localizado sin vida”. No —niega con la cabeza—. Yo lo quiero vivo.
Cuando se le pregunta qué cree que pudo haber ocurrido, responde de inmediato: su hijo —casi adolescente aún— fue “reclutado” mediante engaños. No sabe por quién, pero está convencida: el crimen organizado usa ofertas falsas de empleo para atraer a jóvenes, hombres y mujeres, con sueldos competitivos. Los citan a una supuesta entrevista y desaparecen.
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Organizaciones civiles como la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) han señalado en informes recientes que ese engaño, a través de ofertas laborales falsas, es una de las principales formas de reclutamiento forzado y trata de personas en el país.
“En estos casos, dichas supuestas ofertas se dan en espacios públicos accesibles, como centros comerciales y tiendas. Estas ofertas prometen trabajos atractivos, estudios o incluso relaciones amorosas para captar a sus víctimas”, se lee en el informe ‘Infancia Cuenta’, publicado por REDIM el 30 de septiembre.
Colectivos de madres buscadoras de Jalisco han denunciado que ese modus operandi se repite en la nueva central camionera de Tlaquepaque, a apenas unos 12 kilómetros del palacio de gobierno estatal y de la turística catedral del centro histórico.

Las autoridades locales de Tlaquepaque presumen la efectividad de operativos de seguridad en la terminal: entre el 1 de octubre de 2024 y abril de este año reportan 29 personas rescatadas. Sin embargo, los colectivos sostienen que la terminal sigue siendo un foco rojo de reclutamiento y desapariciones —como muestran el caso reciente de Sebastián Menéndez y el de Alan Ulises Ortiz Romo, de 24 años, visto por última vez en esa terminal el 12 de agosto—. Según un reporte de TV Azteca, el investigador jalisciense Víctor Manuel González Romero registró 67 reportes de personas desaparecidas en la nueva terminal durante el año pasado.
Todo esto ocurre en un estado que lleva años siendo un infierno de desapariciones, especialmente de niños y jóvenes. En la investigación México destruyendo el futuro, este medio documentó que Jalisco fue número uno en desaparición de jóvenes: acumuló, entre 2018 y 2022, un total de 3 mil 448 casos activos de niños, niñas, adolescentes y personas de hasta 29 años desaparecidos, casi el 50 % del total de casos denunciados durante esos años en la entidad. Y registró otros 458 casos de jóvenes localizados muertos, siendo también el número uno en este rubro.
A partir de 2022, Jalisco dejó de aparecer en los primeros lugares de las estadísticas de desapariciones. Activistas, colectivos, padres y madres buscadores atribuyen esa aparente mejora no a una reducción real del fenómeno, sino a fallas en el registro y en la notificación por parte de las autoridades.
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—Da coraje escuchar a las autoridades decir que las desapariciones y la violencia van a la baja —dice Beatriz—, porque es completamente mentira. El martes, en una conferencia mañanera, el titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, presentó datos de una disminución del 32 % de los asesinatos. Pero yo lo estoy viendo y lo estoy viviendo. He ido con las madres buscadoras y me doy cuenta de cuánta gente desaparece a diario, y cuánta aparece muerta. Encontramos cuerpos expuestos, pedazos de cuerpos. “¿Dónde quedó la sensibilidad?”. Ya no hay. ¿Cómo le lloras al brazo de tu hijo? ¿O a una pierna? Y aquí el gobernador está más preocupado por el Mundial de futbol del próximo verano. No necesitamos un Mundial de futbol en Jalisco, necesitamos a los desaparecidos.

Beatriz habla desde un domicilio que le facilitó la Comisión de Atención a Víctimas estatal. Allí comparte vivienda con otras madres buscadoras foráneas que llegaron a Jalisco en busca de pistas. Con ellas, asegura, el infierno es un poco más llevadero. Aunque cuando va a la Fiscalía estatal —cuyo exterior está forrado de fotografías y lonas que exigen la aparición de cientos de desaparecidos—, siente que el mundo se le cae encima.
—Hablo por mi hijo, porque es mi desesperación. Pero desde que desapareció hace unos días hasta hoy han ocurrido un montón más de casos. Y, desgraciadamente, este infierno es muy lento, demasiado lento. La burocracia retrasa todo. Por eso nosotras, las madres, somos las que prácticamente llevamos la investigación.
En su búsqueda Beatriz ha recurrido a todo lo que ha podido: colectivos de búsqueda, periodistas, influencers, youtubers, medios, redes sociales, todo. Aunque las redes sociales, a veces, también le han jugado en su contra por la desinformación, y por las opiniones revictimizantes y estigmatizantes. El clásico: “no cuidaste a tu hijo”.
—Las redes sirven para bien… y para mal. Todos estamos expuestos a vivir un infierno como este. Si yo, que hablaba con mi hijo y le daba educación y consejos, lo perdí por una oferta laboral falsa, ahora imagínate un padre que no hable con sus hijos.

Aun así, insiste en que no hay burocracia ni comentarios maliciosos que la detengan en la búsqueda de su hijo, a quien no ha dejado de ver “como un niño”, y al que define como un “joven amiguero, bondadoso, noble, sencillo y deportista”.
—Yo no busco culpables, ni señalo a nadie. Yo solo quiero que me entreguen a mi hijo, por favor —ruega Beatriz.
Y mantiene su promesa: no se moverá de Jalisco hasta encontrar a Sebastián.
—Yo te voy a buscar, hasta por debajo de las piedras, hijo.

Perú se ha convertido en pocos años en un gran exportador de productos agrícolas, pero se mantienen las dudas sobre cuánto podrá mantener su modelo.
Las vastas llanuras desérticas de la región de Ica, Perú, se han llenado en las últimas décadas de extensos cultivos de arándanos y otras frutas.
Hasta la década de 1990 resultaba difícil imaginar que esta zona del desierto costero peruano, donde a primera vista se ve poco más que polvo y mar, pudiera convertirse en un gran centro de producción agrícola.
Pero eso es lo que ha ocurrido no solo aquí, sino en la mayoría del litoral desértico peruano, donde han proliferado grandes plantaciones de frutas no tradicionales aquí, como los espárragos, los mangos, los arándanos o los aguacates (o paltas, como les llaman en Perú).
La enorme franja que atraviesa el país en paralelo a las olas del Pacífico y las elevaciones andinas se ha convertido en un inmenso huerto y en el epicentro de una pujante industria agroexportadora.
Según las cifras del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego de Perú, las exportaciones agrícolas peruanas crecieron entre 2010 y 2024 un promedio anual del 11%, alcanzando en 2024 la cifra récord de US$9.185 millones.
Perú se ha convertido en estos años en el mayor exportador mundial de uvas de mesa y de arándanos, una fruta que apenas se producía en el país antes de 2008, y su capacidad para producir a gran escala en las estaciones en las que es más difícil hacerlo en el Hemisferio Norte lo han llevado a erigirse en una de las grandes potencias agroexportadoras y proveedora principal de Estados Unidos, Europa, China y otros lugares
Pero, ¿qué consecuencias tiene esto? ¿Quién se beneficia? ¿Es sostenible el boom agroexportador peruano?
El proceso que llevaría al desarrollo de la industria agroexportadora peruana comenzó en la década de 1990, cuando el gobierno del entonces presidente Alberto Fujimori impulsaba profundas reformas liberalizadoras para reactivar a un país golpeado por años de crisis económica e hiperinflación.
“Las bases se sentaron al reducir las barreras arancelarias, promover la inversión extranjera en Perú y reducir los costos administrativos para las empresas; se buscaba impulsar a los sectores que tuvieran potencial exportador”, le dijo a BBC Mundo César Huaroto, economista de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.
“Al principio, la atención se centró en el sector minero, pero a finales de siglo ya aparece una élite empresarial que ve el potencial del rubro agroexportador”.
Pero no bastaba con leyes más propicias ni con la intención.
La agricultura a gran escala en Perú se había enfrentado tradicionalmente a obstáculos como la escasa fertilidad de los suelos de la selva amazónica y la accidentada orografía de la sierra andina.
Ana Sabogal, experta en ecología vegetal y cambios antrópicos en los ecosistemas de la Pontificia Universidad Católica del Perú, explicó a BBC Mundo que “la inversión privada de grandes agricultores, menos reacios al riesgo que los pequeños, facilitó innovaciones técnicas como el riego por goteo y el desarrollo de proyectos de riego”.
La solución del problema de la escasez de agua en el desierto permitió empezar a cultivar en una zona donde tradicionalmente no se había contemplado la agricultura y empezar a explotar sus particulares condiciones climáticas, que lo convierten en lo que los expertos describen como un “invernadero natural”.
“La zona no tenía agua, pero con agua se convertía en una tierra muy fértil”, indica Huaroto.
Todo eso, sumado a innovaciones genéticas, como la que permitió el cultivo local del arándano, posibilitó que Perú incorporara grandes extensiones de su desierto costero a su superficie cultivable, que se amplió en alrededor de un 30%, según la estimación de Sabogal.
“Fue un aumento sorprendente y enorme de la agroindustria”, resume la experta.
Hoy, regiones como Ica o la norteña Piura se han convertido en grandes centros de producción agrícola y la agroexportación en uno de los motores de la economía peruana.
Según la Asociación de Exportadores ADEX, las exportaciones agrícolas representaron en 2024 un 4,6% del Producto Interno Bruto (PIB) peruano, cuando en 2020 no era más que un 1,3%.
El impacto económico y ambiental ha sido notable y ambivalente.
Sus defensores subrayan que ha traído beneficios económicos, pero los críticos apuntan a sus costes medioambientales, como su elevado consumo de agua en zonas donde escasea y la población no tiene garantizado el suministro.
El economista César Huaroto dirigió un estudio para evaluar el boom agroexportador en la costa de Perú.
“Una de las cosas que encontramos es que la industria agroexportadora había actuado como dinamizador de la economía local, ya que incrementó el nivel de empleo de calidad en amplias zonas donde dominaba la informalidad, y se registró un incremento de los ingresos promedios de los trabajadores”, dijo.
Aunque esto no beneficia a todo el mundo por igual.
“A los pequeños agricultores independientes les cuesta más encontrar trabajadores porque los salarios son más altos y también tienen más dificultades en el acceso al agua que necesitan sus campos”.
Efectivamente, la agroexportación parece estar arrinconando las formas tradicionales de trabajar el campo y cambiando la estructura social y de la propiedad en amplias zonas de Perú.
“Muchos pequeños propietarios ven que sus campos ya no son rentables por lo que están vendiendo sus campos a grandes compañías”, indica Huaroto.
Sin embargo, según el mismo economista, “incluso muchos pequeños agricultores se mostraban satisfechos porque la agroindustria les había dado trabajo a miembros de su familia”.
En los últimos años se cuestionan cada vez más los beneficios para el país del negocio agroexportador.
Pero la principal fuente de crítica es el agua.
“En un contexto de escasez hídrica, en que una parte importante de la población de Perú no tiene agua en su casa, el debate en torno a la industria agroexportadora se ha vuelto muy vivo”, señala Huaroto.
La activista local Charo Huaynca le dijo a BBC Mundo que “en Ica se está dando una disputa por el agua porque no hay para todos”.
En esta árida región la cuestión del agua es polémica hace tiempo.
Mientras muchos asentamientos humanos deben arreglárselas con la que llega en camiones cisternas y almacenarla para satisfacer sus necesidades, grandes áreas de cultivos destinados a la agroexportación tienen garantizada la que necesitan a través de pozos en sus fundos y acceso prioritario al agua de riego que se trasvasa desde la vecina región de Huancavelica.
“Se supone que está prohibido excavar pozos nuevos, pero cuando los funcionarios de la Autoridad Nacional del Agua (ANA) llegan a inspeccionar las grandes explotaciones les niegan el acceso alegando que se trata de propiedad privada”, denuncia Huanca.
BBC Mundo solicitó sin éxito comentarios a la ANA y al Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego de Perú.
Huanca ve indicios de que el acuífero subterráneo que abastece gran parte del agua de Ica se está agotando.
“Antes bastaba con cavar cinco metros, pero ahora hay que llegar hasta 10 ó 15 metros de profundidad para que aparezca el agua”.
En Ica apenas llueve, por lo que gran parte del agua se obtiene bajo tierra.
“Los pequeños agricultores se quejan de que a ellos se les exige pagar grandes cantidades por el agua, mientras que las grandes explotaciones cuentan con reservorios y grandes piscinas que llenan y cuya agua luego optimizan con sistemas de riego tecnificado”, indica Huanca.
En esta región se cultivan las uvas con las que se produce el famoso pisco, el aguardiente cuya fama se ha convertido en fuente de orgullo nacional para los peruanos, pero incluso eso es ahora cuestionado.
“Hay quien critica que la uva es básicamente agua con azúcar y, si exportas la uva y sus derivados, estás exportando agua”, señala Sabogal.
En Ica, el reto es hacer sostenible el próspero negocio agroexportador con el medio ambiente y las necesidades de la población.
“Cada vez que hay elecciones se habla de este tema, pero nunca llegan las soluciones. Se debe resolver cómo se va a hacer la economía de Ica sostenible a largo plazo, porque si no hay agua la economía se va a caer”, pide Huanca.
El desafío, en realidad, lo es para todo el Perú agroexportador.
“La situación actual no es sostenible a largo plazo. Está muy bien que haya industria agroexportadora porque genera ingresos y divisas, pero siempre y cuando se destine la cantidad de agua requerida para la población y los ecosistemas”, zanja Sabogal.
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