Sandra Cuevas, la alcaldesa de Cuauhtémoc en la capital mexicana, viste una blusa blanca y luce su habitual cola de caballo de pelo negro liso y el pintalabios rojo que la distingue. Junto a ella, cinco migrantes haitianos, altos, corpulentos, están sentados en círculo alrededor de una mesa y unas sillas de hierro barrocas, de esas con muchos adornos para el jardín.
Sandra Cuevas habla con todos y sonríe; su presencia es tan atenta y cercana que pareciera que ella misma va a empezar a repartir un té con galletas a los migrantes, que, abrumados y extrañados, se limitan a observar el lunch con un sándwich y una manzana que les dejaron sobre la mesa. De hecho, la alcaldesa no se resiste a la foto y toma entre sus brazos a una bebé afrodescendiente a la que le da de beber de una botella, como si fuera un biberón. “Necesitamos más humanidad”, escribió después en sus redes sociales.
Es la mañana del 21 de abril de 2023. Sandra y los migrantes están en el nuevo albergue que la alcaldía inauguró un día antes en la calle Roma de la colonia Juárez, muy cerca del Paseo de la Reforma e Insurgentes.
Han pasado varios días desde que estallara la crisis por la aglomeración de migrantes en la Plaza Bruno Giordanno, donde decenas de personas improvisaron un campamento mientras esperan a ser atendidos en la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR), ubicada a dos calles, en el corazón de la colonia Juárez, un barrio de clase media, gentrificado y que es visitado ―y habitado― por numerosos extranjeros.
“Aquí, los migrantes tendrán áreas verdes, consultorios médicos, psicológicos y el área de dormitorio, baños y regaderas”, presume la funcionaria, para luego destacar que esta casa ―su albergue― se levanta a solo unas cuadras de la COMAR, a diferencia del albergue que ordenó abrir la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, en la alcaldía Tláhuac, para tratar de enfrentar la crisis trasladando hasta allá a los hombres, mujeres e infancias que deambulan en la colonia.
“Aunque lo que más tiene la nueva Casa del Migrante es amor para que la gente sea más feliz”, recalcó Cuevas como colofón.
Cinco meses después, ya sin los reflectores ni la atención de las cámaras, la venezolana Margarita sale del albergue cargada de mochilas ajadas, bolsas y bultos, y sus cuatro hijas que no pasan de los diez años. Aún no dan las 8 de la mañana del 7 de septiembre, pero, como ella, todos los migrantes abandonan el refugio cargados con sus pertenencias para instalarse en la banqueta, donde estarán al menos hasta las tres de la tarde, cuando abre de nuevo el refugio.
Aunque lo de instalarse, dice con resignación Margarita, es mucho decir.
“Lo que hacen es tirarnos como perros a la calle”, lamenta la mujer de 28 años, que responde con un jocoso “no jodas, chamo” a otro venezolano que le pregunta en tono de burla si ya le dieron café y un pan para desayunar.
“No es un albergue completo”, sigue hablando Margarita, mientras sentada entre cartones en la banqueta termina de vestir a una de sus hijas, una niña de cuatro años de ojos inquietos y sonrisa traviesa.
“No te dan nada de comida. Si quieres comer tienes que conseguirla tú por tu cuenta, traerla, y cocinarla en los 20 minutos que te prestan la cocina. Y si no consigues nada, o no alcanzas cocina porque somos muchos, pues no comes. Te toca aguantar hambre”.
Durante la inauguración, la alcaldesa Sandra Cuevas dejó caer, entre los datos y cifras de inversión, que, en efecto, el refugio no ofrece alimentos, al contrario de lo que sucede en la gran mayoría de albergues de la sociedad civil que hay por el sur, centro y norte del país, donde activistas y organizaciones mueven cielo y tierra para conseguir recursos y donaciones y ofrecer a los migrantes tres comidas, o al menos una.
En este caso, lo único disponible es la cocina, pero con tiempo y cupo limitado. “Si cocinamos de uno en uno, podemos terminar a las cuatro de la mañana”, bromea Lenin, un venezolano cincuentón, que subraya que comer o no hacerlo depende muchos días de que algún grupo religioso, activista, o vecino caritativo, se acerque para dejarles unas latas de atún.
Por ejemplo, Oriana, 19 años, venezolana también y madre de un bebé de cuatro, dice que lleva un día completo sin comer más que unas galletas saladas.
“Comió mi hijo, pero yo no”, asegura la joven de ojos negros, pelo ensortijado y tez cobriza. Cuando se le pregunta qué planea comer hoy, la joven encoge los hombros, sonríe tímida y alza una botella de plástico arrugada y semivacía. “Nada, agua”, responde con la espalda apoyada en la valla metálica que al otro lado deja ver un McDonalds, el establecimiento que se ha convertido en el improvisado cuarto de baño y ‘oficina’ para cargar el celular.
“Ni cargar el teléfono te dejan en el albergue”, lamentan varios migrantes al unísono, que explican que disponer de un teléfono encendido es fundamental, pues la gran mayoría está pendiente de que las autoridades de Estados Unidos les den una cita mediante la app ‘CBP One’ para analizar su petición de refugio.
”Ahí tampoco te dan sábanas ni toallas, y el agua potable solo la abren diez minutos, y pues el que alcance a bañarse se baña, y el que no, pues a dormir así”, agrega Oriana atusándose la blusa que viste junto con unos desgastados pants que alguien le donó.
A las nueve de la mañana, Margarita y su esposo Héctor, un hombre de 30 años, alto, delgado, ojos verdes y cabeza rapada, ya se han separado. Él tratará de buscar trabajo en algunas de las muchas obras que se levantan por el Paseo de la Reforma, o en un lavacarros cercano.
Ella, por su parte, se quedará cerca del albergue mendigando en la calle que da al cruce con Insurgentes, muy cerca del Senado de la República. Dice que no se puede ir muy lejos porque, y ese es otro problema, el albergue no es permanente. Todos los días se renueva la estancia. Y todos los días hay que hacer fila en la calle para alcanzar una de las fichas que reparten los policías capitalinos que determinará el orden de entrada y el cupo.
Por eso los migrantes no se despegan de la banqueta. Y por eso, también, el círculo vicioso: si se marchan a buscar empleo para poder comprar alimentos que cocinar, puede que no entren esa noche al albergue. Y si no lo hacen, no tendrán alimentos que cocinar, salvo que algún alma caritativa vaya al lugar y se los done.
“La dormida bajo techo no es segura”, expone Margarita, que niega con la cabeza. Junto a ella, sus cuatro hijas se entretienen jugando con lo que hay a su alrededor: palos y un par de piedras. Mientras, a unos pocos pasos de distancia, una enorme explanada verde yace solitaria dentro del albergue vacío.
“Si por lo menos nos anotaran ahí y nos dijeran, bueno, les vamos a dar siete noches para que estén aquí. Entonces, una ya sabía que es seguro y ya puede salir a buscar trabajo, a trabajar desde la mañana hasta la tarde. Pero así como lo están haciendo, la dormida no es segura. Y eso también nos está obligando a no poder buscar trabajo y a tener que salir a la calle a pedir una moneda para conseguir algo de comer”.
Jonathan Alexis tiene 33 años y es hondureño. Vestido con unos pants, una sudadera y una gorra que apenas le cubre los chinos del pelo negro azabache, el migrante hace compañía a Margarita y a sus hijas, que se escondieron espantadas detrás de su madre ante los improperios y gritos ―“estos son los riesgos de la calle”, suspira Margarita― de un hombre en situación de calles que insulta a los viandantes de Reforma y clama furioso contra el capitalismo.
“Mira hermano, yo preferí estar en la calle, a estar ahí adentro. Al menos aquí afuera no lo humillan a uno”, se arranca Jonathan, que cuenta que la noche que llegó al refugio fue expulsado sin miramientos.
“Me decía la licenciada que tenía que darle un documento con foto, ¡pero qué carajo documento le voy a dar si me asaltaron en el tren, en la mentada Bestia!”, clama el hondureño con los ojos negros muy abiertos.
“No tienen empatía con el migrante. Le expliqué mi caso, pero no le importó. Me echó pal carajo. Imagínese, si detrás de mí hubieran venido mareros o malandros, pos ya me hubieran secuestrado, o ya estaría yo muerto”.
El testimonio de Jonathan acerca de que fue expulsado a la calle, aun y cuando su vida podía correr peligro, no es único entre los migrantes. Al menos otros cuatro, de nacionalidades distintas, aseguran que personal del albergue expulsó de las instalaciones a otro migrante con discapacidad, sin que estén claros los motivos.
“Ya habíamos entrado todos y llegó un señor en silla de ruedas. Ya estaba lloviendo, pero lo sacaron a la calle y lo dejaron ahí tirado. Se nos hizo el corazón chiquito”, dice uno de los migrantes que pide no revelar su identidad por temor a que lo expulsen del refugio.
Con la gorra entre sus enormes manos, Jonathan comenta que a lo largo de su trayecto hacia el Norte ha pasado por muchos albergues de la sociedad civil.
Mira al cielo todavía limpio de nubes y los recita de memoria: Tapachula, Tenosique, Palenque, Coatzacoalcos… En todos, dice alzando la mano, recibió un trato de primera. “Ahí sí atienden a la gente como es debido”, insiste.
“No hay discriminación, y hay comida a morir, ropa, salud, transporte, lo que quieras”. Nada que ver con lo que se encontró en la Cuauhtémoc.
“Mirá vos, yo pensé que sería un mejor refugio porque estamos en la capital de México, que es una ciudad enorme. Pero fue un engaño, la verdad. Esto, hermano, no es un albergue”, dice apuntando con la barbilla a las instalaciones que tiene a su espalda. “Ahí no te dan comida, ni ropa, ni nada. No es un albergue, es una estafa”, insiste.
Otras de las denuncias en las que coinciden varios migrantes entrevistados, tanto hombres como mujeres, es que a la Casa del Migrante Cuauhtémoc llegan alimentos donados, ropas, medicamentos y juguetes para los niños, pero estos no llegan, o no todos llegan, a los migrantes.
“Llega comida, y en lugar de regalarla, la embodegan. Llega ropa y también. ¿Pero, para qué, hermano?―se pregunta de nuevo Jonathan con los ojos abiertos como platos―. Si todo eso es para los migrantes, ¿por qué se los guardan?”.
“Han donado ropa y juguetes, y los tienen ahí guardados”, denuncia también Adonis, de 38 años, venezolano.
“E igual con la ropa. Ellos agarran primero y lo que sobre para nosotros”, dice por su parte Carmen, otra migrante venezolana que está tirada en la banqueta junto a su hija de cinco años.
Son casi las dos de la tarde. La fila de migrantes sobre la banqueta de la calle Roma sin número se ha incrementado notablemente. De la docena de haitianos y venezolanos que en la mañana aún dormitaban sobre mochilas, chamarras, o cartones puestos en el suelo, ahora se ha pasado a más de 100 personas que, inquietas, comienzan a tomar posiciones sobre la banca para garantizarse un espacio cuando a eso de las tres o cuatro de la tarde los polis abran la puerta metálica del refugio.
La tensión, el roce, la convivencia en la calle, hace que por momentos la situación se complique.
Los migrantes venezolanos acusan a los haitianos de gozar de privilegios en el refugio. Los haitianos lo niegan, pero en la discusión se escapa algún insulto que está a punto de prender la mecha en plena calle. Ante la ausencia de trabajadores sociales o terapeutas, los polis del albergue son quienes intervienen.
Una vez calmado el revuelo, los agentes comienzan a preguntar a los migrantes varones quiénes tienen sus propias carpas y quiénes no. Extrañado, el periodista le pregunta a Héctor, el migrante venezolano de 30 años, esposo de Margarita y padre de cuatro niñas, que a qué se refieren.
Con una sonrisa agotada ―regresó hace unos minutos de buscar empleo, sin éxito―, el hombre explica que, a pesar de contar con cupo para algo más de 200 personas, la Casa del Migrante Cuauhtémoc solo ofrece un techo y una litera a las mujeres y los niños. “Los hombres dormimos en carpas, el que tenga. Y si no tienes, pues a la intemperie. Al raso”, comenta encogiendo los hombros.
De hecho, la noche anterior, cuando llegaron al refugio, Héctor cuenta que estaba lloviendo. Y como las 6 carpas de las que dispone el albergue ya habían sido ocupadas por otros migrantes, no le quedó más remedio que dormir en la suya, una tiendita pequeña que no aguantó la furiosa lluvia que suele azotar a la capital cuando cae la tarde.
“Las carpas no están aptas para aguantar la lluvia ni nada”, lamenta Héctor. “Mi padre se mojó mucho”, ríe traviesa su hija de cuatro años, que se le abraza al cuello.
“Tampoco dan agua potable para tomar ―agrega―. El que tiene plata, pues compra aquí afuera, pero el que no… Pues toca aguantar la sed, o pedirle a los compañeros para los niños”.
“A los hombres tampoco los dejan bañarse”, interviene Orlando, otro hombre venezolano de 41 años. “Solo es para las mujeres y los niños, y solo 20 minutos, o lo que alcance el agua”.
En cuanto al tema del agua, Javier, hondureño de 35 años, también interviene en la plática para contar aún enojado que el primer día que entró al albergue quiso lavar su ropa y darse un baño luego de semanas de recorrido, y recibió una reprimenda.
“¿Te puedes creer que salieron detrás de mí corriendo gritándome: ‘¡Hey! ¡Está prohibido lavar aquí la ropa! Cuatro días llevo con la misma ropa puesta. ¡Cuatro días en los que no he podido bañarme ni lavar!”, exclama el centroamericano, que también viaja con una niña de menos de cinco años, que no para de toser en sus brazos.
“La traigo con calentura, pero no hay ni para dónde ir. Mi esposa y yo llegamos aquí bien contentos porque nos dijeron que había un doctor en el albergue. Pero cuál fue nuestra sorpresa que el doctor nos atendió, sí, pero sin darnos ni un medicamento, ni una vitamina, nada. Nos dijo: aquí tienen la receta, vayan y compren a la farmacia. ¿Pero, pues comprar con qué dinero?”, pregunta angustiado ante la mirada de Crismar, que dice que tuvo más suerte y sí consiguió que en el refugio le dieran paracetamol para su hija.
Elideth, otra migrante de Venezuela, escucha ambas historias y asiente en silencio. Va cargada con una enorme mochila negra, agujereada por todas partes y con muchos kilómetros a cuestas ―selva de El Darién, en Colombia, incluida―.
“Claro que agradecemos la ayuda que nos dan”, comienza a decir diplomática, ya dispuesta a introducirse en el refugio. El cielo, ahora nublado y sin rastro del sol, amenaza con lluvias y varios migrantes comentan resignados que esta noche dormirán mojados bajo las estrellas y la polución de la ciudad.
“Lo único que pedimos es que las personas de este albergue tengan conciencia. Deberían ser un poco más empáticos, más respetuosos y más cariñosos con los migrantes, porque venimos sufriendo demasiado en el camino”.
“Solo pedimos eso ―concluye con una sonrisa agotada― que si quieren ayudar, que lo hagan con el corazón”.
Animal Político buscó reiteradamente a la Alcaldía Cuauhtémoc para conocer su postura al respecto. Hasta este 22 de septiembre, la Dirección Comunicación de la alcaldía respondió con una nota informativa:
Johandri Pacheco abordó el tren con dolor de barriga.
Una barriga de ocho meses y medio.
No entró por la puerta del vagón para sentarse en una silla y mirar el paisaje entre Irapuato y Matamoros, desde el centro hasta el extremo oriental de México, en la frontera con Estados Unidos.
Trepó por una escalera lateral del vagón hasta el techo de un tren de carga que pertenece al sistema ferroviario mexicano, una vieja red de trenes conocida como La Bestia.
La migrante venezolana de 23 años estaba exhausta. Junto con su pareja José Gregorio y su hijo Gael, de 4 años, esperaron la llegada del tren durante cinco días en un puente en Irapuato.
Otros migrantes dijeron que aquel tren era conocido como El Bolichero, por unas pequeñas bolas de metal que se almacenan en el techo y que debían cubrir con cartones para descansar durante el trayecto.
Johandri y su novio recolectaron cartones para el viaje y se alimentaron con la comida que activistas y espontáneos repartían en el puente.
La pareja y el niño recorrieron una decena de países durante mes y medio para lograr que Mía, la bebé que Johandri llevaba en su vientre, naciera en Estados Unidos.
“Una amiga me metió miedo, me dijo que si daba a luz en México me iban a devolver a la frontera con Guatemala e iban a registrar a mi hija como guatemalteca”, cuenta desde un refugio de migrantes ubicado en Aguascalientes, en el centro de México.
“Mi miedo era ir al hospital y que Migración me devolviera”.
El tren llegó a Irapuato en la medianoche del viernes 25 de agosto. Faltaban 12 días para el parto, según la estimación del médico que le hizo el último control prenatal.
Johandri se crió en Las Adjuntas, una barriada popular al suroeste de Caracas.
Apenas cumplió 18 años, emigró a Perú poco antes de la pandemia, sin haber culminado el bachillerato ni tener experiencia laboral. “Yo quería conocer el mundo por mis propios medios, conseguir lo mío con mi propio esfuerzo”.
La crisis económica, la falta de acceso a servicios públicos y la violencia en Venezuela impulsaron la migración de más de siete millones de personas desde 2015, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Johandri tuvo su primer empleo en Perú como dependienta en una tienda de zapatos. “Váyase a su país, ustedes los venezolanos vienen a joder”, le decían algunas clientas, según cuenta. Ella fingía que no escuchaba y se daba la vuelta en silencio.
“Esos comentarios no me afectan”, dice al recordar los insultos que recibió en aquella tienda. “Yo estoy luchando por mí y por mi familia”.
En Perú dio a luz a Gael, su primer hijo.
Sin embargo, a mediados de 2021 cambió su perspectiva de futuro. Los precios se incrementaron y su sueldo no bastaba para pagar el arriendo y la comida.
Con menos de US$100 en el bolsillo, Johandri descartó la opción de regresar a la casa familiar en Las Adjuntas y emigró a Chile pidiendo aventones en las carreteras.
Consiguió trabajo como empleada de limpieza en una clínica pequeña en Santiago. Vendía ropa por su cuenta y servía tragos en un bar. Cuando pensó que había conquistado la estabilidad económica, subió la renta de su nuevo departamento y temió verse obligada a regresar a Las Adjuntas.
“Decidí que debíamos irnos de Chile cuando tenía siete meses de embarazo”, recuerda.
“Con la niña en la barriga, tenía mis dos brazos y mis dos piernas para agarrarme de los árboles y atravesar los ríos del Darién, que era una de las partes más difíciles del recorrido. Pero si la llevaba en brazos sería imposible”.
La pareja tenía US$700 para hacer la travesía por tierra junto con Gael hasta Estados Unidos a través de Chile, Perú, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México.
Hicieron el primer tramo del recorrido en autobús, desde Chile hasta Capurganá, un pueblo colombiano fronterizo con Panamá y una de las principales entradas hacia el Tapón del Darién, la intrincada selva por donde transitaron casi 249.000 migrantes durante el primer semestre de 2023, el mayor flujo migratorio registrado hasta el momento por las autoridades panameñas.
Al ver a tantos niños con fiebre, vómitos y erupciones en el trayecto por el Darién, Johandri se alegró de haber tomado la decisión de viajar embarazada. Sin embargo, nunca pensó que el tramo más difícil les esperaba en México.
“En el Darién puedes tomar agua de los ríos y refugiarte bajo la sombra de los árboles. Pero en México nos tocaba caminar cada día durante cinco o seis horas bajo el sol. Todo el mundo quiere robarte, estafarte. Intentamos seguir en autobús y la policía siempre nos bajaba porque no teníamos papeles”.
Después de viajar durante un mes y medio, abordar El Bolichero en Irapuato y llegar a Matamoros era el último paso para cruzar a Estados Unidos.
Johandri y José Gregorio pusieron los cartones sobre el techo del tren y acomodaron a Gael entre los dos para dormir.
A las 2:00 de la mañana, Johandri despertó apretándose el vientre para aliviar el dolor.
Todavía faltaban 12 días para dar a luz.
Cuando Johandri tuvo a su primer hijo, las contracciones de parto estuvieron acompañadas por dolores de espalda. Esta vez solo le dolía el vientre, por lo que supuso que aquellos espasmos eran producto del cansancio y los rigores del tren.
Sin embargo, la presión en el vientre adquirió ritmo, dolía por intervalos y cada vez con más intensidad. Johandri le dijo a su pareja que pidiera ayuda de inmediato. Mía venía en camino.
A las 5:00 de la mañana, José Gregorio tomó uno de los cartones que usaban para dormir y escribió: “Está naciendo un bebé. Necesitamos que el chofer del tren se entere. Urgente”. Le pidió a otros migrantes que pasaran el cartón hacia los primeros vagones, con la esperanza de que llegara a manos del conductor.
Lee: “No es un albergue, es una estafa”: migrantes denuncian mala atención de refugio de Sandra Cuevas
Mientras algunos preguntaban a gritos si alguien podía ayudar a una mujer que estaba pariendo, Johandri y José Gregorio divisaron a un hombre que se aproximaba desde el techo de los primeros vagones del tren.
Era un paramédico venezolano que también intentaba llegar a Estados Unidos. El hombre tomó su celular y llamó a su esposa, una enfermera que le indicaría cómo asistir a Johandri durante las contracciones.
“Prepárate, mi amor. Busca alcohol, esto es lo que vas a hacer…”, recuerda Johandri que le dijo la enfermera a su esposo en altavoz.
Las contracciones ocurrían cada tres minutos, calculó el paramédico. Luego cada dos minutos. Johandri comenzó a vomitar, lloraba sin poder evitarlo. No quería que Mía naciera sobre aquel techo sucio, sobre aquellas esferas de metal que se recalentaban bajo el sol y había que cubrir con cartones para descansar.
Consiguieron alcohol, una tijera y una manta para que el cuerpo de la bebé no tocara los cartones. Johandri se rindió a la idea de que su hija naciera en México, sobre el techo de un vagón de tren.
El paramédico le dijo a José Gregorio que sostuviera a Johandri por la espalda y empujara suavemente la parte superior de la barriga para ayudar a que el feto bajara.
A las 7:00 de la mañana, la abogada Paola Nadine Cortés, activista de la asociación Agenda Migrante, recibió una foto del cartel que escribió José Gregorio pidiendo ayuda.
La abogada llamó a Protección Civil para que un grupo se trasladara a los patios de la compañía Ferromex, en el municipio San Francisco de Los Romo, 222 kilómetros al norte de la estación de Irapuato.
“La idea era habilitar un servicio de emergencia y rescatarla porque me estaban enviando videos y se veía en condiciones lamentables”, cuenta la activista.
La empresa de trenes puso a Cortés en contacto con el conductor del tren en el que presumían que viajaba Johandri.
“Le envié una foto para que viera el número del tren. Entonces el maquinista me dijo: ‘No viene en este tren. Es uno que va más adelante’”.
Aquel conductor se comunicó con su colega y acordaron detener el tren durante diez minutos en la ciudad de Aguascalientes.
“El maquinista me dijo que eran diez minutos contados con reloj. Si no lograban sacarla en ese tiempo, el tren seguiría su camino”, dice Cortés.
El tren se detuvo en la comunidad Los Arellanos, a unos 108 kilómetros de la ciudad de Aguascalientes.
“Por la distancia y la centralización de servicios, el equipo de emergencia no pudo llegar en esos diez minutos que nos dieron”.
Media hora más tarde, cuando Johandri sentía que ya no podía soportar más el dolor, el tren se detuvo.
Cortés obtuvo la autorización de Ferromex para que un equipo de Protección Civil y bomberos bajara a Johandri del techo del tren. “Los vagones son altísimos, así que sacarla de allí requería una coordinación más prolija, para evitar ponerla en riesgo”.
Aparecieron socorristas, bomberos y un médico de la compañía ferroviaria. Subieron al techo del tren, acostaron a Johandri en una camilla y la amarraron. El paramédico venezolano le soltó la mano justo antes de que varios migrantes ayudaran a bajarla por un costado del vagón, junto a la escalera por la que abordó El Bolichero.
Cortés explica que el tramo desde Irapuato hasta Torreón, conocido como la ruta central, es el más transitado en este momento por los migrantes que cruzan México para llegar a Estados Unidos.
“El incremento se ha registrado este año porque la ruta del Golfo, que es la más corta en tren y es la que usan los migrantes más empobrecidos, está muy criminalizada”.
Ante el aumento del flujo de migrantes que abordan los trenes, Ferromex suspendió las operaciones de 60 trenes el 19 de septiembre, para evitar el riesgo de que resultaran heridos o fallecieran en el traslado.
Johandri fue trasladada en una ambulancia al Hospital General de Pabellón de Arteaga, en Aguascalientes. Los médicos dijeron que su cuello uterino tenía cinco centímetros de dilatación, estaba en etapa avanzada de parto.
Mía nació sin contratiempos, cerca del mediodía del viernes 25 de agosto de 2023.
Por intermediación de la abogada, funcionarios del Instituto Nacional de Migración de México visitaron a Joahndri y confirmaron que su hija obtendría la nacionalidad mexicana y que la familia podría quedarse legalmente en el país.
“Estoy muy agradecida porque mi hija y mi familia están bien”, dice Johandri desde el refugio en Aguascalientes.
“Aunque podemos quedarnos en México, no he perdido el sueño de llegar a Estados Unidos”.
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