
Cada día, niñas y adolescentes en todo el mundo enfrentan violencias que nunca debieron existir: físicas, sexuales, psicológicas, institucionales, digitales. Es una realidad tan extendida que muchos la aceptan con naturalidad. Pero no por habitual deja de ser una injusticia aterradora. Este sufrimiento no solo marca vidas individuales, erosiona sociedades enteras al negar a las niñas su derecho más básico: vivir seguras y libres.
Hablar de violencia contra mujeres suele conducirnos a cifras que estremecen. Pero cuando hablamos de violencia contra niñas y adolescentes, el estremecimiento debería convertirse en urgencia. Ellas cargan con una violencia más silenciosa, más normalizada y muchas veces más difícil de denunciar. En muchos países —y México no es la excepción— crecer siendo niña implica vivir entre riesgos que no eligieron, que no entienden y que no debería enfrentar ninguna persona.
Aunque el mundo ha avanzado en leyes, convenciones y discursos de igualdad, las niñas siguen siendo quienes más sufren violencias vinculadas a su género. La mezcla de edad, dependencia, desigualdad y discriminación las coloca en una de las posiciones más vulnerables de cualquier sociedad.
Datos recientes del INEGI son contundentes. En 2022 se registraron 59,141 delitos cometidos contra niñas y adolescentes mujeres de 0 a 17 años. Es una cifra que por sí sola debería alarmarnos, pero su proporción es todavía más grave: equivale a una tasa de 305.6 delitos por cada 100,000 niñas y adolescentes, casi el doble de la tasa registrada para los varones del mismo rango de edad, que fue de 150.8.
Esta diferencia no se explica por azar. Revela algo estructural: la violencia afecta más a las niñas por el hecho de ser niñas.
En ese mismo informe, el INEGI registró que dentro de los delitos sexuales denunciados, el delito de violación alcanzó su cifra más alta en víctimas niñas de 10 a 14 años, con 4,197 casos, frente a 884 casos en varones. Es un dato devastador: justo en la etapa en la que deberían estar construyendo su identidad, descubriendo el mundo y desarrollando autonomía, miles de niñas en México están denunciando violaciones.
Otros delitos —abuso sexual, acoso u hostigamiento sexual, corrupción de menores, violencia familiar— muestran el mismo patrón: las víctimas son mayoritariamente mujeres, incluso desde edades muy tempranas. El mensaje es claro: la violencia de género no inicia en la edad adulta, se gesta desde la infancia.
Y estas cifras solo reflejan los casos que llegan a denunciarse. Los expertos coinciden en que los delitos sexuales contra niñas tienen una enorme cifra negra. Muchas víctimas no hablan por miedo, dependencia económica, normalización de la violencia, culpa inducida o falta de protección institucional. Lo que vemos, por duro que sea, es apenas la superficie.
A veces la conversación pública presenta la violencia contra niñas como una colección de tragedias individuales. Pero la magnitud, persistencia y repetición de los datos obligan a entenderla como un fenómeno sistémico.
Sistémico, porque ocurre en casa, en la escuela, en la comunidad, en internet, en el transporte y en instituciones que deberían proteger. Sistémico, porque los agresores suelen ser personas cercanas. Sistémico, porque no todas las niñas cuentan con redes de apoyo, acceso a servicios de salud mental o canales seguros de denuncia. Sistémico, porque la impunidad es elevada y la respuesta de las autoridades es todavía insuficiente.
Pero también es sistémico porque está sustentado en creencias y prácticas profundamente arraigadas que minimizan las experiencias de las niñas, cuestionan su palabra y restan importancia a su bienestar. Y eso se traduce en una violencia que se hereda, se aprende y se normaliza.
Las consecuencias de la violencia contra niñas y adolescentes no se limitan a los hechos traumáticos. Afectan su salud física y emocional, su rendimiento escolar, su autoestima, su capacidad de confiar en otros, su autonomía económica y su proyecto de vida.
Una niña violentada no solo enfrenta un daño inmediato; enfrenta una desigualdad ampliada. En un país donde millones de niñas ya viven en condiciones de pobreza, la violencia se convierte en una segunda condena. Reducir la violencia no es solo una cuestión de seguridad, es una cuestión de justicia intergeneracional.
La protección de las niñas no puede depender únicamente de políticas públicas —aunque éstas sean imprescindibles. También requiere que todas y todos hagamos una introspección profunda y nos cuestionemos: ¿qué mensajes transmitimos sobre el cuerpo de las niñas?, ¿qué silencios sostenemos cuando sospechamos de una agresión?, ¿qué normalizamos en casa, en la escuela, en el barrio?, ¿qué exigimos (o dejamos de exigir) al Estado?
La violencia contra niñas y adolescentes no puede seguir viéndose como “un problema de otros”. Es un reflejo de nuestras fallas colectivas.
Organizarnos como sociedad es una responsabilidad irrenunciable. Con base en nuestra experiencia en la defensa de los derechos de la niñez y adolescencia, desde Save the Children insistimos en que la prevención de la violencia de género debe comenzar mucho antes de que las agresiones ocurran.
En este esfuerzo, hemos desarrollado espacios de diálogo con niñas, niños y adolescentes para reflexionar sobre los estereotipos de género, cuestionar la desigualdad que los sostiene e identificar situaciones de riesgo que suelen normalizarse en la vida cotidiana. También impulsamos clubes y espacios comunitarios donde se abordan, de manera accesible y segura, distintos tipos de violencias basadas en género, así como las rutas de protección disponibles en cada territorio. Estas iniciativas buscan fortalecer habilidades socioemocionales, brindar acompañamiento y promover entornos donde las niñas y las adolescentes puedan expresar lo que viven sin miedo a represalias.
Sin embargo, ningún esfuerzo comunitario, educativo o social es suficiente por sí solo. La magnitud del problema exige políticas públicas sostenidas, instituciones especializadas, investigación de calidad y sistemas capaces de garantizar acceso real a justicia y reparación. Mientras estos elementos no se articulen con la misma fuerza con la que opera la violencia, las intervenciones seguirán siendo importantes, pero insuficientes frente a un fenómeno que requiere transformaciones estructurales.
Cada número del INEGI representa una vida marcada. Cada caso no denunciado es un silencio impuesto. Cada niña que vive con miedo es un recordatorio de que la deuda no está saldada.
Pero también, cada niña que encuentra refugio, que es escuchada, que accede a información, que recibe apoyo, que participa, que recupera seguridad —es un recordatorio de que las sociedades pueden sanar.
La pregunta crucial es: ¿qué estamos dispuestos a hacer para que ninguna niña vuelva a enfrentar una violencia que pudo evitarse?
Porque ninguna sociedad puede considerarse justa si sus niñas siguen viviendo con miedo. Y ningún futuro puede construirse sobre la vulneración de quienes deberían estar más protegidas.
* Save the Children (@SaveChildrenMx) es una organización independiente líder en la promoción y defensa de los derechos de niñas, niños y adolescentes. Trabaja en más de 120 países atendiendo situaciones de emergencia y programas de desarrollo. Ayuda a los niños y niñas a lograr una infancia saludable y segura. En México, trabaja desde 1973 con programas de salud y nutrición, educación, protección infantil y defensa de los derechos de la niñez y adolescencia, en el marco de la Convención sobre los Derechos del Niño de Naciones Unidas. Visita nuestra página y nuestras redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram.

Las incautaciones de cocaína con destino a Bélgica procedente de Sudamérica se multiplican. Mientras, la sociedad belga sufre las consecuencias del narcotráfico.
A finales de octubre, una magistrada de instrucción belga causó revuelo al publicar una carta abierta para pedirle ayuda “urgente” al gobierno de su país.
La funcionaria aseguraba que el narcotráfico estaba convirtiendo a Bélgica en un narcoestado y advirtió que el Estado de derecho estaba amenazado en este país ubicado en el corazón de Europa y cuya capital es también la capital de la Unión Europea (UE).
“¿Nos estamos convirtiendo en un narcoestado? ¿Exagerado? Según nuestro comisionado antidrogas, esta evolución ya ha comenzado”, acusó la jueza de Amberes, una ciudad cuyo puerto se ha convertido en una de las principales entradas de cocaína en Europa.
La magistrada de instrucción describió al narcotráfico como una “amenaza organizada que mina las instituciones”.
“Se han consolidado grande estructuras mafiosas, que se han convertido en una fuerza paralela que desafía no sólo a la policía, sino también al poder judicial”, añadió.
Aunque los expertos consideran que la denuncia de que Bélgica ya es un narcoestado es una exageración, alertan que el tráfico de drogas se ha convertido en un gran problema en el país europeo.
Debido a una creciente demanda de drogas en toda Europa, los narcotraficantes aprovechan la ubicación estratégica de Bélgica y del puerto de Amberes, como punto de distribución de la mercancía ilícita.
Pero quizá el factor más importante que ha hecho de Amberes un hub de la cocaína en Europa es el hecho de que su puerto es uno de los más grandes del continente: el flujo constante de contenedores ofrece oportunidades para ocultar productos ilícitos en cargamentos.
“Amberes tiene el segundo puerto más grande de Europa y tradicionalmente recibe mercancías de América Latina. Por eso, se ha convertido en un punto de entrada natural, junto con el puerto de Róterdam, para la cocaína”, le dice a BBC Mundo Letizia Paoli, criminóloga y profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lovaina, en Bélgica.
“Y las autoridades neerlandesas comenzaron a intensificar los controles en Róterdam antes que las belgas”, prosigue.
“Pienso que la acusación de ‘narcoestado’ es exagerada, pero hay tendencias preocupantes, sin duda”, añade.
El año pasado, los funcionarios de aduanas belgas interceptaron 44 toneladas de cocaína en el puerto de Amberes, una caída significativa respecto a las 121 toneladas incautadas en 2023.
Pero las autoridades belgas afirman que estas cifras no son necesariamente una señal de progreso.
Durante el primer semestre de este año, 51 toneladas de cocaína con destino a Bélgica fueron interceptadas en Sudamérica, un aumento del 155% en comparación con las 20 toneladas del mismo período del año anterior.
Pero el problema no sólo se limita al sur del continente americano, si no que va más allá.
En diciembre de 2024, las autoridades de República Dominicana informaron la incautación de más de nueve toneladas de cocaína, la mayor en la historia del país.
La droga se encontró en dos contenedores de banano procedentes de Guatemala y que tenían como destino el puerto de Amberes.
Este relativamente nuevo problema belga no se limita a Amberes.
En Bruselas, la capital del país y de la UE, el narcotráfico también está dejando huellas.
Según cifras de la policía de Bruselas, en 2023 se registraron 1.977 casos de tráfico de drogas, un aumento del 26% respecto a 2022 y del 76% desde 2015.
También en el año 2023 se registraron en la capital belga 6.595 incidentes de posesión de drogas.
Y la violencia, que algunos vinculan al uso y tráfico de drogas, parece estar saliéndose del control de las autoridades.
En 2024 se registraron 89 tiroteos en la capital belga y los reportes apuntan que este año la cifra será aún mayor.
De igual forma, desde el año pasado, Bruselas tiene catalogadas 16 zonas que se consideran especialmente peligrosas llamadas hotspots, principalmente relacionadas con bandas criminales y el narcotráfico.
También se han registrado varias muertes relacionadas con las drogas, algo rarísimo hace tan sólo una década.
“Mientras que en 2013 no encontramos ningún asesinato relacionado con el comercio de cocaína en Bélgica, entre 2014 y 2025 encontramos que en Amberes, que es el centro del tráfico de cocaína, hubo seis asesinatos relacionados con la droga”, explica la criminóloga Letizia Paoli.
“Pero si consideramos que en un solo año ocurren alrededor de 160 homicidios en Bélgica, los asesinatos relacionados con las drogas no son muchos. No representan ni siquiera el 10% de los asesinatos asociados con el tráfico de cocaína de alto nivel en Amberes, fueron solo seis en diez años”, matiza.
La carta abierta señala que las organizaciones criminales se han infiltrado en los puertos, las aduanas, la policía e incluso en los sistema penitenciario y judicial.
También afirma que jueces, incluida la autora, han sido amenazados y pide acción gubernamental.
La criminóloga Letizia Paoli asegura que apoya el llamado a que las autoridades destinen más recursos y ofrezcan una mayor protección a los magistrados: “Son peticiones realmente razonables y necesarias”.
Pero insiste en que no hay razón para hablar de Bélgica como un narcoestado.
En su opinión, un narcoestado tiene tres características: un nivel muy alto de violencia que afecte la vida comunitaria, una corrupción relacionada con las drogas tan extendida que alcance las más altas esferas del gobierno y una economía de la droga que aporte mucho al PIB.
“Ninguno de estos tres criterios se aplica a Bélgica”, apunta.
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