Imagine un juez blanco que fue electo por la mayoría blanca de un distrito. ¿Qué justicia puede esperar la población minoritaria negra? ¿Qué opinión tendrán los votantes cuando ese juez dé la razón a una persona negra o de cualquier otra minoría por encima de una persona blanca? Estudios de universidades, que hoy quieren ser censuradas por el régimen de Trump, han demostrado que en lugares de Estados Unidos donde esto ocurre, los jueces tienden a responder a sus votantes, es decir, a los intereses de las mayorías, no a la justicia. Esto debería ser suficiente para buscar otro método de elección de jueces que no fuera la votación.
Los jueces no tienen que representar más que a la justicia; los jueces incluso pueden llegar a ser contra mayoritarios por el bien superior de la justicia y no ser presionados ni coartados por hacerlo, al menos no en una sociedad democrática. El abogado del garantismo jurídico, Luigi Ferrajoli, dice que “los derechos humanos son la ley del más débil”, esto sólo es posible cuando los jueces son los defensores de los más débiles. Esa fue nuestra aspiración como país naciente, reflejada por Morelos en Los Sentimientos de la Nación: Que todo el que se queje con Justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo proteja contra el fuerte y el arbitrario. Si dejamos que los jueces sean electos por las mayorías no será posible proteger a las minorías más débiles contra las mayorías arbitrarias.
Imagine un juez partidario de Morena. ¿Cómo serán sus juicios cuando esté implicado un panista o un reportero crítico del proyecto de la autodenominada 4T o una comunidad indígena que se opone a un macroproyecto gubernamental en su territorio? ¿Cómo será visto por la mayoría que le votó o el poder que lo nombró, si favorece a los contrarios? ¿Y cómo será tratado por el Tribunal de Disciplina Judicial que será votado por la misma mayoría? ¿Cómo será en estados donde gobierna el PAN o el MC y, en esa lógica, que las votaciones favorezcan a jueces de su misma militancia? ¿No hará lo mismo? Imagine ahora que con estas mismas reglas nos gobernara en un futuro una mayoría de extrema derecha. ¿Qué pasaría? Cuando la justicia se confunde con popularidad, no es imparcial y no es independiente; cuando la justicia responde a las mayorías también se le conoce como linchamiento.
La independencia con respecto de las mayorías, del poderoso o el arbitrario, es lo que hace al poder judicial un contrapeso y un requisito fundamental para la justicia. José María Morelos se revuelca en su tumba. El poder legislativo y ejecutivo tienen una gran responsabilidad al eliminar esa garantía de independencia y de ponernos a la ciudadanía en este predicamento de ser sus cómplices llamándonos a votar en nombre de la democracia, fetichizando el voto.
El voto no es la democracia. El voto es apenas el medio para tener una representación (tergiversada y manipulada por los partidos). La democracia también es justicia, garantía de derechos, mecanismos de control y contrapesos al poder, y rendición de cuentas. Olvidamos que el verdadero propósito de la democracia, según sus teóricos independentistas, es aspirar a un régimen de gobierno que sea capaz de repartir equitativamente el poder político, económico y social; pero la inanición democrática a la que nos hemos acostumbrado nos hace aspirar a las sobras que arrojan desde el poder en turno: el voto, sólo el voto.
Dicho de otro modo, hay una relación directa entre falta de democracia e impunidad, falta de democracia y desigualdad, violencia, discriminación o pobreza. Reducir la democracia al voto es hacerle el juego a un sistema político que no ha cambiado, cuyos integrantes se muestran en oposición, pero que en una cosa sí coinciden: en reproducir y, por lo visto, profundizar las prácticas de acumulación del poder en la primera oportunidad, a cualquier precio y a costa de la democracia.
Yo no votaré en las elecciones de jueces porque no quiero legitimar un proceso que pretende quitarnos la posibilidad y la aspiración de un estado democrático de derecho. Este 1 de junio se profundizará la crisis de estado de derecho y de democracia que vivimos desde hace varios lustros con sus consecuencias de más impunidad, pobreza y violencia. La solución no vendrá de la clase política sino de la ciudadanía, la urgencia nos está llamando, es tiempo de articularnos en defensa de la democracia.
Científicos están analizando los olores del espacio, desde los vecinos más cercanos a la Tierra hasta los planetas a cientos de años luz de distancia, para aprender sobre la composición del universo.
El planeta más grande del sistema solar tiene varias capas de nubes, explica, y cada capa tiene una composición química diferente. El gigante gaseoso podría tentarte con el dulce aroma de sus “nubes venenosas de mazapán”, dice. Después, el olor “solo empeoraría a medida que te adentras”.
“Probablemente desearías estar muerto antes de llegar al punto de ser aplastado por la presión”, añade.
“Creemos que la capa superior de nubes está hecha de hielo de amoníaco”, comenta Barcenilla, comparando este hedor con el de la orina de gato.
“Luego, a medida que desciendes, encuentras sulfuro de amonio. Ahí es cuando tienes amoníaco y azufre juntos: una combinación infernal”. Los compuestos sulfurosos son famosos por ser los responsables del olor a huevo podrido.
Si pudieras explorar aún más profundo, continúa, encontrarías las características rayas y remolinos de Júpiter. “Júpiter tiene estas gruesas bandas coloreadas. Creemos que algunos de estos colores podrían ser creados por columnas de amoníaco y fósforo”.
También podría haber moléculas orgánicas llamadas tolinas, moléculas orgánicas complejas relacionadas con la gasolina. Por lo tanto, Júpiter, señala, podría tener un toque de “oleosidad” como de petróleo con un poco de ajo.
Barcenilla es científica espacial, diseñadora de fragancias y estudiante de doctorado en astrobiología en la Universidad de Westminster, Londres. Durante sus primeros años estudiando el cosmos, se preguntaba constantemente: “¿A qué olería eso?”. Entonces se dio cuenta: “Tengo esa molécula en mi laboratorio. Podría crearlo”.
Así que, además de su trabajo académico —la búsqueda de señales de vida en Marte—, Barcenilla se ha dedicado a diseñar aromas que recrean el olor del espacio exterior para la última exposición del Museo de Historia Natural de Londres, Espacio: “¿Podría existir vida más allá de la Tierra?”.
Desde el hedor a huevos podridos hasta el dulce aroma de las almendras, el espacio es un lugar sorprendentemente apestoso, dice.
Cometas, planetas, lunas y nubes de gas tendrían cada uno su propio olor único si pudiéramos olerlos. Pero ¿qué pueden revelar estos aromas sobre los misterios del Universo?
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Antes de lanzarnos a explorar las delicias olfativas del cosmos, quizás valga la pena detenernos un momento en qué son los olores en primer lugar.
El olfato, a menudo subestimado, es posiblemente el sentido más antiguo.
Tomemos como ejemplo un diminuto organismo unicelular, una bacteria, que surcaba los mares arqueozoicos hace unos 3500 millones de años. Al detectar la presencia de una sustancia química, quizás un sabroso nutriente o algún peligro que evitar, el flagelo de la bacteria (su apéndice con forma de cola) actuaba como una hélice, permitiendo a esta diminuta criatura redirigir sus movimientos.
Para nuestros primeros antepasados, este “sentido del olfato más rudimentario” marcaba la diferencia entre la vida y la muerte.
Y nuestro propio sentido del olfato es simplemente una versión más sofisticada de esta capacidad para detectar sustancias químicas en el entorno que nos rodea.
Nuestras narices contienen densos grupos nerviosos compuestos por millones de neuronas especializadas, repletas de moléculas conocidas como quimiorreceptores. Cuando se adhieren a una sustancia química, envían una señal a nuestro cerebro que se interpreta como un olor distintivo.
Este sentido del olfato nos permite detectar las sustancias químicas que nos rodean. Para los humanos, el olfato no solo nos ayuda a identificar alimentos o nos advierte de peligros ambientales, sino que también evoca recuerdos y desempeña un papel crucial en la comunicación social.
Tras millones de años de evolución, la capacidad de oler está intrínsecamente ligada a nuestro bienestar emocional.
Durante los largos y aislados meses en órbita, también puede ser un importante vínculo con el hogar para los astronautas. Pero una estación espacial también puede ser un lugar extraño en lo que a olores se refiere.
“Alexei Leonov [la primera persona en completar una caminata espacial] estaba a cargo de todos los astronautas extranjeros”, dice Helen Sharman, la primera astronauta de Reino Unido.
Era 1991 y Sharman se preparaba para pasar ocho días en la Mir, la estación espacial soviética. Justo antes del lanzamiento, Leonov “me dio una ramita de ajenjo”.
Durante su estancia en la Mir, Sharman de vez en cuando machacaba las hojas de ajenjo para liberar su aroma parecido al de la salvia, porque, dice ella, “es agradable tener un poco de olor a algo”.
En la estación espacial Mir, explica Sharman, había muy poco olor. En microgravedad, el aire caliente no asciende, así que “el olor de la comida caliente no se desprende del plato”. La única forma de experimentar el olor sería “meter la nariz en el paquete”, dice.
Pero había un olor distintivo en la estación espacial que muchos astronautas han reportado después de una caminata espacial. “Me recordó a cuando era niña y pasaba por delante de un taller de coches”, dice Sharman. “Podía oler soldaduras; ese olor metálico en el aire”.
Durante la misión, Sharman realizó experimentos con posibles materiales para la construcción de naves espaciales. “Tenía un montón de películas delgadas, principalmente cerámica, que tuve que colocar en un marco y luego exponer al ambiente circundante de la estación espacial”.
Cuando trajo sus muestras de la esclusa de aire, sintió una oleada de olor, el aroma metálico del espacio. “Ese fue mi experimento favorito, porque olía”. Otros astronautas han descrito un olor similar al de carne carbonizada, pólvora o cableado eléctrico quemado.
Pero la causa de este olor sigue siendo un misterio. Una posible explicación, según Sharman, es que se deba a la oxidación. “La atmósfera, el entorno, alrededor de la estación espacial, es prácticamente un vacío, pero no completamente a esa altura”, explica. “Lo que tenemos en la atmósfera residual es oxígeno atómico”.
El oxígeno atómico, o átomos individuales de oxígeno, puede adherirse al traje espacial o a las herramientas de un astronauta. Al reingresar a la estación espacial, los átomos individuales de oxígeno se combinan con el O2 presente en la cabina, produciendo ozono (O3).
“En cuanto reacciona, se percibe ese olor a ozono”, afirma Sharman. Y nosotros, los humanos aquí en la Tierra, también podemos experimentar el fuerte olor del ozono. ¿Han notado alguna vez el olor metálico de la electricidad estática justo después de una tormenta? Eso es ozono.
Otra posibilidad es que Sharman estuviera inhalando los átomos de una estrella moribunda.
Cuando una estrella muere, libera una enorme cantidad de energía. Durante este proceso, la estrella produce hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) —moléculas con forma de malla de alambre, explica Sharman— que flotan por el universo y contribuyen a la creación de nuevos cometas, planetas y estrellas.
En la Tierra, los HAP están presentes en combustibles fósiles, como el carbón, el petróleo crudo y la gasolina, y a menudo se forman durante la combustión incompleta de materiales orgánicos.
“Si quemas tu comida”, dice Barcenilla, “ese es el tipo de molécula que estás creando. Cuando las estrellas mueren, la combustión crea el mismo tipo de moléculas. Luego flotan en el espacio para siempre”. Muchos de estos compuestos tienen un olor similar al de un disolvente o a naftalina, mientras que otros recuerdan más al plástico o al betún quemados.
Los datos espaciales llegan en diversas formas. La primera información científica espacial llegó en 1958, a través del Explorer 1 de la NASA, en forma de sonido.
En 2022, el Telescopio Espacial James Webb (JWST) de la NASA detectó el primer rastro de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera de un exoplaneta —un planeta fuera de nuestro sistema solar—, el gigante gaseoso WASP-39 b.
El JWST no olió el CO2 en el sentido de inhalarlo, sino que detectó su presencia al rastrear cómo la atmósfera del planeta alteraba la luz estelar al pasar frente a su sol. Al analizar los sutiles cambios en la luz, el JWST puede identificar las diversas sustancias químicas de los mundos extraterrestres.
Y “el espacio es inmenso”, afirma Barcenilla. Está lleno de mundos con olores diversos.
El análisis químico de la atmósfera de Titán, la luna más grande de Saturno, sugiere que huele a almendras dulces, gasolina y pescado podrido. Mientras tanto, el olor a huevos podridos podría disuadirte de visitar el planeta HD 189733 b, un gigante gaseoso abrasador a unos 64 años luz de la Tierra.
Las nubes de polvo interestelar, que giran a través de los brazos espirales de la Vía Láctea, combinan olores a “helados locos” y amoníaco que te hace doblar las rodillas, según dicen los investigadores.
Mientras tanto, en Sagitario B2, una gigantesca nube molecular de gas y polvo cerca del centro de nuestra galaxia, se podrían oler “algunas de las moléculas prebióticas necesarias para la vida”, afirma Barcenilla.
“Allí encontramos sustancias como etanol, metanol, acetona, sulfuro de hidrógeno y etilenglicol, que se pueden usar como anticongelantes”.
Al formiato de etilo se le suele atribuir el aroma a frambuesa del centro de la Vía Láctea, pero, según Barcenilla, esto no es del todo cierto. “Es solo una molécula entre muchas, y si la hueles aisladamente, no huele a frambuesa”.
El formiato de etilo, explica, se encuentra en el interior de diversas frutas. Es en parte responsable del sabor —no del olor— de las frambuesas, pero también del sabor de otras frutas. [También] se asocia con el esmalte de uñas o quizás con el quitaesmalte, y con un olor a alcohol, casi a ron.
Y rastrear sustancias químicas cósmicas no solo puede proporcionarnos detalles vitales sobre la composición del universo, sino también pistas sobre dónde buscar vida, afirma Barcenilla.
“Si pudieras navegar en [el planeta] K2-18b —si hubiera un océano allí y pudieras quitarte el traje espacial—, entonces podría oler a repollo podrido”, afirma Subhajit Sarkar, astrofísico de la Universidad de Cardiff, en Reino Unido.
En 2023, Sarkar formó parte de un equipo que, con la ayuda del JWST, detectó lo que podría ser el rastro de vida en K2-18b, un exoplaneta a unos 120 años luz de la Tierra. El telescopio detectó “un leve indicio”, dice Sarkar, de sulfuro de dimetilo (DMS), a veces considerado uno de los principales componentes que producen el “olor a mar”.
“K2-18b es interesante por varias razones”, afirma Sarkar. Forma parte de un grupo más amplio de exoplanetas llamados subneptunos. Más grandes que la Tierra pero más pequeños que Neptuno, los subneptunos son el tipo de planeta más común en la galaxia y, a pesar de su prevalencia, muchos de sus aspectos siguen siendo un misterio.
“Existen grandes preguntas sobre los subneptunos”, afirma Sarkar. “¿Por qué no existen en nuestro sistema solar? ¿Y de qué están hechos?”.
Una forma de comprenderlos mejor, según Sarkar, es observar sus atmósferas. “Se sabía que K2-18b era un buen objetivo para ello”.
K2-18b es, en teoría, un mundo “hicéano”, un exoplaneta habitable cubierto de océanos. En 2025, Sarkar y sus colegas volvieron a analizar la atmósfera de K2-18b y detectaron un olor aún más intenso a sustancias químicas atmosféricas que, hasta donde sabemos, solo son producidas por la vida, específicamente el fitoplancton y otros organismos marinos.
Según los investigadores, la atmósfera de K2-18b podría contener DMS y/o disulfuro de dimetilo (DMDS).
“Actualmente, desconocemos procesos no biológicos que puedan producir estas [sustancias químicas] en grandes cantidades. Sin duda, en la Tierra es evidente que el DMS y el DMDS se producen biológicamente. Desde ese punto de vista, son biofirmas muy específicas”, afirma Sarkar.
Y con concentraciones 10.000 veces superiores a las de la atmósfera terrestre, los hallazgos sugieren que K2-18b podría albergar un océano “rebosante de vida”, añade Sarkar.
Sin embargo, advierte que es posible que las sustancias químicas provengan de fuentes abióticas, por lo que se necesita más investigación. No obstante, añade que si K2-18b es realmente un mundo oceánico habitable, “entonces encaja en ese panorama, porque entonces existe la posibilidad de que la vida marina produzca esta molécula que, en la Tierra, está asociada con la vida marina”.
Así que quizás no sea necesario viajar al espacio para experimentar su verdadero olor. Muchos de los olores del espacio nos resultan familiares y los encontramos aquí mismo en la Tierra, y algunas personas han intentado recrear el aroma del espacio, como Barcenilla.
Cuando meto la nariz en su cápsula de aromas de Marte en la exposición del Museo de Historia Natural, huelo óxido, polvo y un toque de humedad.
El olor evoca un recuerdo: el rincón trasero de un garaje, lleno de viejas cajas de cartón con libros que alguna vez amamos, y trozos de madera de muebles de generaciones anteriores. Un olor acogedor, de infancia.
Pero quizás el mayor tesoro olfativo de todos no se encuentra tan lejos en el espacio, sino aquí en la Tierra.
No hay nada como el aroma de nuestro propio planeta, dice Sharman. La astronauta describe su regreso a casa en 1991, aún vívido en su mente. “Era finales de mayo, así que, incluso en Asia Central, el suelo no estaba completamente seco el día que regresamos a la Tierra”.
Al aterrizar, la nave rebotó bastante, aplastando las plantas del suelo. “Aterrizamos en un matorral de ajenjo en Kazajistán”, recuerda Sharman.
“La ráfaga de aire fresco al abrir la escotilla fue fantástica. Olía de maravilla, absolutamente delicioso”.
*Este artículo fue publicado en BBC Future. Haz clic aquí para ver la versión original (en inglés).
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