
Mientras escribimos estas líneas, Greta Thunberg navega en el velero Madleen rumbo a Gaza junto a otras personalidades como el actor Liam Cunningham y la eurodiputada Rima Hassan. La intención es llevar ayuda humanitaria a Gaza y romper el bloqueo israelí que impide la urgente entrada de medicina y comida. La misión, aunque se lea simbólica, tiene una muy alta peligrosidad. Hace un mes se intentó una acción idéntica, en la que también participaba Thunberg, y el barco fue bombardeado por el ejército de Israel cerca de Malta horas antes de zarpar.

Ubicación de la Flotilla de la Libertad el 4 de junio (Freedom Flotilla).
Ante la impotencia y la desesperación de ver a más de dos millones de personas sometidas impunemente a la hambruna y un bombardeo incesante, la Flotilla de la Libertad –coalición que encabeza la acción– ha decidido confrontar directamente los actos genocidas como una manifestación más de la crisis civilizatoria actual, la cual tiene entre sus síntomas tanto el genocidio en Gaza como la crisis climática. En un emotivo discurso, Greta habló sobre la peligrosidad de la misión: “El peligro de esta misión no está cerca de ser tan peligroso como el silencio del mundo entero frente a un genocidio transmitido en vivo”. Más allá de la congruencia de Greta en su reiterado discurso anticolonial, hay un vínculo profundo entre lo que sucede en Gaza con la crisis climática.
El giro que dio Greta Thunberg —de ser el rostro internacional del movimiento juvenil Fridays for Future, donde estudiantes de todo el mundo faltaban a clases los viernes para protestar contra la inacción climática, a convertirse en una figura pública que denuncia el genocidio perpetrado por el gobierno de Israel contra el pueblo palestino— ha sido duramente criticado por algunos sectores del movimiento climático. Particularmente en Alemania, donde el activismo climático —como tantos otros espacios de la sociedad— se ha visto limitado por la represión estatal y por medidas draconianas que buscan incluso censurar cualquier mención a las atrocidades cometidas por el gobierno de Israel. Greta fue acusada de “sembrar división” dentro del movimiento. Sin embargo, como ella misma ha señalado, carece de sentido luchar contra el cambio climático sin comprender la lógica sistémica que lo produce.

Como hemos argumentado en distintos espacios, la crisis climática no es simplemente un problema de exceso de CO₂ en la atmósfera, ni se reduce al uso de combustibles fósiles o a la falta de tecnologías para aprovechar fuentes de energía renovable. No. La crisis climática es la manifestación de un sistema capitalista cuya estructura se sostiene sobre la colonialidad, el patriarcado y el extractivismo; un sistema que, durante los últimos 500 años, ha intentado una y otra vez imponerse como única visión del mundo, borrando las diferencias y aniquilando las alternativas. El capitalismo, en última instancia, es un modelo capaz de cambiar de rostro y de máscaras: durante décadas logró convencernos de que era compatible con la democracia, la inclusión, la tolerancia e incluso con la sustentabilidad. Lo que hoy ocurre en Gaza es, como señala Margara Millán, un anticipo del futuro del capitalismo: la remoción de todas sus máscaras para exhibir su verdadera esencia, la que siempre ha tenido: un sistema basado en la violencia, la supremacía, el despojo y la destrucción.
El modelo capitalista se ha definido siempre por trazar una distinción tajante entre valor y desperdicio. Designar a Gaza como un territorio “vacío”, sin valor, implica no sólo borrar su historia y su población, sino activar el mecanismo central de todo proyecto de colonialismo de asentamiento: garantizar el acceso a la tierra mientras se convierte a los nativos en foráneos y a los foráneos en nativos. La colonialidad climática expone no sólo los legados históricos de violencia colonial, imperial y capitalista, sino también sus continuidades actuales en la crisis climática contemporánea. Los países y pueblos históricamente colonizados —particularmente en el Sur Global— siguen siendo los más golpeados por los desastres climáticos, la degradación ambiental y la pérdida de medios de vida, a pesar de haber contribuido mínimamente al calentamiento global. Los ejemplos abundan: tan sólo en los últimos días, Nigeria e India han enfrentado inundaciones con cientos de víctimas, mientras que incluso en los países sobredesarrollados los impactos empiezan a ser visibles —como el reciente colapso de un glaciar que borró un pueblo entero en Suiza. Sin embargo, lo revelador es cómo las élites globales reaccionan ante estos fenómenos, dividiéndose en dos grandes campos: por un lado, figuras como Peter Thiel, que apuestan por un aislacionismo misantrópico que asume el fin del mundo como inevitable y busca garantizar su capacidad de acumulación a costa del resto; y por otro, empresarios como Elon Musk, que promueven la ilusión de un capitalismo verde capaz de sostener el sistema mediante tecnologías salvadoras o incluso la colonización de otros planetas.
Frente a este panorama, la mayoría de los gobiernos del mundo nos invitan a desviar la mirada de lo que ocurre en Gaza. Como advierten Naomi Klein y Astra Taylor, el ascenso del fascismo del fin de los tiempos anuncia un viraje cada vez más abierto hacia el ecofascismo, mientras las máscaras democráticas, inclusivas y sustentables del capitalismo se desmoronan. Naturalizar la violencia en Gaza —y en tantos otros territorios sacrificados— es aceptar la narrativa de las élites que insisten en que no hay alternativa al capitalismo: o bien nos resignamos a su colapso, como pregonan los Thiel de este mundo, o bien aceptamos las falsas promesas de un capitalismo verde que no cuestiona las raíces del problema, como propone Musk. Mientras tanto, seguimos con nuestras vidas mientras comunidades desaparecen en Manitoba (Canadá), en Guatemala por los incendios forestales, o en Tabasco, México, por el avance de las crisis ambientales. Normalizar esta violencia equivale a aceptar que hemos entrado en un nuevo momento histórico donde el “no hay alternativa” —al capitalismo, a los combustibles fósiles, al despojo, al sacrificio— se instala como el nuevo sentido común.
Gaza no representa únicamente la lucha por la vida de dos millones de personas, sino la defensa misma de nuestra humanidad. Como bien advertía Walter Benjamin, “no hay documento de civilización que no sea, al mismo tiempo, un documento de barbarie”. Si lo que presenciamos en Gaza, junto con el recrudecimiento de la violencia climática, es un anticipo del futuro del capitalismo, entonces lo que nos aguarda es un descenso acelerado hacia la barbarie. Por eso, la denuncia de lo que ocurre en Palestina no es sólo un imperativo moral frente a un genocidio y el asesinato de niñas y niños; es también un llamado global a resistir la normalización de la barbarie como única respuesta posible ante las crisis que se multiplican.

Las amenazas y los ataques no cesan: en las redes sociales proliferan los mensajes de odio, los deseos de fracaso y muerte hacia Greta Thunberg y quienes, como ella, se atreven a vincular la crisis climática con la violencia colonial y el genocidio en curso. La espiral de violencia persiste en todos los frentes: desde el reciente ataque en Colorado hasta nuestras propias salas y cocinas, donde la propaganda y la ingeniería social de la normalización y la división se han vuelto cada vez más penetrantes. Estas agresiones no son casuales; expresan una de las lógicas más perversas del capitalismo contemporáneo: su disposición a sacrificar vidas humanas y ecosistemas enteros con tal de preservar su orden de acumulación. Un sistema que convierte la destrucción en rutina y el exterminio en normalidad, siempre dispuesto a consumir todo lo que pueda ser convertido en ganancia, incluso a costa de la vida misma. Sin embargo, frente a esta maquinaria insaciable, la resistencia persiste: hoy navega hacia Gaza, y vive en cada persona y pueblo que se niega a aceptar el sacrificio silencioso como destino, desafiando la brutalidad de un sistema insaciable, aunque no invencible.
* Carlos Tornel (@CarTor_88) es investigador y escritor. Parte del equipo del Tejido Global de Alternativas en México. Contacto: [email protected]. Pablo Montaño (@PabloMontanoB) es politólogo y coordinador de Conexiones Climáticas. Contacto: [email protected].

En lo que respecta a la monogamia, los humanos se parecen más a las suricatas y a los castores que a nuestros primos primates.
En nuestra vida amorosa, nos asemejamos más a estas mangostas sociales y unidas que a nuestros primos primates, según sugiere una clasificación de monogamia elaborada por científicos.
Con un 66% de monogamia, los humanos obtienen una puntuación sorprendentemente alta, muy superior a la de los chimpancés y los gorilas, y a la par de las suricatas.
Sin embargo, no somos ni mucho menos la criatura más monógama.
El primer puesto lo ocupa el ratón californiano, un roedor que forma vínculos inseparables para toda la vida.
“Existe una liga de élite de la monogamia, en la que los humanos se encuentran cómodamente, mientras que la gran mayoría de los demás mamíferos adoptan un enfoque mucho más promiscuo para el apareamiento”, afirmó Mark Dyble, investigador del Departamento de Arqueología de la Universidad de Cambridge.
En el mundo animal, el emparejamiento tiene sus ventajas, lo que podría explicar por qué ha evolucionado de forma independiente en múltiples especies, incluida la nuestra.
Los expertos han propuesto diversos beneficios para la llamada monogamia social, en la que las parejas se unen durante al menos una temporada de reproducción para cuidar a sus crías y ahuyentar a los rivales.
Dyble examinó varias poblaciones humanas a lo largo de la historia, calculando la proporción de hermanos de padre y madre (individuos que comparten la misma madre y el mismo padre) en comparación con los medio hermanos (individuos que comparten la madre o el padre, pero no ambos).
Se recopilaron datos similares para más de 30 mamíferos monógamos sociales y de otras especies.
Los humanos tienen un índice de monogamia del 66% de hermanos de padre y madre, por delante de las suricatas (60%), pero por detrás de los castores europeos (73%).
Mientras tanto, nuestros primos evolutivos se sitúan en la parte inferior de la tabla: los gorilas de montaña con un 6%, y los chimpancés con solo un 4% (al igual que el delfín).
En último lugar se encuentra la oveja de Soay, de Escocia, donde las hembras se aparean con múltiples machos, con un 0,6% de hermanos de padre y madre.
El ratón californiano ocupó el primer puesto, con un 100%.
Sin embargo, estar clasificados junto a suricatas y castores no significa que nuestras sociedades sean iguales: la sociedad humana es completamente diferente.
“Aunque la proporción de hermanos de padre y madre que observamos en los humanos es muy similar a la de especies como las suricatas o los castores, el sistema social que vemos en los humanos es muy distinto”, declaró Dyble a la BBC.
“La mayoría de estas especies viven en grupos sociales similares a colonias o, quizás, en parejas solitarias que se desplazan juntas. Los humanos somos muy diferentes. Vivimos en lo que llamamos grupos con múltiples machos y múltiples hembras, dentro de los cuales existen estas unidades monógamas o de pareja estable”, explicó.
Kit Opie, profesor del Departamento de Antropología y Arqueología de la Universidad de Bristol, que no participó en el estudio, afirmó que este es otro elemento clave para comprender cómo surgió la monogamia en los seres humanos.
“Creo que este artículo nos proporciona una comprensión muy clara de que, a lo largo del tiempo y en diferentes lugares, los humanos son monógamos”, declaró.
“Nuestra sociedad se parece mucho más a la de los chimpancés y los bonobos; simplemente hemos tomado un camino diferente en lo que respecta al apareamiento”, agregó.
El nuevo estudio fue publicado en la revista científica Proceedings of the Royal Society: Biological Sciences.
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