
Cuando en 2020 fue arrestado José Antonio Yépez Ortiz “El Marro”, se pensó que el Cártel Santa Rosa de Lima (CSRL) podía quedar tan debilitado que había la posibilidad de su desaparición, sobre todo tomando en cuenta que se trataba de una organización regional de mediano tamaño especializada en el robo de combustible, que enfrentaba una guerra abierta con una organización de gran tamaño como es el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la cual cuenta con mayores recursos. Sin embargo, a 5 años de distancia, el CSRL no solo ha sobrevivido, sino que ha llamado la atención de los Estados Unidos, al grado que el Departamento del Tesoro emitió el pasado 17 de diciembre, sanciones en contra de dicha organización por el papel relevante que tiene en el tráfico transnacional de combustible.
Lo anterior nos lleva a preguntarnos ¿cómo logró sobrevivir el Cártel Santa Rosa de Lima a pesar del escenario adverso? Hay 5 factores que combinados nos pueden dar una respuesta a dicha interrogante.
A pesar de la disparidad de tamaño -ya que el CJNG es la organización más grande y poderosa de México, mientras que el CSRL es de corte regional y de mediano tamaño- esta última ha logrado resistir gracias a una serie de alianzas, propiciando que Guanajuato haya sido en los últimos 7 años la entidad con más homicidios en el país.
Estas alianzas se pueden clasificar en cuatro tipos. La primera de ellas es logística operativa, con la Mayiza del Cártel de Sinaloa, ya que desde hace varios años esta facción le ha enviado armas, equipo e incluso efectivos al CSRL para ayudarlo a librar la guerra contra el CJNG, en el entendido que se trata de un enemigo común y que es de interés de ambas organizaciones detener la expansión de la organización liderada por Nemesio Oseguera.
La segunda tiene vocación de negocios, porque al no tener el CSRL acceso a la frontera, tuvo que aliarse con una organización que le permitiera llevar parte del combustible robado a los Estados Unidos, de forma que entablaron un acuerdo con el Cártel del Golfo en su facción de los Ciclones-Escorpiones, que dominan la zona de Matamoros, para llevar a cabo el tráfico transnacional de combustible utilizando vías férreas.
La tercera tiene carácter táctico, ya que tejió alianzas con grupos locales en Guanajuato como la Unión León, que es una banda que opera en la Zona Metropolitana de León, para poder resistir desde dos frentes. Y la cuarta y última es de corte regional, con Cárteles Unidos en Michoacán, para en conjunto disputar la frontera entre Guanajuato y Michoacán.
De acuerdo con lo establecido por el comunicado del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, el encarcelamiento de José Antonio Yépez Ortiz “El Marro”, no ha impedido que este siga dirigiendo las actividades del grupo desde el Penal Federal de Gómez Palacio, Durango, pasando mensajes a través de familiares y abogados, lo cual implica un serio problema de falta de control en dicho reclusorio.
Esta situación no es nueva. Ya en el pasado otros criminales como Osiel Cárdenas Guillén o Joaquín Guzmán Loera siguieron delinquiendo desde prisión y no fue hasta su extradición a los Estados Unidos que dejaron de influir en sus organizaciones, lo cual refuerza la idea del poco nivel de seguridad que tienen las cárceles de nuestro país.
Además del Marro que sigue mandando desde prisión, en la zona de control del CSRL se encuentran varios familiares que mantienen las actividades de dicha organización, como su hijo, Luis Antonio Yépez Cervantes “El Marrito” o su hermana Karem Lizbeth Yépez Ortiz.
Ante una disputa enconada por el control de los municipios de Guanajuato, el CSRL buscó expandirse fuera de la entidad, en especial a Querétaro, por donde también pasan ductos de PEMEX y es una entidad industrializada con ingresos altos, la cual, si bien también tiene presencia del CJNG, lo cierto es que el control es menor, lo que ha permitido la instalación de células en el sur de la entidad en los municipios de Querétaro, San Juan del Río, Corregidora, El Márques, Pedro Escobedo y Huimilpan.
En Hidalgo han tenido incursiones en Tula, ya que en dicho municipio se localiza una de las principales refinerías de PEMEX, lo que permite el robo de pipas de combustible, y también han logrado presencia en tres municipios del norte de Michoacán, donde operan en conjunto con Cárteles Unidos, que son Cuitzeo, Tarímbaro y Huandacareo.
Hoy el CSRL tiene presencia en 43 municipios de 4 entidades federativas, en 33 de los 46 municipios de Guanajuato, en 6 de los 18 de Querétaro, en 3 de los 113 de Michoacán y en 1 de los 84 de Hidalgo. Tal como lo muestra el siguiente mapa, cuyas fuentes pueden ser consultadas en este enlace.

Si bien el CSRL fue una de las primeras organizaciones criminales que se especializó en el robo de combustible y sus años iniciales se enfocó casi en exclusiva en dicha actividad, lo cierto es que a partir del arresto del Marro comenzaron a explorar nuevas fuentes de ingreso, en especial las extorsiones y la venta al menudeo de drogas.
Ello es posible gracias a la presencia que tienen en grandes ciudades de la entidad, en especial en Celaya, Salamanca e Irapuato, y en menor medida en León, San Miguel de Allende y Guanajuato, así como en Querétaro y San Juan del Río, en el vecino estado de Querétaro.
De forma que han podido amortiguar los golpes que les han dado las autoridades y los tramos de ordeña que les ha quitado el CJNG: siguen contando con un caudal de recursos que hacen posible el funcionamiento de su maquinaria criminal.
Se trata de una organización que nació en Guanajuato, que tiene muchas conexiones con bandas locales de muchos años en varios municipios, que conocen el terreno. Han logrado establecer vínculos con parte de la población y también han tejido redes de corrupción que incluye a políticos locales y jefes policiales que les dan protección.
Si bien el CJNG tiene más recursos y capacidad de fuego para convencer o amedrentar a las autoridades de Guanajuato, lo cierto es que el hecho que sea una organización que viene de fuera ha complicado que logre el control total en varios municipios, en especial de Celaya, Salamanca, Salvatierra, Villagrán, Cortázar, Comonfort y Santa Cruz de Juventino Rosas, que son en donde el CSRL tiene mayor influencia.
Gracias a la suma de estos cinco factores, el CSRL -que pudo haber desaparecido hace algunos años- sigue operando y se ha convertido en un objetivo más de la política de combate al crimen organizado de los Estados Unidos, además de ser corresponsable, en conjunto con el CJNG, de la generación de violencia en la zona del Bajío.
* Víctor Manuel Sánchez Valdés (@victorsanval) es profesor investigador de la Universidad Autónoma de Coahuila, especialista en seguridad pública y doctor en políticas públicas por el CIDE. Correo de contacto: [email protected].

La periodista venezolana Mirelis Morales relata su intento por legalizarse en EE.UU. y cómo se vio obligada a abandonar el trámite migratorio durante el gobierno de Trump.
Migrar a Miami nunca estuvo en mis planes. Sin la posibilidad de una green card, no me atrevía ni a soñarlo. Pero la aprobación del Estatus de Protección Temporal para los venezolanos (TPS por sus siglas en inglés) en marzo de 2022 me abrió un camino de permanecer legal en Estados Unidos que parecía improbable.
Mi travesía migratoria había comenzado en junio de 2018, cuando me fui a Perú en un acto desesperado por salir de la crisis humanitaria que ahogaba a Venezuela.
La aprobación del Permiso Temporal de Permanencia (PTP) en Perú se convirtió en un salvavidas para salir con mi hijo de 1 año y medio a un país que me prometía un poco de normalidad.
Perú me devolvió la calma. Sin embargo, la pandemia de covid me hizo cuestionar qué tan conveniente era seguir sola allí con un niño de 4 años. La idea de que pudiera contagiarme y no tener quién cuidara de mi hijo, me hizo pensar que debía buscar un nuevo destino donde tuviera red de apoyo. Entonces, ya en 2021, pensé en Miami o en Madrid.
Pero la duda volvía a surgir: “¿Cómo logro sacarme los papeles en Estados Unidos?”. Frente a mi falta de opciones, decidí que lo mejor era irme a Madrid y solicitar una visa humanitaria. Antes, quise hacer una parada en Miami para pasar Navidad con mi hermano y recargarme de abrazos luego de meses de aislamiento.
Ese era mi plan. Sólo que no contaba con que las fronteras de España seguían cerradas para los no residentes y me tocó quedarme en Miami con la esperanza de que ese asunto se resolviera lo más pronto posible.
Entonces, pasó lo inesperado.
El gobierno de Joe Biden aprobó el TPS para los venezolanos que estuvieran indocumentados en el país, como una medida de protección humanitaria ante la crisis que persistía en Venezuela. El TPS te daba la opción de obtener tanto el seguro social, como el permiso de trabajo. Y eso lo cambió todo.
Miami se convirtió en un refugio. Me permitió estar cerca de mis afectos, me concedió el privilegio de trabajar como periodista, me permitió formalizar mi negocio editorial y hasta me dio una segunda oportunidad de encontrar el amor.
El último lugar donde pensaba vivir me abría un mundo de posibilidades. De modo que inicié con determinación mis trámites para obtener “mi visa para un sueño”, como tantas veces le escuché decir a Juan Luis Guerra.
Sólo que nadie me preparó para la pieza que me tocó bailar.
“Mirelis, tienes premios, publicaciones, reconocimientos… Puedes pedir una visa de talentos extraordinarios”, me decían mis conocidos.
Todo indicaba que mi perfil calificaba. Así que contacté a un abogado que les había hecho el trámite a otros periodistas venezolanos y desembolsé los primeros US$6.000.
Lo hice con los ojos cerrados, porque ellos habían logrado conseguir sus papeles. ¿Por qué yo no?
Pasé un año armando mi expediente. Un año recabando evidencias –hasta debajo de las piedras– para demostrar los 10 criterios que me avalaban como una persona sobresaliente en mi área.
Cada carta de respaldo ameritaba una búsqueda casi detectivesca para ubicar a la persona responsable de la firma y luego un lobby para convencerlo de que no era un caso inventado. Hubo muchos que se negaron. Otros ni lo dudaron.
Tenía toda mi esperanza puesta en este proceso. No sólo porque me abría la posibilidad de una residencia –y el camino hacia la ciudadanía– sino porque me permitía darle un estatus a mi hijo y a mi pareja que, para ese entonces, tenía más de 11 años a la espera de la entrevista por solicitud de asilo.
Pagué otros US$3.500 entre gastos administrativos y el servicio exprés para obtener respuesta en 15 días. Ello sin contar el gasto en traducciones certificadas.
“Esto es una inversión a futuro”, me repetía cada vez que me tocaba desembolsar más dinero.
El 15 de febrero de 2024 se envió mi expediente. El 27 de febrero llegó la respuesta: caso rechazado. Sabía que existía esa posibilidad. Igual, no pude evitar la frustración ni la impotencia. Lloré hasta que no pude más. Me sentía tan vulnerable…
¿Ahora qué? Tenía la posibilidad de apelar. Pero preferí pedir una segunda opinión.
“Tu caso está mal de base. No tiene sentido apelar. Lo mejor es armar uno nuevo”, me dijo otro abogado.
La buena noticia es que tenía otra oportunidad. La mala es que debía pagar US$12.570 entre honorarios y gastos administrativos.
“Esto es una inversión a futuro”, me volvía a decir.
Me embarqué en armar otro caso. Esta vez más exhaustivo.
¿El resultado?
Un expediente de 700 páginas con pruebas suficientes para demostrar mis aportes en el campo del periodismo, mi rol liderando investigaciones periodísticas en reconocidas organizaciones como BBC y The New York Times, mis publicaciones en los medios más importantes del mundo, mi papel como jurado del trabajo de otros periodistas y mi participación en instituciones periodísticas internacionales.
La solicitud se envió el 24 de enero de 2025, cuatro días después de que Donald Trump asumiera su segundo mandato.
A los días llegó una notificación de Uscis (el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos) en la que solicitaba evidencias adicionales. “¡¿Qué más quieren de mí?!”, pensé. Se envió lo requerido y sólo quedaba esperar.
Se había hecho tan buen trabajo que estaba segura de que esta vez sí obtendría una respuesta positiva. Debía lograr que me aprobaran al menos 3 criterios de los 10 expuestos. Me aceptaron 4.
Solo que no me dieron la residencia, porque, según el funcionario, “no tenía el high-level of expertise requerido” para este tipo de visas.
A juicio de mi abogado, Uscis se había excedido en el uso de la discrecionalidad. A criterio de muchos, mi caso había caído en el hoyo generado por el “efecto Trump”.
Tenía el derecho de apelar ante una corte federal por incumplimiento de la ley. Pero lo descarté al saber que el trámite podía demorar dos años y suponía desembolsar otros US$10.000 sin garantía de nada.
Para aquel momento, el futuro del TPS ya pendía de un hilo. La Secretaría de Estado y el Departamento de Seguridad Nacional luchaban por revocarlo de forma definitiva.
Se habían abierto varias demandas contra la decisión. Un juez determinó que el gobierno no podía interferir. Se asomó la posibilidad de una extensión hasta octubre de 2026. Sin embargo, nada era definitivo. Mi TPS se vencía en septiembre de 2025 y tenía el tiempo en contra.
Mi abogado me propuso optar por la visa O, a través de una empresa que me patrocinara. Otros US$4.000 que debía sumar a mi abultada deuda de la tarjeta de crédito.
Decidí quemar mi último cartucho, a sabiendas de que esa opción no me daba residencia ni ciudadanía. Sólo 3 años de permanencia legal, renovables por tres años más. El tiempo suficiente para que el país tomara otro rumbo migratorio y las aguas se calmaran. Pensé.
Lo que se suponía era un trámite sencillo, terminó por demorarse más de cinco meses y entré en desesperación.
Mi abogado y su equipo estaban colapsados. No respondían los mensajes. Nadie sabía el estatus de mi solicitud. Ni tampoco me daban la cara.
Cuando finalmente se dispusieron a cerrar el expediente para enviarlo, me enteré de las repercusiones tributarias y decidí desistir.
No era sostenible económicamente para mí.
Hasta entonces, había gastado más de US$25.000 sin obtener ningún resultado.
Fueron más de dos años de un intenso desgaste emocional y financiero, dentro de un contexto país cada vez más hostil contra los migrantes, en especial contra los venezolanos.
La única opción que me quedaba para extender mi permanencia en Estados Unidos era acogerme a un asilo extemporáneo, pero, con mis papás en Venezuela, estaba negada ya que eso habría supuesto no poder salir de EE.UU. durante años.
Madrid se abría, de nuevo, como una alternativa.
Por esas cosas del destino, llegué a una publicación en Instagram sobre la visa de nómada digital en España. Pedí una cita con un gestor para conocer con detalle los requerimientos y esa reunión me pintó un panorama más esperanzador: podría obtener la residencia en un plazo de 20 días hábiles y a los dos años optar por la nacionalidad.
Era eso o regresarme a Venezuela.
Fueron días muy complicados emocionalmente. Irme de Estados Unidos implicaba dejar lo más valioso que había construido en los últimos cinco años: mi familia. Y por mucho que mi abogado intentó resarcir el daño con la exoneración del último pago, nada ni nadie me devolvería esa pérdida.
Me tomó un mes cerrar mi vida en Miami. Metí lo que pude en cuatro maletas y viajé a Caracas con el único propósito de renovar mi pasaporte y el de mi hijo para seguir a Madrid.
Tenía la opción de pedir la visa en la embajada de España en Caracas, pero lo descarté al no saber con certeza cuánto duraría el trámite por la vía consular.
Aterricé en Madrid el 8 de septiembre de 2025.
A la semana me reuní con el gestor para entregarle los requisitos de la visa de nómada digital: documentos de mi empresa, estados de cuenta para avalar que gano más de 2.200 euros (unos US$2.580), seguro privado, mis antecedentes penales en Estados Unidos y Venezuela, así como una carta en la que explicara que podía ejercer mis funciones a distancia. Nada más.
Presentamos los documentos el 2 de octubre de 2025. Al mes recibí la noticia: mi residencia en España había sido aprobada por tres años. ¡No lo podía creer!
La resolución llegó en el tiempo establecido y a un costo que no superó los US$825.
Después de tantas vueltas, finalmente había logrado una respuesta afirmativa. De camino a casa, las lágrimas se me salían solas.
Aún no asimilo la sensación de desarraigo que me dejó la salida intempestiva de Miami. De una u otra forma, sentí que Estados Unidos me expulsó. Y me quedó ese mal sabor de no haber logrado permanecer en el país, a pesar de haber hecho las cosas bien.
Cuando me preguntan qué tal va mi adaptación, siempre respondo lo mismo: “No sé si Madrid sea mi lugar, pero, al menos, me ha hecho sentir más que bienvenida”.
España me ha permitido algo que había olvidado en Estados Unidos: ahorrar. Hasta entonces, mi sueldo se iba directo al bolsillo de los abogados y no me quedaba para mucho más. Mi pareja era quien asumía casi toda la carga económica.
Ahora logré recuperar un poco mi autonomía financiera al salir de mis deudas y el dinero me alcanza para cubrir mis gastos: renta, comida, colegio, entretenimiento.
Aquí volví a sentir la libertad de no tener que depender de un auto para moverme de un lugar a otro. El día que llevé a mi hijo caminando al colegio no me lo podía creer.
Ya no tengo que andar contando millas para saber cuánto gastaré en gasolina o en peaje. El sistema de transporte público en España te permite llegar a cualquier parte y te puedes mover por Madrid a una tarifa plana mensual de 32,7 euros (unos US$38).
No falta quien te mete miedo con la cuota que hay que pagar por ser trabajadora autónoma o quien me advierte que tenga cuidado con Hacienda, que no perdonó ni a la mismísima Shakira.
Pero, con todo y eso, aquí he experimentado una sensación que no tenía desde la llegada de Trump a Estados Unidos: sentirme a salvo.
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