
Una madre araña el cemento. No hay corte, no hay edición: el video es en vivo. Lo transmiten Guerreros Buscadores desde el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco. Una mujer se inclina sobre la tierra removida, sus manos descubren una suela, una mochila, una prenda enterregada. Los alrededores están marcados por el fuego y el abandono. No hay nombres. No hay fechas. No hay cuerpos identificados. Sólo indicios. Teuchitlán, 2025.
Lo que allí se encontró no es una fosa más. Es un campo de exterminio y entrenamiento, un enclave donde se recluta, se entrena, se desaparece y se desecha. Una arquitectura de la desaparición que opera a plena luz. Un lugar que exige ser nombrado en su continuidad histórica, en su convergencia monstruosa con otros momentos del espanto.
Hace años escribí y sostuve que Ayotzinapa marcó un punto de inflexión en nuestras violencias. No porque haya sido el episodio más atroz —por desgracia, no lo es— sino porque allí quedó expuesta sin disimulo la convergencia entre el crimen organizado y el aparato del Estado. Porque los desaparecidos eran jóvenes organizados, con historia, con memoria, con nombre. Porque la sociedad, por un momento, se sacudió.
Hoy, con tristeza y rabia, pienso que lo que ocurrió en el rancho Izaguirre representa otra cosa: un umbral civilizatorio. No sabemos cuándo empezó ese horror ni si terminó. No hay corte, no hay encuadre, no hay verdad oficial. Lo que hay es un abismo que opera a plena luz, sin necesidad de ocultarse.
Pienso en Ayotzinapa. No como un gesto de analogía fácil, sino como una forma de trazar las líneas estructurales que conectan dos escenas del horror:
Lo que conecta a ambas escenas es la operación de un dispositivo de desaparición que no sólo elimina cuerpos: rompe el duelo, disuelve los lazos sociales, instala el miedo como norma.
En ese sentido, la desaparición no es un residuo de la violencia, es una de sus tecnologías centrales. Se activa para disciplinar, para castigar, para despojar. Y está diseñada para no dejar huellas completas.
Frente a eso, nos quedan los rastros. Las madres que buscan. Las transmisiones temblorosas, las y los periodistas comprometidos. Las imágenes que resisten. Y la tarea ética de ver, nombrar, interrumpir.
Como escriben Javier Sicilia y Jacobo Dayán en su reciente libro Crisis o apocalipsis. El mal en nuestro tiempo. México, Taurus, 2025: “Nadie, en el fondo, sabe qué es el mal, pero conocemos sus estragos”.
Que Teuchitlán no se convierta en un expediente cerrado. Que los zapatos hallados no sean sólo evidencia pericial, sino una interpelación directa a la conciencia colectiva. Porque hay horrores que no podemos permitirnos olvidar.
Nota: Este texto se desprende de mi participación en el XXXIX Coloquio Internacional: «El claroscuro en que nacen los monstruos. Pensar el presente», en la mesa “La desaparición en México: figuras de lo monstruoso y gramáticas del horror”. Gracias al Instituto 17, a mis colegas Alina Peña y Polo Maldonado, y la moderación de Jacobo Dayán. La mesa completa, disponible aquí.

En lo que respecta a la monogamia, los humanos se parecen más a las suricatas y a los castores que a nuestros primos primates.
En nuestra vida amorosa, nos asemejamos más a estas mangostas sociales y unidas que a nuestros primos primates, según sugiere una clasificación de monogamia elaborada por científicos.
Con un 66% de monogamia, los humanos obtienen una puntuación sorprendentemente alta, muy superior a la de los chimpancés y los gorilas, y a la par de las suricatas.
Sin embargo, no somos ni mucho menos la criatura más monógama.
El primer puesto lo ocupa el ratón californiano, un roedor que forma vínculos inseparables para toda la vida.
“Existe una liga de élite de la monogamia, en la que los humanos se encuentran cómodamente, mientras que la gran mayoría de los demás mamíferos adoptan un enfoque mucho más promiscuo para el apareamiento”, afirmó Mark Dyble, investigador del Departamento de Arqueología de la Universidad de Cambridge.
En el mundo animal, el emparejamiento tiene sus ventajas, lo que podría explicar por qué ha evolucionado de forma independiente en múltiples especies, incluida la nuestra.
Los expertos han propuesto diversos beneficios para la llamada monogamia social, en la que las parejas se unen durante al menos una temporada de reproducción para cuidar a sus crías y ahuyentar a los rivales.
Dyble examinó varias poblaciones humanas a lo largo de la historia, calculando la proporción de hermanos de padre y madre (individuos que comparten la misma madre y el mismo padre) en comparación con los medio hermanos (individuos que comparten la madre o el padre, pero no ambos).
Se recopilaron datos similares para más de 30 mamíferos monógamos sociales y de otras especies.
Los humanos tienen un índice de monogamia del 66% de hermanos de padre y madre, por delante de las suricatas (60%), pero por detrás de los castores europeos (73%).
Mientras tanto, nuestros primos evolutivos se sitúan en la parte inferior de la tabla: los gorilas de montaña con un 6%, y los chimpancés con solo un 4% (al igual que el delfín).
En último lugar se encuentra la oveja de Soay, de Escocia, donde las hembras se aparean con múltiples machos, con un 0,6% de hermanos de padre y madre.
El ratón californiano ocupó el primer puesto, con un 100%.
Sin embargo, estar clasificados junto a suricatas y castores no significa que nuestras sociedades sean iguales: la sociedad humana es completamente diferente.
“Aunque la proporción de hermanos de padre y madre que observamos en los humanos es muy similar a la de especies como las suricatas o los castores, el sistema social que vemos en los humanos es muy distinto”, declaró Dyble a la BBC.
“La mayoría de estas especies viven en grupos sociales similares a colonias o, quizás, en parejas solitarias que se desplazan juntas. Los humanos somos muy diferentes. Vivimos en lo que llamamos grupos con múltiples machos y múltiples hembras, dentro de los cuales existen estas unidades monógamas o de pareja estable”, explicó.
Kit Opie, profesor del Departamento de Antropología y Arqueología de la Universidad de Bristol, que no participó en el estudio, afirmó que este es otro elemento clave para comprender cómo surgió la monogamia en los seres humanos.
“Creo que este artículo nos proporciona una comprensión muy clara de que, a lo largo del tiempo y en diferentes lugares, los humanos son monógamos”, declaró.
“Nuestra sociedad se parece mucho más a la de los chimpancés y los bonobos; simplemente hemos tomado un camino diferente en lo que respecta al apareamiento”, agregó.
El nuevo estudio fue publicado en la revista científica Proceedings of the Royal Society: Biological Sciences.
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