
En México, el uso de la fuerza por parte de la policía sigue siendo un tema pendiente. Sobre el papel, desde 2019 existe una Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza que debería guiar a los cuerpos de seguridad, establecer reglas claras y garantizar que cada intervención respete los derechos humanos. Pero en la práctica esa ley casi no se aplica. Lo que domina en las calles es la improvisación, la falta de preparación y, sobre todo, la ausencia de supervisión.
El problema arranca desde la formación policial. La Ley exige que cada policía aprenda a escalar sus intervenciones de forma gradual: empezar con la persuasión verbal, pasar por técnicas de control físico, usar armas incapacitantes en casos necesarios y dejar como último recurso la fuerza letal. En teoría, se trata de un modelo pensado para evitar abusos. Sin embargo, en la mayoría de los estados el entrenamiento sobre estos temas es superficial o inexistente. Investigaciones de Causa en Común i revelan que solo 11 policías estatales tienen protocolos de uso de la fuerza, y únicamente la Ciudad de México e Hidalgo cuentan con manuales de técnicas específicas. En el resto, los agentes operan con lo mínimo: apenas referencias generales a la Ley, sin guías claras sobre cómo actuar en situaciones críticas.
La falta de actualización empeora el panorama. Un policía puede enfrentarse a diario con conflictos que se complican en segundos, pero en lugar de recibir entrenamientos constantes, pasa años sin volver a tocar el tema. Según el mismo índice, solo Baja California Sur tiene un programa de evaluación del uso de la fuerza que sirve para diagnosticar cómo actúan sus elementos. El resto de los estados no mide nada. No se aprende de los errores, no se ajustan los programas de capacitación y los agentes siguen enfrentando los mismos dilemas con los mismos vacíos.
Las prácticas de tiro son otro ejemplo claro. Apenas Baja California Sur, Chihuahua, Guerrero e Hidalgo tienen reglas sobre cada cuánto deben practicarlas, y únicamente Hidalgo y Sinaloa establecen un estándar de cartuchos que deben disparar. Esto quiere decir que hay policías que tiran al blanco una vez al año, otros cada dos años y algunos sin periodicidad definida. Es imposible esperar respuestas profesionales si las habilidades básicas, como saber usar un arma con precisión, se entrenan de manera tan desigual. La disparidad es tan grande que la seguridad de los propios policías y de los ciudadanos queda en entredicho.
La supervisión es prácticamente nula. La ley obliga a que cada uso de la fuerza quede documentado en reportes pormenorizados y a que las instituciones publiquen un informe anual con esa información. En la realidad, ninguna policía estatal lo hace. Solo 14 corporaciones entregaron ejemplos de reportes y apenas cuatro —Baja California, Michoacán, Querétaro y Tabasco— dieron información parcial de lo que debería ser un informe anual exhaustivo. El resto se limita a ignorar la obligación. Así no hay manera de saber cuántas veces se usa la fuerza, en qué circunstancias ni con qué resultados. Sin datos, no hay diagnóstico. Y sin diagnóstico, no hay mejora posible.
Esta falta de reglas claras y de rendición de cuentas tiene un costo social enorme. Cada abuso policial erosiona la confianza en las instituciones de seguridad. Cuando la gente percibe que la policía actúa de forma arbitraria o violenta, se rompe el vínculo de cooperación del que dependen funciones como la investigación y la inteligencia. Los ciudadanos desconfían, los policías se sienten rechazados, y el trabajo cotidiano de prevención y atención se vuelve más difícil. El resultado es un círculo vicioso: la policía no mejora porque no recibe retroalimentación ni supervisión, y la ciudadanía se distancia porque desconfía.
El problema no se limita a la capacitación. El informe también muestra carencias materiales. Muchas corporaciones carecen de equipo no letal, como armas incapacitantes, o de vehículos y chalecos adecuados. Esto no solo pone en riesgo a los policías, sino que además les deja menos alternativas para actuar con proporcionalidad. Cuando las únicas herramientas disponibles son un arma de fuego y la fuerza física, el margen para intervenir de manera responsable se reduce al mínimo.
A todo esto se suma la apuesta creciente por la militarización. En lugar de profesionalizar a las policías civiles, el Estado ha preferido delegar tareas de seguridad a las Fuerzas Armadas. Pero los hallazgos del índice son claros: la carencia no está en las leyes, sino en su aplicación. La militarización no resuelve los vacíos de capacitación, supervisión y transparencia; al contrario, los oculta bajo una lógica distinta, pensada para el combate y no para la proximidad social que debería guiar a una policía.
Lo que hoy vemos es una distancia enorme entre la ley y la realidad. México tiene un marco normativo avanzado, pero en los hechos la Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza es letra muerta en buena parte del país. Para que deje de serlo, hacen falta tres cosas básicas: capacitación constante y de calidad, supervisión real de lo que ocurre en las calles y sanciones efectivas cuando la ley se incumple.
Sin esos cambios, los abusos seguirán acumulándose, la desconfianza ciudadana crecerá y la promesa de una policía capaz de actuar con proporcionalidad y respeto a los derechos humanos seguirá siendo solo eso: una promesa incumplida.
i Los hallazgos aludidos a lo largo del presente texto forman parte de una actualización del Índice de Transparencia Policial elaborado por Causa en Común, a publicarse el próximo 22 de septiembre.

Cómo, dónde y cuándo los gatos perdieron su carácter salvaje y desarrollaron estrechos vínculos con los humanos era un misterio que había intrigado a los científicos durante mucho tiempo.
Al más puro estilo felino, los gatos se tomaron su tiempo para decidir cuándo y dónde forjar vínculos con los humanos.
Según nueva evidencia científica, la transición de cazador salvaje a mascota mimada ocurrió mucho más recientemente de lo que se creía, y en un lugar diferente.
Un estudio de huesos encontrados en yacimientos arqueológicos sugiere que los gatos comenzaron su estrecha relación con los humanos hace solo unos miles de años, y en el norte de África, no en el Levante.
“Son omnipresentes, hacemos programas de televisión sobre ellos y dominan internet”, afirmó el profesor Greger Larson, de la Universidad de Oxford.
“La relación que tenemos ahora con los gatos comenzó hace unos 3 mil 500 o 4 mil años, en lugar de hace 10 mil años”.
Todos los gatos modernos descienden de la misma especie: el gato montés africano.
Cómo, dónde y cuándo perdieron su carácter salvaje y desarrollaron estrechos vínculos con los humanos ha intrigado a los científicos durante mucho tiempo.
Para resolver el misterio, los investigadores analizaron el ADN de huesos de gato encontrados en yacimientos arqueológicos de Europa, el norte de África y Anatolia.
Los científicos dataron los huesos, analizaron el ADN y lo compararon con registros genético de gatos modernos.
La nueva evidencia muestra que la domesticación de gatos no comenzó en los inicios de la agricultura, en el Levante. Ocurrió en cambio unos milenios después, en algún lugar del norte de África.
“En lugar de ocurrir en la zona donde la gente se estaba asentando inicialmente con la agricultura, parece ser un fenómeno mucho más propio de Egipto“, afirmó el profesor Larson.
Esto concuerda con lo que sabemos de la tierra de los faraones como una sociedad que veneraba a los gatos, inmortalizándolos en el arte y preservándolos como momias.
Una vez que los gatos se asociaron con las personas, fueron trasladados por todo el mundo y eran apreciados en los barcos como controladores de plagas.
Los gatos llegaron a Europa hace unos 2 mil años, mucho más tarde de lo que se creía.
Viajaron por Europa y llegaron a Reino Unido con los romanos, y luego comenzaron a desplazarse hacia el este por la Ruta de la Seda hasta China.
Hoy en día se encuentran en todo el mundo, excepto en la Antártida.
Y en un giro inesperado, los científicos descubrieron que un gato salvaje convivió durante un tiempo con la gente en China mucho antes de que aparecieran los gatos domésticos.
Eran los gatos leopardo, pequeños felinos salvajes con manchas similares a las de los leopardos, que vivieron en asentamientos humanos en China durante unos 3.500 años.
La relación temprana entre humanos y gatos leopardo era esencialmente “comensal”, en la que dos especies conviven sin causarse daño, explicó la profesora Shu-Jin Luo, de la Universidad de Pekín.
“Los gatos leopardo se beneficiaron de vivir cerca de las personas, mientras que los humanos no se vieron afectados en gran medida o incluso los acogieron como controladores naturales de roedores”, añadió.
Los gatos leopardo no fueron domesticados y siguen viviendo en libertad en Asia.
Curiosamente, se han cruzado gatos leopardo con gatos domésticos para dar lugar a gatos bengalíes, que fueron reconocidos como una nueva raza en la década de 1980.
La investigación se publicó en la revista Science y en Cell Genomics .
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