En el México de hoy, el discurso de seguridad se ha recrudecido. Pero más que traducirse en acciones estructurales o en una política pública integral, ha encontrado su vía más expedita en las detenciones masivas y en el incremento sostenido de la población penitenciaria. Lejos de prevenir el delito o fortalecer el acceso a la justicia, lo que estamos viendo es un retorno peligroso al populismo punitivo: una respuesta reactiva, improvisada y profundamente lesiva de derechos.
Las cifras son contundentes. En diciembre de 2024, los centros penitenciarios del país albergaban a 235,197 personas. Cinco meses después, en abril de 2025, la población carcelaria aumentó significativamente y la sobrepoblación se duplicó, alcanzando a más de 20,000 personas. En ese mismo periodo, el número de cárceles saturadas pasó de 118 a 133, de un total de 275 en todo el país. Este crecimiento acelerado en tan corto tiempo es el síntoma de una política criminal que, en lugar de reflexionar sobre el uso de la cárcel, ha optado por llenarla a toda costa.
Detrás de estos números hay decisiones concretas. El aumento coincide con los operativos de seguridad intensificados tras el proceso electoral de 2024 y con una narrativa política que prioriza las detenciones por encima del respeto a las garantías procesales. Tan solo en febrero y marzo de este año, los ingresos a prisión superaron los 16 mil por mes, rebasando las cifras promedio observadas durante los últimos años. Este incremento no responde a una mejora en las capacidades del sistema de justicia, sino a una presión institucional para mostrar resultados inmediatos, aunque ello implique sacrificar derechos y saturar aún más las cárceles.
Pero no es únicamente el discurso de seguridad el que explica esta situación. La prisión preventiva continúa siendo utilizada de forma indiscriminada, aun cuando su aplicación debe ser, por mandato constitucional e internacional, una medida de carácter excepcional. La figura de la prisión preventiva oficiosa, que permanece vigente en México a pesar de su evidente inconvencionalidad, ha servido como herramienta de encarcelamiento automático que evade el análisis individualizado y produce una carga innecesaria sobre el sistema penitenciario. Hoy, miles de personas se encuentran tras las rejas sin haber recibido sentencia, muchas de ellas por delitos no graves y en condiciones que rayan en la crueldad institucional.
A esta política de encierro indiscriminado se suma la parálisis ordenada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) a los juicios de amparo en revisión relacionados con la prisión preventiva, así como a las presiones recientes desde la Presidencia de la República para dilatar la discusión sobre la inaplicación de esta medida cautelar de manera automática. Esta situación ha afectado particularmente a las personas privadas de libertad, quienes han visto canceladas sus posibilidades de obtener una respuesta judicial oportuna.
La falta de jueces de ejecución penal especializados en muchas entidades federativas no ha hecho sino agravar esta situación. La ejecución penal, que debería ser un espacio de garantías y evaluación constante del cumplimiento de la pena, se encuentra abandonada, desarticulada y desprovista de recursos.
Las consecuencias de esta política de encierro masivo son múltiples y devastadoras. En primer lugar, se profundizan las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Las condiciones de hacinamiento impiden el acceso efectivo a la salud, a la alimentación, al descanso y a la integridad física. Dormir en el suelo, carecer de colchonetas, de agua potable o de atención médica adecuada es una realidad cotidiana en decenas de cárceles del país. En segundo lugar, se eleva el nivel de violencia al interior de los centros, tanto por conflictos entre personas privadas de libertad como por la pérdida de control institucional ante la saturación de espacios. El personal penitenciario se encuentra rebasado, mal capacitado y muchas veces trabaja en condiciones de riesgo extremo.
Además, desaparecen todas las posibilidades de reinserción social. En un centro saturado no hay espacio para talleres, programas educativos, atención psicosocial ni actividades productivas. La reinserción, entendida como un proceso integral y digno, se convierte en una ficción. Lo que queda es el encierro por el encierro mismo. Por si fuera poco, el riesgo sanitario se multiplica. En condiciones de hacinamiento, infecciones respiratorias, gastrointestinales y contagiosas como la tuberculosis o el VIH encuentran terreno fértil. La omisión del Estado en garantizar atención médica adecuada provoca muertes evitables y refuerza el abandono institucional.
En este contexto, la cárcel se vuelve un espacio de castigo desproporcionado, donde la exclusión se perpetúa. Hay que decirlo con claridad: no todos son castigados por igual. La gran mayoría de las personas encarceladas proviene de contextos de pobreza, marginación o discriminación. El sistema penal funciona como un filtro de clase, género y raza. Se encarcela a quienes menos pueden defenderse. La prisión no refleja la peligrosidad social, sino la desigualdad estructural del país.
A pesar de ello, el discurso hegemónico insiste en oponer seguridad a derechos humanos, como si fueran conceptos incompatibles. Pero eso es un falso dilema. No hay seguridad posible cuando se vulneran los derechos básicos. Llenar cárceles no ha reducido el delito ni ha hecho más seguras nuestras comunidades. Por el contrario, ha agudizado la crisis del sistema de justicia y ha vuelto más violentos y caóticos los espacios donde deberían garantizarse procesos de reinserción y justicia.
Lo urgente es detener esta lógica. El Estado mexicano debe abandonar la política de castigo inmediato y avanzar hacia una política criminal racional, garantista y con perspectiva de derechos humanos. Eso implica revisar profundamente el uso de la prisión preventiva, implementar medidas alternativas al encarcelamiento, fortalecer la justicia de ejecución penal, garantizar condiciones dignas en los centros de reclusión y aplicar los instrumentos internacionales como las Reglas Mandela, las Reglas de Bangkok y las Reglas de Tokio. Es necesario crear una política nacional de despresurización penitenciaria que parta del reconocimiento de la prisión como una medida de último recurso.
No podemos seguir naturalizando el hacinamiento, la muerte y la exclusión. El sistema penitenciario no debe ser el destino inmediato de los problemas que el Estado no quiso resolver por otras vías. No se trata solo de denunciar el colapso, sino de construir salidas. Porque llenar cárceles no es hacer justicia. Es renunciar a ella. Frente a eso, callar también es una forma de complicidad.
*José Luis Gutiérrez Román es defensor de derechos humanos con trayectoria en litigio, incidencia y análisis del sistema penitenciario mexicano. Dirige ASILEGAL y es Doctor en Derecho por la UNAM. Cristopher Alexis Sánchez Islas es defensor de derechos humanos con experiencia en igualdad y no discriminación. Coordina el área de Defensa Integral de ASILEGAL y es Consejero Ciudadano del CCPED.
El régimen de los ayatolás asegura tener cientos de instalaciones subterráneas donde construyen, almacenan y lanzan los cohetes y drones contra Israel.
“El terreno contribuye a la victoria”.
El ejército de Irán ha seguido al pie de la letra esta observación del militar prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), quien en su tratado “De la guerra” indicó que los ríos, bosques, montañas y otros accidentes geográficos, además de obstaculizar “el avance del enemigo”, también proporcionan “la oportunidad de organizarnos sin ser vistos”.
Así, los militares iraníes han aprovechado las escarpadas montañas que atraviesan el país para construir debajo de ellas una red de túneles en los que almacenan misiles de distinto tamaño y capacidad.
A estas instalaciones subterráneas las han bautizado con el nombre de “ciudades de misiles”. Y meses antes de que Israel comenzara a bombardear Irán, bajo el argumento de que quería “neutralizar” su programa nuclear, líderes militares del país persa presentaron la última de ellas.
El término “ciudades de misiles” es utilizado por el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica (CGRI) para describir a las bases subterráneas de cohetes que viene construyendo desde hace décadas.
Estas instalaciones consisten en una serie de túneles vastos, profundos e interconectados que atraviesan el país, a menudo ubicados en zonas montañosas, explicó Farzad Seifikaran del servicio persa de la BBC hace unos meses.
En las instalaciones se almacenan y preparan para su lanzamiento misiles balísticos y de crucero, y otras armas estratégicas como drones y sistemas de defensa aérea.
En un video difundido en febrero pasado por el CGRI, se pueden ver imágenes en cámara rápida de una fila con casi una docena de camiones con lanzaderas de cohetes colocadas en sus remolques, los cuales están estacionados en unos túneles sinuosos.
Luego la toma se traslada a una playa, donde un misil es disparado desde la parte trasera de un camión hacia el mar.
Sin embargo, en el artículo del servicio persa de la BBC se recuerda que los comandantes militares iraníes han asegurado que estas “ciudades de misiles” no son sólo lugares de almacenamiento de cohetes, sino que algunas de ellas también sirven como fábricas “para la producción y preparación de cohetes para que entren en funcionamiento”.
Se desconoce la ubicación exacta de estas bases y también su número. No obstante, el general Amir Ali Hajizadeh, comandante de la Fuerza Aeroespacial del CGRI, al presentar la última de estas instalaciones, aseguró que tienen “muchas”.
Hajizadeh fue uno de los altos mandos iraníes que murió al inicio de la actual campaña militar de Israel en contra del régimen de los ayatolás.
Las autoridades militares iraníes han construido estas “ciudades de misiles” subterráneas con el objetivo de protegerlas de eventuales ataques por parte de Israel como los que están ocurriendo desde el pasado 13 de junio.
“Irán construyó estas bases para almacenar y poder lanzar sus misiles sin que pudieran ser detectados por los satélites”, aseguró a BBC Mundo Behnam Ben Taleblu, director del Programa de Irán de la Fundación para la Defensa de la Democracia, un centro de estudios con sede en Washington (Estados Unidos).
El fallecido general Hajizadeh, en el video en el que mostró la última de estas instalaciones, aseguró que la misma fue construida a 500 metros de profundidad y que había sido reforzada bajo varias cubiertas de concreto.
De ser ciertas estas características, hasta el ejército estadounidense tendría problemas para destruirlas con sus bombas más poderosas, admitió Michael Ellmer, ex infante de la Marina de EE.UU. y analista de la firma de inteligencia londinense Grey Dynamics, en un artículo publicado en 2021.
“Sin embargo, de lograr impactar en las bahías de lanzamiento que los iraníes han perforado en la roca (para lanzar algunos de sus misiles) se podrían inutilizar estas bases”, explicó.
No obstante, Ben Taleblu afirmó que el principal problema para destruirlas que tienen que afrontar Israel o EE.UU. es hallarlas.
“Hay que detectarlas primero. Hasta ahora no se sabe dónde están”, explicó a BBC Mundo.
En similares términos se pronunció Patrycja Bazylczyk, directora del Proyecto de Defensa contra Misiles del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), otro centro de estudios con sede en EE.UU.
Según Bazylczyk, “los objetivos subterráneos son difíciles, pero no imposibles de atacar”.
“La superioridad aérea israelí debería permitirle a sus aviones de combate equipados con bombas atacar estas ‘ciudades de misiles’, degradando aún más los inventarios iraníes”, señaló la experta a BBC Mundo.
Pero Irán no solo tiene enterradas sus bases de misiles, sino también parte de su flota de aviones de combate e incluso algunas embarcaciones.
En las imágenes difundidas por Teherán sobre estas bases subterráneas se observan misiles de crucero Kheibar Shekan, Haj Qasem, Emad, Sejjil, Qadar-H y Paveh.
Irán se ha jactado de que con estos cohetes podría atacar países que están hasta a 2.000 kilómetros de distancia; es decir que podría alcanzar a Israel, Arabia Saudita, India, Rusia o China.
Los misiles balísticos Emad fueron utilizados en el ataque que Irán lanzó contra Israel en abril de 2024 y que causó daños a la base aérea de Navatim, en el centro del país.
Sin embargo, durante el actual conflicto misiles como el Sejjil también han sido empleados por el ejército iraní, aunque han sido neutralizados por las defensas antiaéreas israelíes, de acuerdo con los reportes del Instituto de Estudios de la Guerra de Estados Unidos (ISW, por sus siglas en inglés).
El Sejjil es un cohete balístico de 18 metros de longitud, de dos etapas, que fue desarrollado por científicos iraníes en la década de 1990 y es uno de los que tiene mayor alcance (2.000 kilómetros de distancia).
El uso del Sejjil parece ser la demostración de los problemas que está enfrentando Irán para responder a los ataques israelíes, pues está teniendo que disparar sus cohetes desde posiciones más adentro de su territorio.
Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) aseguran que han destruido entre la mitad y las dos terceras partes de las lanzaderas de misiles iraníes desde el inició de su actual campaña contra el régimen de los ayatolás.
A propósito del uso del misil Sejjil, desde el CSIS advirtieron que este cohete y otros modelos disponibles en el arsenal iraní podrían llevar una ojiva nuclear, aunque actualmente solo portan explosivos tradicionales.
Sin embargo, esto lleva a la siguiente pregunta: ¿Las “ciudades de misiles” están conectadas con el controvertido programa nuclear iraní que Israel desea destruir? Los expertos consultados por BBC Mundo aseguran que no hay evidencia de ello.
“Las principales bases de misiles iraníes, como la de Kermanshah, no están directamente vinculadas al programa nuclear, ya que los misiles que albergan son convencionales”, aseguró Sidharth Kaushal, quien es investigador del Real Instituto de Servicios Unidos de Reino Unido (RUSI, por sus siglas en inglés).
“Dicho esto, misiles como el Shahab-3 o el Khorramshahr probablemente serían candidatos para el lanzamiento de una ojiva nuclear, si Irán llegara a desarrollar una”, explicó a BBC Mundo.
Por su parte, Ben Taleblu aseveró: “Si Irán quisiera convertir en un arma su programa nuclear ya tiene los cohetes para ello”.
La inteligencia de EE.UU. estimaba que Irán poseía unos 3.000 misiles de distinto calibre y rango, el grueso de los cuales se encontraría en estas bases subterráneas, publicó el ISW.
El ejército israelí, por su parte, cree que el arsenal de cohetes de Teherán es de 2.000 y ha recordado que ya ha utilizado unos 370 misiles desde el pasado 13 de junio.
Desde este centro de estudios, consideran que la perdida de un número importante de plataformas móviles de lanzamiento, de sistemas de defensa antiaérea y de comandantes militares parecen estar dificultando la respuesta iraní, tal y como revela el hecho de que el número de misiles que ha disparado contra Israel en los últimos días es menor al de la primera jornada.
Sin embargo, los expertos consultados por la BBC aseguraron que las llamadas “ciudades de misiles” siguen representando una amenaza importante para Israel.
“Estas instalaciones son y ciertamente serán un objetivo para Israel, porque desde ellas se pueden disparar misiles que pueden alcanzar su territorio”, dijo Ben Taleblu.
Una opinión similar dio Bazylczyk, quien aseveró: “La destrucción de estas instalaciones limitaría aún más las posibilidades del régimen iraní de responder a las acciones militares israelíes”.
Esta semana aviones y misiles israelíes atacaron tres de estas bases subterráneas ubicadas en Jorramabad, Kermanshah y Tabriz, de acuerdo con un reporte del CSIS.
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