Hola, mi nombre es Francesca y soy usuaria de drogas. Soy una más de ese 5.5 % de la población mundial que las consume. A mis 44 años me gusta asumirme como tal. De adolescente fumé mariguana, pero no fui usuaria habitual sino hasta hace 10 años. A los 26 probé una vez salvia y otra éxtasis, fueron experiencias de mucho disfrute. A la semana siguiente me volvieron a ofrecer, dije que no. Dieciséis años después volví a tomar, fue hermoso.
Tengo tres enfermedades crónicas, debilitantes y sin cura que me fueron diagnosticadas; decidí usar drogas distintas a las prescritas para intentar entender mis dolores, no sólo los físicos. La Huachuma/San Pedro en contextos ceremoniales fue la que en un momento más consumí y fue determinante para mi salud. Conocí la Ayahuasca en la misma época. Dolorosas y positivas experiencias. Pocos años después, en el año que cumplí 40, vinieron los hongos (macro y micro dosis). A los 42 el LSD, 2CB y la temida por prohibicionistas (y por mí), cocaína. La Ketamina llegó a mí el año pasado para tratar una depresión crónica que me acompaña desde que tengo recuerdo. Un doctor, ocho inyecciones de realidad.
La vida siempre me dolió, la melancolía, el estado basal. Sentirme ajena. Andar con una carga invisible pero opresiva. Desasosiego. Dualidad persistente. Anhelo que ardía por encontrar un sentido en medio de una falta de propósito. Tocar el peso de la existencia, el recuerdo de lo efímero. Resistir e insistir.
Mi consumo de drogas es un acto de rebeldía ante la inevitabilidad de la muerte, una afirmación de que, a pesar de la transitoriedad de la existencia, puedo encontrar valor y trascender en las cosas que me rodean. La mirada se enfoca en detalles sutiles que suelen pasar desapercibidos. Encuentro momentos de conexión genuina. Belleza y dolor. Resplandecer. La esperanza de encontrar un sentido personal, de acoger la vida con todas sus contradicciones y de encontrar la plenitud en existir: el presente, la vivencia y la apertura. Adaptabilidad y determinación para seguir, incluso en los momentos más intrincados.
La enfermedad fue una primera gran maestra. El budismo como filosofía. Las drogas para el autoconocimiento y el placer. Placer, ¿por qué se banaliza esto? ¿Por qué sería poca cosa? ¿Por qué se interpreta como un capricho, una nimiedad?
La vida es ruda y sublime. Pienso que no tiene otro sentido más que vivirla y yo he decidido que lo haré de la manera más placentera posible. Las drogas me dan placer. Las drogas me ayudan a ser una mejor persona, a ser una mejor madre, abuela, amiga, pareja, trabajadora. Una mejor persona de mí para mí. Aceptarme. Aceptar el dolor, aceptar todas las emociones como parte integral de la experiencia humana y aprender a gestionarlas. Todas las emociones pueden desempeñar un papel importante y me brindan la oportunidad de comprenderme mejor y al resto. Esto implica reconocer y validar mis emociones, sin juzgarlas o reprimirlas, y desarrollar habilidades para expresarlas y regularlas adecuadamente. Las drogas no hacen eso en mí como si fueran un ente, lo que hago con sus sensaciones es mío, ellas son una herramienta para el estar. Para el bien estar.
Estoy cansada de tener que excusarme por sentir eso. Estoy cansada de que el juicio del resto pretenda interferir en mis decisiones. Cansada de que se nos caricaturice. Cansada de que se confunda uso con abuso. Al igual que una persona que bebe alcohol no necesariamente tiene un problema con él, igual pasa con las personas que usamos drogas. Que yo diga que consumo sustancias no significa que en todo momento las use.
No conozco a una sola persona que no consuma drogas, legales o ilegalizadas. Pastillas de prescripción con o sin receta, alcohol, tabaco, azúcar, café, etc. Estoy cansada del argumento de que eso hace menos daño, porque hay una falsa creencia de que la legalidad es igual a seguridad. Entiendo el miedo, entiendo que los más de 60 años de prohibición han calado, pero evidencia hay, lo que falta son las ganas de aprender.
Socialmente es común que el consumo de drogas sea aceptado cuando tiene un fin terapéutico, ¿por qué? ¿No tengo el derecho de consumir sólo porque me da placer? ¿Acaso el placer no es terapéutico? El término “terapéutico” se refiere a algo que tiene propiedades o efectos curativos, sanadores o beneficiosos para la salud física, mental o emocional de una persona. ¿No es eso también el placer? Es algo que busca el bienestar y promueve la curación o el crecimiento personal. La autonomía del cuerpo se aplica a todo, no sólo a lo que nos gusta.
En el debate sobre su uso, es fundamental alejarse de los estigmas y prejuicios que rodean este tema. Es necesario poner cara a las estadísticas relacionadas con el consumo de drogas, y reconocer que es posible tener un uso no problemático de las mismas. La realidad es que un porcentaje significativo de personas que usan drogas no experimentan problemas asociados. Yo estoy dentro del 87 % que no tiene problemas en su uso. La UNODC en su último informe menciona que sólo el 13 % del total de personas usuarias en el mundo padecen trastornos por consumos.
Sé que las drogas son peligrosas. Es real el infierno que personas con usos problemáticos viven y también sus familias y seres queridos. Lo he visto. Lo he leído. Comparten testimonios en redes. Aparecen en televisión. Van a centros educativos a hablarnos.
Pero una realidad no excluye a la otra.
La seguridad y los riesgos asociados con las drogas, tanto legales como ilegalizadas, varían según múltiples factores, como la dosis, la frecuencia de uso, la vía de administración, el contexto social, los recursos individuales y colectivos a los que tiene acceso cada persona y la manera singular como cada una responde a los retos y situaciones que la vida presenta. Por eso la mejor manera de alejar a la gente de los peligros es con educación. Que los seguros cubran la salud mental. Que los centros de rehabilitación tengan la capacidad de escuchar, entender y ayudar a las personas con el mayor respeto y mayor empatía posible. Que la abstinencia no sea la única alternativa frente al consumo y menos que esté asociado a la religión. Que se dé en colegios y universidades charlas con información verdadera. No cucos. Explicarle a menores los peligros de consumir cuando sus cerebros no se han terminado de desarrollar. Que sepan qué drogas y dosis son letales. Advertirles que comprar en el mercado paralelo puede ser fatal. Control de daños. Es fundamental estar informada sobre los posibles riesgos y efectos secundarios de cualquier sustancia que se esté considerando utilizar, ya sea legal o ilegalizada.
“El placer es el principio y el fin de una vida feliz”, decía Epicuro. Epicuro consideraba el placer como el objetivo supremo. Su concepción del placer iba más allá de lo superficial y momentáneo. Creía que la búsqueda del placer sabiamente elegido y moderado era esencial para alcanzar la felicidad y la virtud.
Es así como quiero vivir. Es así como las drogas me ayudan a vivir.
* Francesca Brivio Grill (@franbrivio @proyecto_soma) es participante del curso “Estrategias de reducción de riesgos y daños frente a sustancias. Un diálogo con América Latina”, impartido por Angélica Ospina-Escobar / Programa de Política de Drogas (PPD), del 3 de febrero al 18 de marzo de 2023.
La mexicana Tony Osornio ha sido una apasionada del paracaidismo. Su amor por este deporte de riesgo la llevó a ganar varios campeonatos e, incluso, a alcanzar el grado de subteniente en el ejército de su país, cuando no había mujeres soldados.
Pero en 1984, sufrió un accidente que cambió su vida para siempre.
Esta nota es una adaptación de la entrevista que le dio Tony al programa de radio BBC Outlook sobre su increíble historia.
Nací y crecí en un hogar muy tradicional en San Juan del Río, Querétaro, a unas dos horas de Ciudad de México.
Soy la más joven y la única mujer de cuatro hermanos. Siempre fui tan inquieta que mi papá decía que tenía la energía de mis tres hermanos juntos.
Con mi mamá tuve problemas porque ella decía que las mujeres pertenecíamos a la casa y que los hombres eran los que tenían que salir a la calle. Nunca me dejó ir a estudiar en la ciudad de Querétaro.
Yo sentía que, en vez de acercarme, me alejaba con tantas exigencias. Incluso me golpeaba por desobedecer. Pero, aun así, yo me escondía de ella para hacer el trabajo de mis hermanos, jugar futbol con ellos y mojarme en la lluvia, todo lo que se suponía que no debía hacer.
Me sentía como en una prisión. Llegó un punto en el que no podía soportarlo más. Si mi mamá no me dejaba salir, entonces tendría que encontrar la forma de escapar.
Resolví que me iría con el primer hombre que se quisiera casar conmigo.
Antes de que cumpliera 17, mi primer y único novio me propuso matrimonio. Yo le dije que sí, si me permitía estudiar y salir y tener más libertad.
Mi papá intentó convencerme de que no lo hiciera. Incluso me dijo que me compraría un carro si me quedaba hasta terminar la secundaria.
Pero yo estaba decidida. Quería casarme para salir de allí.
Me casé realmente emocionada de tener esa libertad, de tener una aventura.
Mi marido estaba en el ejército, así que sentía que estaba entrando en un mundo nuevo. Le encantaban los pasatiempos llenos de adrenalina, como conducir carros rápidos y motos y también el paracaidismo.
La verdad es que al principio mi matrimonio fue muy divertido. Nos gustaban las mismas cosas y aprendí mucho de él porque era 11 años mayor que yo. El día que me casé no estaba enamorada, pero con el tiempo me enamoré y los dos nos queríamos mucho.
Luego llegó mi primera hija, Mariela. Fue algo hermoso y maravilloso, pero también muy difícil para mí. Mi marido seguía en el ejército y viajaba mucho, a veces por meses.
Fue abrumador sentir que yo tenía que estar ahí con ella y cuidarla. Sentí que esa bebé se interponía en mi camino.
Yo sentía que era mi obligación ayudarlo. Pero en realidad estaba harta de viajar todos los fines de semana para acompañarlo.
Hasta que un día un amigo de mi marido le dijo: “Deberías involucrarla más para que no se aburra y se canse tanto de venir aquí. Déjala dar un salto con nosotros”.
Entonces mi marido me preguntó: “¿Quieres saltar?”.
“Por supuesto que no. No voy a hacer eso”, le respondí.
“Tienes miedo”, me retó. Él sabía que yo era orgullosa.
Entonces dije: “No, no, no. Apúntame para el próximo salto”.
No era un salto cualquiera. Era parte de una competencia de paracaidismo.
Y llegó el día. Me subí al avión, fui viendo cómo uno por uno los demás saltaban y llegó mi turno. Me acerqué sigilosamente a la puerta abierta. Y salté.
Sentí el aire en la cara y sentí que flotaba. Fue una maravilla sentirme conectada con el cielo, con el aire, con una libertad que no puedo describir con palabras. Una sensación tan profunda como la de ser uno con el todo.
Y supe que ese era el lugar al que pertenecía.
Fue un shock total para mí. Fue un placer que no puedo describir completamente. Fue maravilloso, maravilloso, maravilloso. Y lo único que vino a mi cabeza fue que tenía que hacerlo de nuevo.
Gané el segundo puesto en ese concurso. Fue toda una sorpresa porque descubrí que tenía esas habilidades.
Me resultaba muy fácil enfrentar la altura, mantener el equilibrio y encontrar la distancia exacta al punto de aterrizaje. Se me daba bien.
El trofeo fue lo de menos en comparación con las sensaciones que sentí y que me acompañaron durante toda la semana. Mientras lavaba los platos o conducía o cocinaba, revivía lo que había experimentado.
Pero mi marido era comandante de la brigada paracaidista, así que solía hacer saltos militares con el ejército.
Le pregunté si podía saltar con él del avión militar cada vez que él saltara. Podría ponerme un uniforme. Nadie se daría cuenta y no costaría nada.
Me dijo que estaba loca. Luego de un mes de insistencia, cedió.
Yo escondía mi cara debajo del casco y no miraba a nadie. Hasta que un día hubo una exhibición ante el Secretario General y el Presidente del Ejército.
Pensamos que como estábamos lejos nadie se daría cuenta, así que salté y todo fue perfecto. Fui la primera en aterrizar, quitarme el overol y ponerme en formación saludando a la bandera.
“¿Por qué hay una mujer aquí? No hay ninguna mujer en el ejército”, preguntó el Secretario General.
Fue una situación rara. Mi marido podía terminar fusilado por haber roto las reglas.
Así que aproveché la oportunidad y pedí enlistarme en el ejército. Todo el mundo me miraba como si estuviera loca.
“Con tu apoyo, te prometo que seremos un grupo de paracaidistas que llevará en alto el nombre de México”, le dije al Secretario.
Para convertirme en soldado y recibir el mismo trato que los demás, iba a tener que superar unas duras pruebas físicas. Una de ellas consistía en correr 20 kilómetros, llevando una gran mochila.
La primera vez que lo intenté, solo logré correr cinco y me vomité. Los demás reclutas me ridiculizaron y me enfurecí.
Pero no me rendí. Entonces, antes de llevar a mi hija al colegio, corría por todo el barrio. Pasaron meses antes de que pudiera demostrar que las mujeres también podíamos hacerlo.
Empecé a ver la belleza de estar en el ejército y defender a tu país. Por otro lado, era doloroso porque muchos hombres se burlaban de mí y hablaban de mí a mis espaldas.
Había noches en las que llegaba a casa y me pasaba la noche llorando y pensando que no iba a poder con todos esos hombres.
Un día me enfadé muchísimo y les grité: “Cuando puedan hacer los saltos que yo hago y tengan todos los trofeos que tengo, entonces aceptaré su juicio, pero no antes”. Me gané su respeto.
Recuerdo que mi papá me decía: “Chiquita, ya viviste campeonatos, saltos militares, saltos libres. Por favor, cuídate. No puedo dormir de la preocupación”.
Pero yo le decía que sin el paracaidismo me moriría.
Incluso cuando estaba embarazada de mi hijo Paco, seguí saltando. Iba a competir en un campeonato en París, así que no quería divulgarlo.
Pero luego casi lo pierdo en un salto. Esta pasión me llevó al límite de ser irresponsable. Lo fui. Lo único que quería era tener un avión en frente y poder saltar y saltar y sentir esa sensación, esa adrenalina.
Ahora que han pasado los años, me cuestiono cómo me atreví a todo eso.
En ese momento, sentía que estaba en la mejor faceta de mi vida, más enamorada de mi marido que nunca, con dos hijos preciosos, un buen sueldo y haciendo el deporte que me apasionaba.
Un día, en febrero de 1984, todo cambió.
Llegó la oportunidad de hacer un salto frente al entonces Presidente de México, Miguel de la Madrid.
La noche antes de ese salto, sentí algo que nunca había sentido antes. Me sentí rara, como si no quisiera saltar.
Había mucho viento. Y el viento para los paracaidistas es lo más peligroso, así que pidieron que participáramos solo los más experimentados.
Una vez abordé el helicóptero, le dije a mi esposo: “No quiero hacerlo”.
Él me respondió: “¿Tú? ¿Que siempre quieres saltar y hoy no? ¿Hoy, cuando el presidente está mirando? No podemos fallarle. Ya estamos en el aire. Es demasiado tarde”.
Le pedí un beso, y saltamos.
Teníamos que engancharnos para crear una bandera mexicana en el aire, y luego desengancharnos.
Creamos la bandera perfectamente, pero el viento empezó a halarnos. Sentí que iba a estrellarme encima del Presidente y que me iba a llevar a todo el público por delante.
Como era la más liviana, el viento me halaba con más fuerza. Halé el freno con toda la fuerza que pude.
Pero en ese entonces, si frenabas así de fuerte, se rompía el paracaídas. Y así fue.
Aterricé tras una caída libre de 25 metros. No tuve tiempo para abrir el paracaídas de emergencia.
Sentí el crujido de todos mis huesos. Luego, una sensación muy extraña: no sentía mi cuerpo en absoluto, solo mi cabeza.
Durante unos instantes, vi todo en cámara lenta e iluminado por una luz blanca brillante, algo muy bello.
Pero de repente un intenso dolor en mi cuello me trajo de nuevo a mi realidad. Estaba tendida en el suelo y todo mi cuerpo, flácido como un trapo. No podía mover aboslutamente nada.
La primera reacción de la gente a mi alrededor fue sacarme del lugar, porque la ceremonia debía continuar. Pero el presidente, a cuyos pies caí, dijo: “no, no, no, llévenla en mi helicóptero directamente al hospital militar”.
Fue la primera vez que reconocí la importancia de la respiración, porque sentía que no podía respirar. Trataba de tomar aire, pero no lo sentía.
Paco, mi hijo, tenía cuatro años y me vio saltar esa vez. Recuerdo que lo vi y pensé: “Tienes que aguantar porque él está aquí”. Verlo me dio las fuerzas para continuar. Estaba al borde de la muerte. Mientras me llevaban, logré hacerle un guiño.
Ese fue el momento exacto en el que mi vida dio un drástico giro de tenerlo todo a no tener nada.
Pasé tres años mirando al techo. Me taladraron tres clavos en el cráneo para sujetarme a algo llamado halo ortopédico. Tuve que soportar un peso de más de 18 kilos en la cabeza para tratar de alinear mi cuello con la columna vertebral.
Reconstruyeron mi cuello con un trozo de hueso de mi cadera porque se había desmoronado totalmente. Tuve que soportar mucho dolor, mucha desesperación, hasta el punto de la locura.
Durante las primeras semanas, estuve casi inconsciente. Los médicos no creían que fuera a sobrevivir.
Mi diagnóstico fue cuadraplejia. Dijeron que nunca más iba a poder mover del cuello para abajo.
Tampoco controlaba mis funciones corporales. Tenía que usar un catéter y pañales.
Mentalmente, me fui a un lugar muy oscuro. Estaba atrapada sin poderme mover ni sentir. Tenía llagas en todo el cuerpo por tanto estar quieta que se infectaban y apestaban. Me sentía como un trapo inútil.
Yo digo que, si existe el infierno, yo lo viví y mis hijos lo vivieron conmigo. Pero también eso nos fortaleció. Mis hijos fueron el motor que me impulsó a seguir. Eso, y la rabia que le tenía a mi ex.
Estaba devastada. Sentía que estaba en lo más profundo de la oscuridad y que me estaba perdiendo en mis pensamientos de que sería más fácil si estuviera muerta.
Cuando volví a casa, mis hijos saltaban de alegría, pero yo estaba destrozada por la depresión.
Fue tan triste para mis hijos descubrir que tenían una mamá tan enojada y demandante; estaba fuera de mí. A veces hay tanto dolor interno que no sabes dónde ponerlo. Me desquité con ellos.
Mariela dejó de hablar. Sus profesores me dijeron que se quedaba en un rincón durante el recreo completamente muda.
Paco se metía en peleas con otros niños siempre que tenía el chance. Lo expulsaron de siete colegios. Así que sí, nuestras vidas cambiaron mucho cuando salí del hospital.
Yo realmente creía que iba a salir caminando del hospital, así que no poder hacerlo me enfadó y me deprimió muchísimo.
Pensaba: “¿De qué les sirvo a mis hijos si al volver del colegio se encuentran con una madre tumbada sin control de esfínteres y sin comida en la mesa para ellos?”
Yo no quería limosnas de nadie. Era demasiado orgullosa para recibir ayuda.
Empecé a vender cosas por teléfono. Luché por mi pensión y por encontrar la manera de sobrevivir. Pero seguía hundiéndome en la oscuridad y la depresión.
Llegué a un punto en el que pensé que era mejor dejar a mis hijos sin madre que tener que soportar esto. Ya ni quería abrir los ojos. Había decidido suicidarme. Llevaba varios días sin comer. Me estaba desvaneciendo.
Fue ahí cuando conocí a Martha, mi terapeuta. Cuando hablé con ella, sentí algo muy especial en sus ojos, sentí que me hablaba desde el corazón. Y recuerdo perfectamente que me dijo: “He visto personas que mueven su cuerpo, pero no se mueven interiormente. Tú tienes un volcán dentro”.
Creo que, tan pronto como empiezas a sanar tu alma internamente y empiezas realmente a creer que es posible, entonces puede mejorar tu salud.
No fue sino hasta que enfrenté con toda esa desesperación, esos celos, esa intolerancia, que mi cuerpo empezó a moverse. Muy poquito al principio. Pero luego más y más.
Fue un milagro. Los doctores que vieron mis radiografías no podían creer lo que estaban viendo. Con mi diagnóstico, se suponía que solo podía mover los ojos y nada más. Pero he ido recuperando más y más movimientos.
Lo que más me cuesta es mover las manos. Pero puedo sentir mi cuerpo. Lo siento incluso más intensamente que cuando caminaba.
En ese camino, llegó un día que estaba meditando en mi jardín y sentí una iluminación, una sensación de dicha que nunca había sentido en mi vida, ni siquiera durante mis mejores saltos. Me sentí abrumada por tanta energía y tanto placer. Incluso pensé que la silla de ruedas, que tanto odiaba usar todos los días, había sido mi mejor maestra.
Entonces fui a buscar a Martha, mi terapeuta, y le dije que quería compartir lo que había aprendido en mi proceso con otras personas en condición de discapacidad. Y así fue como encontré la misión de mi vida.
Con su ayuda, creé la Fundación Humanista de Ayuda a Discapacitados, o Fhadi, para ayudar a otros mexicanos con discapacidad motriz.
En estos más de 25 años, hemos encontrado personas en estado de abandono muy graves: No tenían una silla de ruedas. Los dejaban en el suelo, indefensos, con solo 23 o 28 años. Fue muy triste descubrir que todo esto existe.
Pero ahora uno de los mayores tesoros de mi vida es ver a estas personas crecer y prosperar, como yo lo hice. Me da mucho placer y satisfacción.
Ahora soy más libre que nunca. Y lo logré estando presente en mi propia vida, en cada momento de la manera más sencilla y natural.
Aún necesito fisioterapia y ayuda porque no puedo mover las manos. Pero saboreo la vida más profundamente y me siento incluso mejor que cuando caminaba. Me siento feliz.
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