Quedó aprobada en la Cámara de Diputados la eliminación del Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública Gubernamental (INAI).
La decisión que seguramente confirmará el Senado esta semana es, sin duda alguna, un retroceso. Conservamos el derecho constitucional de acceso a la información pública, pero hemos perdido a la institución idónea para garantizarlo. En el nuevo modelo, la propia administración pública será juez y parte cuando se presente alguna controversia en el acceso a la información pública gubernamental.
Pensar que la eliminación de la institución garante no afecta el ejercicio del derecho porque la función la preserva una secretaría de estado, es no entender la dinámica de la lucha contra la opacidad gubernamental en México. Quienes hemos tenido que lidiar con las mil y una estratagemas de instituciones tales como la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), las fiscalías o la mayoría de los gobiernos estatales, sabemos bien que sin un árbitro más o menos autónomo como el INAI la información de este tipo de dependencias difícilmente podrá obtenerse ya.
Sin duda, el extinto INAI tenía múltiples áreas de mejora y momentos penosos en su historia. Así lo sugiere el propio bajo perfil público de muchos excomisionados que, salvo honrosas excepciones, no salieron a defender a la institución en esta hora difícil. Es cierto, además, que el Instituto pudo ser más austero. Pero eliminarlo de tajo es un error histórico.
La supresión del INAI debe contextualizarse. No puede obviarse que en el último tramo de un sexenio que iba a dejar tras de sí una herencia variopinta de claroscuros, la vida política del país entró en fase de aceleración luego de que el 5 de febrero de 2024 se anunciaran las reformas constitucionales del llamado “Plan C”.
Después de su presentación por el anterior gobierno, este paquete de reformas adquirió condición de posibilidad con la arrasadora elección del 2 de junio; con la decisión política de interpretar el mandato de urnas preponderantemente como respaldo a ese programa y ponerlo al centro de la agenda del nuevo sexenio, y con la confirmación de la sobrerrepresentación de la coalición en el poder, al amparo de un mal diseño legislativo y de debatibles determinaciones judiciales. La inconsistencia desvergonzada de algunos legisladores de oposición cerró la pinza y terminó por hacer factible la aprobación de dichas modificaciones. Sin más contrapesos, en los últimos dos meses se aprobó el núcleo del “Plan C”: una serie de reformas que han cambiado de fondo la fisonomía del orden constitucional mexicano.
Los principales rasgos de la nueva configuración están a la vista: un fuerte énfasis en los aspectos relacionados con la construcción de una nueva hegemonía política y con el combate a las desigualdades, con un innegable detrimento de las garantías de los derechos civiles y políticos y el Estado de Derecho junto con la invisibilización de la violencia persistente.
Y es que el panorama no es halagüeño, cuando se mira de conjunto el avance de la militarización sin contrapesos, la ampliación de los supuestos de prisión preventiva, la precipitada y destructiva reforma judicial, la eliminación de órganos garantes de derechos como el INAI, la burda cooptación partidista de órganos como la CNDH, como ésta se encargó de confirmarlo, por su hubiera alguna duda, con el impresentable comunicado que publicó a unos días de decidirse la reelección.
¿Cómo nombrar esta realidad? En un interesante balance publicado recientemente por la Universidad Iberoamericana de Puebla, Roberto Alonso enmarca el proceso que estamos viviendo en la tendencia global de “erosión de la democracia”. Similar perspectiva desarrollan Alejandro Monsiváis y Miguel López Leyva en una oportuna obra publicada por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, que se pregunta por la resiliencia democrática en México.
En estas miradas resuena la admonición de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en la Opinión Consultiva 28/21 señaló: “[…] el mayor peligro actual para las democracias de la región no es un rompimiento abrupto del orden constitucional, sino una erosión paulatina de las salvaguardas democráticas que pueden conducir a un régimen autoritario, incluso si este es electo mediante elecciones populares” (párr. 145).
La eliminación del INAI, en un contexto más amplio en el que se han reformado atropelladamente más de 40 artículos constitucionales, se inscribe sin duda en esta tendencia global y hoy nacional. Viendo el bosque y no sólo los árboles, hay que nombrar cabalmente el proceso de erosión de las instituciones de la democracia constitucional en que nos encontramos.
Se podrá decir con razón que para la inmensa mayoría empobrecida, asediada además en muchas regiones por el control territorial de la criminalidad organizada, la promesa democrática era evanescente, por decir lo menos, dada la inmensa desigualdad que engendró el modelo económico por el que se optó los últimos 30 años. Y es cierto. Pero atender esa lacerante realidad con el sentido de prioridad y urgencia que se requería, no tenía por qué conllevar el socavamiento de instituciones de control o de garantía de derechos, ni implicar un proceso de concentración de poder como el que se está verificando. Del encomiable y necesario propósito de poner en primer lugar a las y los más pobres no tenía por qué seguir, necesariamente, lo que ha ocurrido. Este proceso es más bien consecuencia de un proyecto de otra índole; sus consecuencias son de pronóstico reservado y sólo las veremos con los años.
En la historia de Adela Velarde, que posiblemente inspiró el corrido más famoso de la revolución mexicana y dio nombre a las “adelitas”, se entreteje la memoria y la leyenda.
Adela Velarde Pérez fue las dos cosas.
Pero, como sucede con todos los mitos identitarios, en la historia de esta mujer que posiblemente inspiró el corrido más famoso de la revolución mexicana y dio nombre a las “adelitas”, se entreteje la memoria y la leyenda.
La imagen de Adela Velarde, jovencísima, de ojos grandes, mirando intensamente a la cámara bajo su enorme sombrero, agarrando una bandera mexicana en una mano y una espada en la otra, su diminuto cuerpo cruzado por un cinturón de balas, encarna la esencia de un espíritu nacional, de una identidad mexicana valiente y revolucionaria.
Ella representa a las miles de mujeres anónimas que se unieron a la Revolución mexicana (1910-1920) a las que se conoce como “adelitas”, y que consiguieron derrocar la dictadura de Porfirio Díaz.
El corrido de “La Adelita”, quizás el más famoso de toda la época de la revolución, se cantaba obsesivamente en los frentes y hoy se sigue escuchando, popularizado por cantantes como Jorge Negrete o Amparo Ochoa. Sin embargo, la historia de la “Adelita” original sigue siendo en parte un misterio.
Se sabe que nació en el estado de Chihuahua, probablemente en Ciudad Juárez, en el año 1900, en el seno de una familia acomodada.
Según la biografía que el gobierno de México tiene sobre ella, fue nieta del destacado general juarista Rafael Velarde, que luchó contra las tropas francesas.
Siendo aún adolescente se unió a las filas de la revolución, apoyando a la Asociación Mexicana de la Cruz Blanca en labores de enfermería.
Formó parte de la División del Norte del Ejército Constitucionalista, y posteriormente se incorporó al Cuerpo de Ejército del Noreste.
El 22 de febrero de 1941, Velarde fue reconocida como “Veterana de la Revolución” por la Secretaría de Defensa Nacional mexicana y, según el Museo de la Mujer, fue nombrada miembro de la Legión de Honor Mexicana en 1962.
Al acabar la revolución trabajó en Ciudad de México como mecanógrafa en la administración de Correos. En 1965 se reencontró con un coronel que había conocido en sus años de lucha, Alfredo Villegas, con quien se casó en 1965.
Poco después, la pareja se mudó a Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte en 1971, debido a un cáncer de ovario. Sus restos yacen en el cementerio de San Felipe, en Del Río, Texas.
Estas es, practicamente, casi la única información contrastada que se tiene de ella.
A partir de ahí, casi todo son relatos, más o menos fabulados, inspirados por el romanticismo de su personaje.
El mito la retrata como una muchacha valiente y bella, cuyos ideales revolucionarios la convirtieron en un ejemplo para otras mujeres que se unieron al alzamiento, a las que hoy se conoce como “adelitas” y que desempeñaron un papel fundamental en las guerrillas.
Pocos han descrito el papel de las “adelitas” de una forma más hermosa que la escritora Elena Poniatowska en su libro “Las indómitas”.
“Yo te doy agua. Yo llevo las ollas y las cazuelas para hacerte tu comida. Yo te despiojo. Yo te lío tu petate. Yo te lavo tu ropa. Yo junto la leña para hacer lumbre. Yo te aceito tu fusil. Yo te prendo tu cigarrito, y si no hay tabaco, te hago uno de macuche, aquí tengo hojas de maíz. Yo cargo tu Mauser y tus cartuchos. Yo cuido de que no se moje la pólvora. Yo te hago casa en el campo de batalla. Yo soy tu colchón de tripas. Yo tengo a tu hijo en la trinchera”.
Sin ellas, afirma la autora mexicana, no habría habido revolución. Muchas fueron llevadas por sus hombres, esposos, padres o hijos, al combate como apoyo. Otras fueron obligadas a participar por la fuerza y, aunque la mayoría ejercía apoyos básicos y de enfermería, algunas llegaron a tener cargos importantes.
Después de haber dado sangre, sudor y lágrimas en la batalla, con el fin de la guerra la mayor parte de estas mujeres regresaron a los antiguos roles que la sociedad les deparaba, y sus hisotrias de olvidaron.
Solo un puñado de nombres de “adelitas” han sobrevivido al anonimato de la Historia, entre ellos el de Adela Velarde, en gran parte gracias al corrido que lleva su nombre.
La versión más edulcorada de la historia de esta famosa canción, que se convirtió en símbolo de la revolución y responsable de que medio mundo hispanohablante no pueda escuchar la palabra “Adelita” sin tararear “se fuera con otro…”, la narra el historiador mexicano José Alberto Galindo.
Galindo es el autor del libro “Un cielo lleno de metrallas: La verdadera historia de la Adelita”, en el que relata la siguiente historia:
Velarde entró en el ejército revolucionario como enfermera, por lo que fue repudiada por su familia, que consideraba, como otras de su época, que las mujeres solo podían abandonar el hogar de su familia para casarse.
Al poco de unirse a la revolución, la joven conoció a Antonio Gil Del Río Armenta, sargento del ejército de Pancho Villa, y ambos mantuvieron un tórrido romance.
De acuerdo con algunos relatos no corroborados, ambos tuvieron un hijo, que más tarde moriría en la Segunda Guerra Mundial.
La historia de amor tuvo también un final trágico.
El sargento fue alcanzado por una bala en la ciudadad de Gómez Palacio, y murió en los brazos de su amada. Sin embargo, antes de fallecer, le pidió a su enamorada que mirara dentro de su petate, donde Velarde encontró un papel con la letra de la canción que se convertiría en un himno nacional revolucionario. Ella había sido su musa y sería su último amor.
¿Demasiado perfecto? Pues hay más.
Según Galindo, la letra de la canción no estaba completa, por lo que Gil Del Río Armenta le cantó allí mismo, y con su aliento postrero, la última estrofa, que Adelita apuntó en el papel de su puño y letra.
Algunas versiones dicen que esta última estrofa dictada al borde de la muerte fue la que dice: “Si acaso yo muero en campaña /y mi cadáver lo van a sepultar, /Adelita por Dios te lo ruego /que con tus ojos me vayas a llorar”.
Sin embargo, en una entrevista con el diario “Excélsior” en 1948, la propia Velarde confirmó que fue ella quien inspiró al compositor, aunque el corrido original solo contaba con tres estrofas:
“Popular entre la tropa era Adelita, /la mujer que el sargento idolatraba, /porque a más de ser valiente era bonita /que hasta el mismo coronel la respetaba.
Y si Adelita se fuera con otro/ la seguiría por tierra y por mar; /si por mar, en un buque de guerra /si por tierra, en un tren militar.
Si Adelita quisiera ser mi esposa, /si Adelita fuera mi mujer, /le compraría su vestido de seda /para llevarla a bailar al cuartel”.
El historiador Galindo afirma, además, que el “coronel” que menciona la canción es, para rizar más el rizo, hombre con el que finalmente se casó Adela Velarde en 1965, Alfredo Villegas.
Sin embargo, existen diferentes versiones sobre el origen de la canción que, según la Secretaría de Defensa Nacional (SDN) mexicana, fue difundida por la División del Norte entre 1914 y 1915.
Según el libro “Las Fuerzas Armadas en la Revolución Mexicana”, editado por la SDN en 2013, algunos atribuyen su autoría al joven capitán Elías Cortázar Ramírez, otros a un tal Ángel Viderique.
Otra interpretación afirma que se trata de una canción anónima que el general Domingo Arrieta y sus tropas escucharon en el estado de Sinaloa, y otra más que el mismo general Arrieta se la encomendó a un maestro de su banda militar, Julián S. Reyes, para que la escribiera y la instrumentara.
Pero en la creación de los mitos el relato es importante, y una buena historia de amor trágico siempre será más potente que un anodino encargo.
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