La crisis de desapariciones no ha sido revertida en México. En particular, el rezago forense en la identificación de cuerpos y restos sigue siendo un desafío mayúsculo aún no atendido. Requiere de todos los esfuerzos y de un abordaje interdisciplinario, por lo que es un error contraponer irresponsablemente diferentes técnicas de búsqueda, postulando falsas disyuntivas.
Lo anterior viene a cuento porque hace unos días, una publicación en redes de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas (CNB) causó escándalo y escarnio en la comunidad científica dedicada a las ciencias forenses. En una infografía, la CNB contrapuso la identificación mediante levantamiento de huellas dactilares a la identificación mediante confrontación de perfiles genéticos empleando ADN. La primera, según esta institución, es más barata y ofrece 100 % de confiabilidad. La segunda, para este ente de Estado, es cara y no ofrece plena certeza.
Esta contraposición es falaz y va en sentido contrario de la solidez científica que el actual gobierno busca imprimir a la actividad pública. Como lo señalaron inmediatamente voces muy acreditadas, en ciencia ningún método de identificación ofrece 100 % de certeza. Además, si bien la identificación por vía de huellas dactilares es útil y relevante respecto de cuerpos encontrados recientemente, no puede postularse como única vía para atender el rezago forense, pues son numerosos los cuerpos relacionados con desapariciones de larga data, respecto de los cuales no será ya posible obtener huellas para confronta. Aunque sea escabroso señalarlo, no puede obviarse que en México los restos recuperados no siempre incluyen extremidades de las que puedan levantarse huellas: en muchas ocasiones, se trata de fragmentos corporales o de piezas óseas, que además en ocasiones están dañadas por la exposición a la intemperie o por factores externos como el fuego.
No puede soslayarse, tampoco, que en algunas entidades federativas la identificación por huellas dactilares sólo está ocurriendo en el escritorio y sobre papel, pues las fiscalías no han depurado sus bases de datos como para asegurar plenamente la trazabilidad de los respectivos cuerpos y restos; en estos casos, hay identificación, pero no restitución ni entrega de restos a las familias, ante la incapacidad de las autoridades de hallar esos cuerpos que legalmente se encuentran bajo su propio resguardo.
El avance en la identificación de cuerpos mediante huellas dactilares es sin duda positivo y hay que animar a que prosiga, pues está arrojando logros significativos. La participación en ello de la cooperación internacional, los propios esfuerzos de la CNB y la colaboración del INE son esfuerzos en la dirección correcta. Pero hay que ponderar esta línea de acción en su justa dimensión para no generar simulación. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se celebra como un avance para los familiares de personas desaparecidas la entrega de un escáner de huellas digitales a la Fiscalía General de Justicia Militar, aun cuando las instancias castrenses de justicia en ningún supuesto legal compatible con el régimen internacional de derechos humanos pueden indagar la desaparición de una persona y/o participar en el levantamiento de cuerpos o restos de civiles.
El intento de contraponer la identificación mediante huellas dactilares a la identificación mediante perfiles genéticos, como si de una disyuntiva se tratara, se relaciona con el abandono en que ha quedado el Centro Nacional de Identificación Humana (CNIH), una de las iniciativas de la anterior administración que levantaron expectativas y que hoy es un elefante blanco. Este Centro, inaugurado en presencia de familiares de personas desaparecidas, representó en su momento la esperanza de que verdaderamente hubiera un impulso de una política de Estado para superar el rezago forense. Si bien la operación del Centro generaba una serie de desafíos legales no menores –lo que por cierto fue explotado con oportunismo por las fiscalías para preservar el estado actual de cosas– pudo ser una plataforma extraordinaria para la identificación genética de cuerpos y restos asociados casos de larga data o difíciles, integrado por peritos supeditados más a la ciencia y que al ministerio público, con enfoque preponderantemente humanitario y no penal. Sin embargo, el modelo fue abandonado a nivel federal. Pese a ello, esta forma de trabajar ha empezado a rendir frutos a nivel local, como lo supo distinguir recientemente un muy importante reportaje publicado en The New York Times sobre el esperanzador Centro Regional de Identificación Humana de Coahuila (CRIH).
La crisis de desapariciones y el rezago forense en México son inmensos. Es un despropósito contraponer las diversas aproximaciones técnicas disponibles. No estamos en una condición en la que generar falsas disyuntivas abone: necesitamos de todo, frente a este flagelo que no cesa. Así lo hicieron patente, con la dignidad de siempre, las madres, hermanas, cónyuges e hijas de personas desaparecidas que la semana pasada participaron en el Congreso Mundial sobre la Desapariciones al que convocó el Comité de la ONU en la materia, celebrado en Ginebra. Y es que aunque las instancias de derechos humanos hoy se excusan en un soberanismo añejo, la crisis de México sigue bajo el seguimiento y la atención de la comunidad internacional.
Internamente, se pretende invisibilizar la continuidad de la crisis –o peor aún, se intenta atribuir la responsabilidad a la propias víctimas como se hacía en el pasado y como lo hacen, en el presente, de modo irresponsable, actores del partido en el poder como el gobernador de Sonora– pero en los foros internacionales el reclamo de las familias es y seguirá siendo incontenible.
En este marco, la identificación mediante ADN seguirá siendo tan necesaria como la identificación mediante huellas dactilares, del mismo modo que seguirá siendo necesaria la cabal puesta en marcha del Banco Nacional de Datos Forenses y la exploración de esquemas humanitarios de identificación que no sean controlados por las negligentes fiscalías.
Beijing informa que a partir del lunes impondrá sus propios aranceles de 15% a las importaciones de carbón y 10% al petróleo y camionetas provenientes de Estados Unidos.
China anunció una serie de aranceles a productos estadounidenses, en represalia por las tarifas a bienes chinos impuestas por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Los aranceles chinos, que entrarán en vigor el lunes próximo, incluyen un impuesto del 15% al carbón y al gas natural licuado, además del 10% al petróleo, maquinaria agrícola, camionetas y algunos autos de lujo.
Este martes en la madrugada comenzaron a aplicarse aranceles del 10% a todas las importaciones de China a EE.UU.
El presidente Trump alega que la medida contra los productos chinos son en respuesta al déficit comercial que existe con la nación asiática y son una manera para forzar a China a que frene el flujo de fentanilo a EE.UU.
Por su parte, el gobierno de Beijing acusó al de Washington de violar las reglas del comercio internacional.
“La imposición unilateral de aranceles por parte de EE.UU. es una seria violación de las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC). No sólo no ayuda a resolver sus propios problemas, sino que además socava la cooperación y comercio normales entre China y EE.UU.”, dice el comunicado que anunciaba las tarifas de represalia.
Además califica la acción de “flagrante” y que “representa un ejemplo típico de unilateralidad y proteccionismo comercial”.
El Ministerio de Comercio de China anunció que presentará una queja ante la OMC para que intervenga en aras de “salvaguardar sus derechos e intereses legítimos”.
En una medida adicional, el ente de vigilancia de competencia en China afirma haber iniciado una investigación de la empresa Google.
La Administración Estatal de Regulación del Mercado dice sospechar que el gigante informático viola las leyes antimonopolio.
Con los anuncios, Beijing dejó claro que no rehuirá de un enfrentamiento comercial contra Washington.
No es la primera vez que esto sucede entre las dos principales potencias económicas del mundo, que ya se habían enfrascado en una guerra arancelaria durante el primer mandato de Trump en 2018.
En ese momento, Trump implementaba su agenda conocida como “EE.UU. primero”, imponiendo serie tras serie de aranceles a los productos extranjeros. Cientos de miles de millones de dólares en productos chinos enfrentaron nuevos impuestos o tarifas más altas, lo que motivó una represalia por parte de Beijing.
Durante el gobierno de Joe Biden, Washington mantuvo los aranceles y hasta incrementó algunos de ellos. Biden adoptó una estrategia más enfocada en el sector de alta tecnología con más tarifas y restricciones a los productos como semiconductores y vehículos eléctricos.
A pesar de las tensiones, estas dos grandes economías están profundamente entrelazadas, comenta João da Silva, analista económico de la BBC.
Ambos países son importantes socios comerciales. Las importaciones de China a EE.UU. alcanzaron US$401.000 millones en los primeros 11 meses del año pasado, mientras que China importó de EE.UU. el equivalente a US$131.000 millones.
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