Lo sucedido en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, y lo que está ocurriendo con la reacción oficial ante ello, no sólo lastima: ofende y encabrona. Provoca rabia, tristeza, impotencia y una profunda percepción de mezquindad del gobierno. Porque no estamos hablando de matices, sino de verdades que se buscan ocultar. No estamos hablando de versiones, sino de hechos evidentes que se intentan barrer bajo la alfombra y limpiar de la memoria colectiva. Es clarísimo que al gobierno de Claudia Sheinbaum le urge deshacerse del llamado en redes sociales #AuschwitzMexicano que ya se convirtió en el #Ayotzinapa de su sexenio. ¿Karma para un grupo político que lucró comunicacional y electoralmente con la tragedia de Ayotzinapa para luego, ya en el poder, abandonar a víctimas, olvidar sus demandas y a esos 43 estudiantes?
La guerra de narrativas se enfoca en si lo hallado en Teuchitlán fue un campo de exterminio o un centro de reclutamiento de la delincuencia organizada. Y mientras el gobierno da pequeños pasos en reconocer lo ocurrido —como lo ilustraba mi amigo Javier Tejado en un tuit en su cuenta de X— al mismo tiempo lanza a sus “reporteros”, influencers y youtubers oficialistas a decir que en realidad no pasó nada, no vieron nada, no mataron a nadie, que era casi un Juego del Calamar este campo, propiedad de alguno de los muchos grupos de la delincuencia organizada que hoy controlan grandes regiones en México en alianza incluso con las autoridades locales.
La contradicción es brutal: mientras Omar García Harfuch detalla lo que sucedía en el lugar, mientras se difunden imágenes y testimonios que nos estremecen y escandalizan, en la misma mañanera donde el encargado de la seguridad nacional dice que ahí entrenaban, torturaban y mataban personas, el aparato de comunicación del Estado hace lo posible por cambiar la narrativa, buscando salvar la aprobación de Claudia Sheinbaum y mantener la impunidad de sus aliados electorales. La estrategia narrativa oficialista con la que se responde a esta tragedia —una narrativa que minimiza, que desinforma, que se burla de la inteligencia ciudadana— ofende profundamente.
Y aquí otro clavo al ataúd de la credibilidad en materia de transparencia y rendición de cuentas de este gobierno federal, este jueves Animal Político publica una investigación sobre el supuesto informe de la manipulación mediática sobre el caso #Teuchitlán anunciado por la presidenta Sheinbaum en la conferencia mañanera y revela que dicho informe nunca existió, así que fue una más de las mentiras de las “mañaneras” orquestada por el poder para cambiar la narrativa.
Resulta brutal que presuntos grupos de delincuentes publiquen videos en redes sociales con la misma narrativa de la presidencia, explicando para qué era utilizado el rancho Izaguirre y queriendo convencernos de lo mismo: no era un campo de exterminio. En lugar de informar, se busca mentir y manipular. Este caso ya representa la crisis más grave que ha enfrentado Claudia Sheinbaum como presidenta, y una de las crisis más severas del lopezobradorismo en el poder.
El horror de Teuchitlán no es un caso aislado; se multiplican los campos de “entrenamiento” de los delincuentes bajo la omisión gubernamental. Es uno de los resultados del fracaso histórico del Estado mexicano en brindarnos paz y seguridad. La tristemente célebre ocurrencia lopezobradorista “abrazos, no balazos” es el epitafio de la seguridad pública en México, frase convertida ya no en una consigna de paz, sino en el lema que describe la omisión del gobierno de López Obrador, de Morena como partido en el poder ante las acciones de la delincuencia organizada y el narcotráfico. Lo que vimos en el Rancho Izaguirre es el retrato de un Estado que ha sido omiso y en muchos casos hasta cómplice, brindando sombra y protección a la expansión de la actividad criminal. Ya no hablamos de casos aislados, de campos únicos y excepcionales, sino de una estructura sistemática de reclutamiento, capacitación criminal y asesinato de personas bajo la mirada permisiva o la complicidad de las autoridades.
En medio de esta guerra de relatos, hay voces e historias que el Estado se niega a escuchar: las de las madres buscadoras. Mujeres heroicas que, sin el más mínimo apoyo institucional de ningún nivel de gobierno, se dedican a buscar a sus hijas e hijos desaparecidos con una dignidad y una valentía que desarman cualquier ataque oficialista. Sí, parece un mal chiste, pero en México se ataca, persigue y acosa a las madres buscadoras, no a los delincuentes.
Una alumna de comunicación de la Ibero me compartió una anécdota devastadora. Al entrevistar a una madre buscadora para su investigación, le preguntó por qué utilizaban palos para sus búsquedas en descampados, terrenos baldíos y tiraderos. La respuesta fue brutal: después de introducir estos palos en la tierra, los huelen, para detectar si hay restos humanos. Así de atroz. Así de doloroso. Porque en México, para encontrar a tus desaparecidos, tienes que oler la muerte con tu propia nariz, buscando así en el olor de la muerte la presencia de tus hijos o hijas.
Las madres buscadoras no tienen empatía oficial, no tienen recursos, no tienen protección. Tienen, eso sí, todo el desprecio de un Estado y de una presidenta que prefiere recibir a influencers que a víctimas. Que prefiere el espectáculo narrativo antes que la verdad de las víctimas. Que prefiere silenciar a esas mujeres que no duermen, antes que acompañar su búsqueda con todo el poder del Estado mexicano.
En torno a #Teuchitlán, hay cinco grandes relatos que estructuran las narrativas de exterminio que hoy se manifiestan en México.
El primer relato es el hallazgo en el Rancho Izaguirre de crematorios clandestinos, prendas calcinadas, huesos humanos, hornos improvisados, zapatos, ropa y otros objetos personales. Todo eso que vimos con nuestros propios ojos, en los videos del Colectivo Guerreros Buscadores y que ahora el gobierno pretende que olvidemos. Lo que se encontró en Teuchitlán no fue una “casa de seguridad” ni un “centro de reclutamiento”. Fue un lugar de muerte. Un sitio donde personas fueron asesinadas y calcinadas. No hay otra forma de nombrarlo.
El segundo relato tiene que ver con las condiciones que permitieron que existiera un campo de exterminio en el Rancho Izaguirre. Estas operaciones no existen sin el permiso, el silencio o la complicidad de autoridades municipales, estatales y federales. No se instala un campo de exterminio en medio de la nada sin que nadie lo vea. ¿Dónde estaban los cuerpos policiacos? ¿Dónde los mecanismos de inteligencia del Estado? ¿Cómo se dejó crecer un brutal sistema de reclutamiento para la delincuencia organizada que hasta se anunciaba en redes sociales? La corrupción no sólo es omisión: es facilitación activa del horror.
El tercer relato es la respuesta institucional ante el descubrimiento del campo de exterminio. Ni la Fiscalía de Jalisco ni la Fiscalía General de la República han ofrecido una respuesta efectiva. Hay inconsistencias, contradicciones, opacidad y falta de resultados. El manoseo descuidado y revictimizante del “tour” para influencers y youtuberos organizado por el gobierno federal en el Rancho Izaguirre fue otra mega pifia. La investigación oficial está plagada de omisiones, errores y silencios sospechosos. Se encargaron de acabar con la credibilidad de cualquier investigación conducida por el gobierno.
El cuarto relato crece en los días posteriores al descubrimiento de #Teuchitlán, cuando se va revelando la existencia de otros campos en México, descubiertos en los últimos años, pero sin el impacto de #Teuchitlán. Otros campos que hacen evidente que este no es un caso aislado. Es el reflejo de una tragedia nacional. México vive una crisis humanitaria brutal: fosas clandestinas, más de 125 mil personas desaparecidas, decenas de miles de familias quebradas. El caso Teuchitlán es un episodio más —uno especialmente brutal— de una serie de atrocidades que el Estado no ha querido frenar.
El último relato es indignante y tiene que ver con la respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum y su gobierno. La reacción oficialista ha sido clara: controlar la narrativa, maquillar los hechos, minimizar la gravedad del asunto, negar que en #Teuchitlán encontraron un campo de exterminio y mandar a los propagandistas de Jesús Ramírez a decir que no pasó lo que todos vimos en los videos del Colectivo Guerreros Buscadores. Se intentó imponer una versión oficial que niega la evidencia. Esta estrategia narrativa pretende borrar el caso de la agenda pública lo antes posible. Apuestan al olvido y, desafortunadamente, tienen amplias posibilidades de ganar. El olvido y el silencio son parte de la estrategia de exterminio. No sólo se desaparece a las personas, también se desaparece la demanda de sus familiares, la voz de las madres buscadoras y la verdad.
Este caso también exhibe los rostros de la impunidad en el ciclo político morenista-lopezobradorista. Uno de ellos es el del fiscal Alejandro Gertz Manero, cuya gestión al frente de la Fiscalía General de la República ha sido una simulación constante. Un funcionario oscuro, más interesado en resolver sus pleitos familiares que en impartir justicia. Gertz no ha sido nunca un aliado de las víctimas, sino un gestor del pacto de impunidad con la delincuencia organizada. Tener a Gertz en la Fiscalía no sólo es una señal de la descomposición y retroceso institucional que ha traído el lopezobradorismo: es una declaración de principios. De principios equivocados.
Finalmente, reflexionemos sobre el papel que ha jugado en el escándalo #Teuchitlán la presidenta Claudia Sheinbaum. ¿Es responsable? Considero que sí. Porque ha seguido la misma estrategia de López Obrador, ha replicado las narrativas, la comunicación y la lógica de respuesta de su antecesor. Porque ha negado la crisis. Porque ha colocado el reclamo y la cobertura periodística del caso como un complot y ataque de conservadores o la derecha. Porque no ha mostrado ninguna empatía con las víctimas. Porque no ha recibido a las madres buscadoras. Porque sigue apostando por el control comunicacional de daños, las cortinas de humo, el acoso a medios y periodistas críticos de su gobierno, el cambio de ánimos y por exterminar #Teuchitlán de la agenda pública y de la memoria nacional.
* Claudio Flores Thomas (X / TT @ClaudioFloresT – IG @ClaudioFloresThomas) es #Polímata y narratólogo, investigador de mercados, consultor en comunicación, analista en diversos medios de comunicación, profesor del departamento de comunicación de la Ibero y productor de vino y mezcal.
Este texto es una adaptación de la colaboración semanal del autor, “Guerra de Narrativas”, en Radar 90.9 de Mario Campos del lunes 24 de marzo 2025.
Vivimos en una época en la que todo tipo de sistemas de control limitan nuestras libertades de expresión, identidad y religión. Combinar la visión de Orwell con la de Huxley ofrece un análisis más profundo.
¿Existe alguna obra de ficción del pasado que pueda ayudarnos a comprender las preocupantes tendencias actuales?
Considerando la proliferación de referencias a la “neolengua” ofuscadora, líderes al estilo del Gran Hermano y sistemas de vigilancia ineludibles en artículos periodísticos, esta pregunta tiene una respuesta simple: “Sí, y esa obra es ‘1984’ de George Orwell”.
Tanto la izquierda como la derecha política consideran la novela que Orwell escribió en 1949 como el libro del siglo pasado que mejor se relaciona con el presente.
Pero hay otros que consideran la cultura del consumo y la obsesión por las redes sociales como las principales preocupaciones actuales. Entonces la respuesta es diferente: “Sí, y esa obra es ‘Un mundo feliz’, de Aldous Huxley”.
Nosotros, sin embargo, pensamos que la respuesta es “ambas”.
En el largo debate sobre quién fue el escritor más profético de su época, Orwell, que fue alumno de Huxley en Eton, es generalmente el favorito.
Una razón de esto es que las alianzas internacionales que durante mucho tiempo parecieron estables ahora están en constante cambio. En 1984, su última novela, Orwell imaginó un futuro mundo tripolar dividido en bloques rivales con alianzas cambiantes.
En el breve periodo transcurrido desde que el presidente estadounidense Donald Trump inició su segundo mandato, sus políticas y declaraciones han provocado sorprendentes realineamientos.
Estados Unidos y Canadá, socios cercanos durante más de un siglo, están ahora enfrentados. Y en abril, un funcionario de Pekín se unió a sus homólogos de Corea del Sur y Japón para oponerse, formando un trío improbable, a los nuevos aranceles de Trump.
Quizás por eso existe un campo floreciente de “estudios orwellianos”, con su propia revista académica, pero no de “estudios huxleyanos”.
Probablemente también explica por qué “1984”, pero no “Un mundo feliz”, sigue figurando en las listas de los más vendidos, a veces junto con “El cuento de la criada” (1985) de Margaret Atwood.
“Orwelliano” (a diferencia del raramente conocido “huxleyano”) tiene pocos competidores aparte de “kafkiano” como adjetivo inmediatamente reconocible vinculado a un autor del siglo XX.
Por maravillosos que sean Atwood y Kafka, estamos convencidos de que combinar la visión de Orwell con la de Huxley ofrece un análisis más profundo. Esto se debe en parte a, y no a pesar de, la frecuencia con la que se ha contrastado la autocracia que describen Orwell y Huxley.
Vivimos en una época en la que todo tipo de sistemas de control limitan nuestras libertades de expresión, identidad y religión. Muchos no encajan del todo en el modelo que Orwell o Huxley imaginaron, sino que combinan elementos.
Sin duda, hay lugares, como Myanmar, donde quienes ostentan el poder recurren a técnicas que evocan inmediatamente a Orwell, con su enfoque en el miedo y la vigilancia. Hay otros, como Dubái, que evocan con mayor facilidad a Huxley, con su enfoque en el placer y la distracción. Sin embargo, en muchos casos encontramos una mezcla.
Esto es especialmente evidente desde una perspectiva global. Es algo en lo que nos especializamos como investigadores internacionales e interdisciplinarios: un académico literario turco radicado en el Reino Unido y un historiador cultural californiano de China, que también ha publicado sobre el Sudeste Asiático.
Al igual que Orwell, Huxley escribió muchos libros que no eran ficción distópica, pero su incursión en ese género se convirtió en su obra más influyente. “Un mundo feliz” fue muy conocido durante la Guerra Fría.
En cursos y comentarios, se solía comparar con “1984” como una narrativa que ilustraba una sociedad superficial basada en la indulgencia y el consumismo, en contraposición al mundo orwelliano, más sombrío, de supresión del deseo y control estricto.
Si bien es habitual abordar los dos libros a través de sus contrastes, también pueden tratarse como obras interconectadas y entrelazadas.
Durante la Guerra Fría, algunos comentaristas consideraron que “Un Mundo feliz” mostraba adónde podía llevar el consumismo capitalista en la era de la televisión.
Occidente, según esta interpretación, podría convertirse en un mundo donde autócratas como los de la novela se mantuvieran en el poder. Lo lograrían manteniendo a la gente ocupada y dividida, felizmente distraída por el entretenimiento y la droga “soma”.
Orwell, por el contrario, parecía proporcionar una clave para desbloquear el modo más duro de control en los países no capitalistas controlados por el Partido Comunista, especialmente los del bloque soviético.
El propio Huxley en “Un mundo feliz” revisitado, un libro de no ficción que publicó en la década de 1950, consideró importante reflexionar sobre cómo combinar, abordar y analizar las técnicas de poder e ingeniería social presentes en ambas novelas.
Y resulta aún más valioso combinar estos enfoques ahora, cuando el capitalismo se ha globalizado y la ola autocrática sigue alcanzando nuevas fronteras en la llamada era de la posverdad.
Los enfoques orwellianos, de corte duro, y huxleyanos, de corte suave, para el control y la ingeniería social pueden combinarse, y a menudo lo hacen.
Vemos esto en países como China, donde se emplean los crudos métodos represivos de un Estado del Gran Hermano contra la población uigur, mientras que ciudades como Shenzhen evocan un mundo feliz.
Vemos esta mezcla de elementos distópicos en muchos países: variaciones en la forma en que el escritor de ciencia ficción William Gibson, autor de novelas como “Neuromancer”, escribió sobre Singapur con una frase que tenía una primera mitad suave y una segunda dura: “Disneylandia con la pena de muerte”.
Este puede ser un primer paso útil para comprender mejor y quizás empezar a buscar una manera de mejorar el problemático mundo de mediados de la década de 2020. Un mundo en el que el teléfono inteligente en el bolsillo registra tus acciones y te ofrece un sinfín de atractivas distracciones.
*Emrah Atasoy es investigador asociado de Estudios Literarios Comparados e Inglés e Investigador Honorario del IAS de la Universidad de Warwick.
*Jeffrey Wasserstrom es profesor de Historia China y Universal, Universidad de California, Irvine.
*Este artículo fue publicado en The Conversation y reproducido aquí bajo la licencia creative commons. Haz clic aquí para leer la versión original.
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