
Aunque no formalmente, el proceso electoral ha arrancado. En este entorno la administración pública parece entrar en una especie de limbo, de cierre adelantado donde los problemas públicos se administran, pero ya no se intenta atenderlos de fondo y se empiezan a construir narrativas de cierre político.
Una señal preocupante y posible manifestación de una narrativa de cierre en la atención a la crisis de desapariciones en México son las recientes declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador sobre la presentación de un “nuevo censo” sobre el número de personas desparecidas. En su conferencia de las mañanas el presidente declaró que:
“Se está haciendo ahora un censo, nuevo, para tener plena certeza de cuántos desaparecidos hay realmente […] para tener todos los elementos y un censo confiable, porque sí falta actualización […] Tenemos que saber muy bien, con exactitud [el número de personas desaparecidas], empezar por ahí; se consideró que era necesario y se está haciendo. Yo pienso que en un mes ya tendremos un padrón[…]”.
Esta declaración presenta diversas aristas para el análisis, en el presente texto nos centraremos en dos: 1) Las implicaciones que tiene el hecho de que a casi un año de que termine la administración, el titular del Ejecutivo ponga en duda la confiabilidad del actual Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RPDNO), y 2) La posibilidad de que detrás de la llamada “actualización” de las cifras se caiga en la tentación de querer matizar el escandaloso número de casi 111 mil personas desaparecidas que se acumulan al día de hoy en el RPDNO, de las cuales más de 46 mil ocurrieron en la administración actual.
La necesidad de contar con un registro confiable de personas desaparecidas fue identificada desde hace 10 años por el Grupo de Trabajo de la ONU sobre la Protección de las Personas en contra de las Desapariciones Forzadas, por ello fue una de sus recomendaciones centrales en su informe de visita a México. Esta necesidad ha sido reiterada y refrendada por otros organismos internacionales; en particular, el Comité de la ONU contra las Desapariciones Forzadas. Con base en estas recomendaciones internacionales, organizaciones de derechos humanos y grupos de víctimas presionaron y lograron la creación de un nuevo registro de personas desaparecidas, a través de la Ley General en Materia de Desaparición Forzada adoptada en 2017. Ese nuevo registro sustituyó al registro implementado por las administraciones de Calderón y Peña Nieto. Y si bien la Ley General entró en vigor aún durante el gobierno de Peña Nieto, la parte más sustantiva de su implementación ha recaído en la gestión de la 4T, incluida la implementación del nuevo registro; es decir, el RPDNO.
La construcción del RPNDO ha sido de los mayores retos que ha enfrentado la Comisión Nacional de Búsqueda, dado que éste depende del reporte de las autoridades estatales (tanto Fiscalías Generales de Justicia como Comisiones Locales de Búsqueda). Incluso la misma CNB advierte al ingresar al Registro que:
“Entre los retos del RNPDNO está la resistencia de diversas instituciones para registrar o compartir información. Cualquier información que no se visualice en el RNPDNO se debe a que no ha sido aportada por la autoridad federal o local que hizo el reporte. En ese sentido, el porcentaje de registro de información en el RNPDNO por parte de las autoridades es muy bajo”. 1
Lo anterior y una interpretación sumamente restrictiva de la protección de datos personales han sido las razones que ha esgrimido la CNB para negarse a presentar el Registro como una base de datos abierta, así como para no transparentar su metodología, como lo han exigido colectivos de víctimas y organizaciones desde que el mismo fue presentado. Por ello, causa extrañeza que, a un año de concluir su gobierno, el presidente deslice un cuestionamiento al Registro que su administración construyó desde cero y desde el que queda muy claro que el fenómeno de la desaparición en el país está subestimado y no sobrestimado, como parece se quiere dar a entender.
La retórica presidencial causa mayor suspicacia si se recuerda que el manejo de las cifras de personas desaparecidas siempre ha sido controvertido y objeto de manipulaciones. Desde la primera vez que se dio a conocer la cifra de 26 mil personas desaparecidas, diversas voces del gobierno de Calderón y Peña Nieto trataron de matizarla y hablaron de la necesidad de revisarla bajo diversos argumentos; principalmente por considerar que la mayoría de las personas reportadas como desaparecidas en realidad no están desaparecidas, sino que se encuentran ausentes voluntariamente o por razones ajenas al delito de desaparición forzada. Es imposible no identificar ciertas similitudes en estos argumentos con los esgrimidos por el presidente para justificar lo que él llama una “actualización” del “censo” de personas desaparecidas.
Existe también un juego complejo en el cambio de narrativa para nombrar las cifras. Las denuncias y reportes de desaparición son registros administrativos de las instituciones que, en conjunto, nos dan la magnitud del fenómeno de la desaparición en México dado que son los casos de personas que las Fiscalías y Comisiones deben encontrar. Esto es radicalmente distinto a un censo que busca conocer a una población en su totalidad, y que en el caso de las personas desaparecidas resulta cuando menos complejo dado que esta población precisamente se encuentra ausente. 2 Por ello, hablar de un nuevo “censo” resulta no sólo problemático, sino incluso podría ser contradictorio con la condición de ausencia de las personas desaparecidas.
Las organizaciones de derechos humanos y colectivos de víctimas hemos pugnado por la transparencia en el proceso de creación del RPDNO, pero eso es distinto a cuestionar en sí misma la cifra de personas desaparecidas con que se cuenta actualmente. Una revisión del RPDNO no es algo negativo en sí mismo, pero antes de poner en duda la cifra, es fundamental que la Comisión Nacional de Búsqueda transparente la metodología del RPDNO y lo presente como una base de datos abierta. Cualquier actualización del registro que no parta de una discusión abierta sobre cómo está construido el mismo, estará condenada a repetir los errores del pasado y no podrá evitar las suspicacias sobre las verdaderas intenciones detrás de esa llamada actualización.
* Humberto Francisco Guerrero Rosales y Ángel Ruiz Tovar son parte del equipo de Derechos Humanos y Lucha contra la Impunidad de @FundarMexico.
1 Boletín Informativo, Registro Nacional de Personas Desaparecidas.
2 Si bien podría existir una aproximación que buscara conocer la totalidad de la dimensión de las personas desaparecidas mediante una aproximación censal, esta requeriría una cantidad increíble de recursos públicos donde la base de la información sería recogida directamente de los hogares del país. Ello no es indeseable, todo lo contrario, pero la naturaleza de la información del RNPDNO es diametralmente distinto, puesto que las denuncias y reportes son las personas que las autoridades tienen la obligación de encontrar.

Según expertos, el Clan del Golfo es la organización criminal más poderosa de Colombia y dominan rentas ilegales como la extorsión, el narcotráfico, la migración y la minería ilegal.
Nuevo capítulo en la campaña de Estados Unidos contra el narcotráfico y el crimen organizado en América Latina.
El Ejército Gaitanista de Colombia (EGC), más conocido como Clan del Golfo, fue designado como organización terrorista extranjera por el Departamento de Estado estadounidense.
“Es una organización violenta y poderosa con miles de miembros. Su principal fuente de ingresos es el tráfico de cocaína, que utiliza para financiar sus actividades violentas”, según un comunicado de la oficina liderada por Marco Rubio.
Surgido de remanentes del paramilitarismo de los años 90, el EGC, que defiende tener motivos políticos, es considerado el grupo criminal más poderoso de Colombia.
Es la cuarta agrupación armada colombiana que EE.UU. incluye en su lista de organizaciones terroristas extranjeras, uniéndose así al Ejército de Liberación Nacional (ELN), las FARC-EP y la Segunda Marquetalia, disidencias de las FARC que se desmovilizaron tras el acuerdo de paz de 2016.
La decisión de Washington ocurre en un momento de alta tensión en América Latina.
Desde septiembre, militares estadounidenses han atacado a decenas de supuestas embarcaciones narco en el Caribe y Pacífico sudamericanos donde han muerto al menos 95 personas.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha reiterado que la campaña contra el narcotráfico pronto incluirá acciones terrestres en Venezuela.
Trump acusa a su homólogo venezolano, Nicolás Maduro, de liderar una organización criminal llamada Cartel de los Soles, algo que Maduro niega.
El estadounidense tampoco ha descartado que los ataques se extiendan a territorio colombiano, donde más cocaína se produce en el mundo, generando fuertes críticas del presidente Gustavo Petro, al que EE.UU. sancionó recientemente por presuntos vínculos con el narcotráfico.
El Clan del Golfo, por su parte, se encuentra en negociaciones con el gobierno de Petro como parte de la estrategia de “paz total”.
La designación del grupo como organización terrorista por parte de EE.UU. parece poner todo este contexto en vilo.
La extensa región del Urabá, fronteriza con Panamá y alrededor de un golfo con salida al Caribe, fue dominada en los 90 por las guerrillas del Ejército Popular de Liberación (EPL) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Luego entraron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el ejército paramilitar que enfrentaba a la insurgencia.
El EPL y las AUC marcaron el origen de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, o Clan del Golfo, puesto que exmiembros de ambos bandos, en teoría opuestos y desmovilizados, se articularon en una nueva agrupación que, bajo la mirada de analistas y el Estado, adquirió un corte más criminal que político.
Las AGC, hoy llamadas EGC, crecieron en poder y control territorial.
Una investigación de la Fundación Pares en Colombia estima que el grupo está presente en 302 de los alrededor de 1.100 municipios del país.
Según expertos, es esa la clave por la cual hoy dominan rentas ilegales como la extorsión, el narcotráfico, la migración y la minería ilegal.
Víctor Barrera, investigador del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) en Bogotá, señaló que el grupo “tiene una gran capacidad de movilidad en el territorio, porque operan a través de la subcontratación de servicios específicos según lo demande la situación”.
Este sistema, similar al de franquicias empresariales y con integrantes asalariados, dificulta saber su extensión y les facilita encontrar reemplazo rápido a los líderes que son capturados o dados de baja.
“Hoy se estima que el EGC tiene alrededor de 9.000 miembros, según cifras oficiales, aunque se está llevando a cabo un nuevo conteo en que seguramente aumentará el dato”, le dice a BBC Mundo Gerson Arias, investigador asociado en la Fundación Ideas para la Paz (FIP).
Arias señala que una tercera parte del grupo actúa como ejército, mientras que el resto son redes de apoyo, “milicias y redes de inteligencia”, que en el interior de la organización como “puntos urbanos, rurales o militares”.
Los tentáculos del Clan también han sido detectados en países como Brasil, Argentina, Perú, España y Honduras, donde algunos de sus miembros han sido capturados.
Durante 15 años, desde comienzos de los 2000, la organización fue controlada por los hermanos Dairo Antonio (Otoniel) y Juan de Dios Úsuga.
Al grupo también se le solía llamar Clan Úsuga.
Otoniel se convirtió en líder máximo cuando su hermano murió a manos de la Policía Nacional durante un asalto a una “narcofiesta” de fin de año, el 1 de enero de 2012.
Otoniel fue el criminal más buscado de Colombia hasta su captura y extradición a EE.UU. en 2021. Hoy cumple 45 años de condena en una prisión estadounidense.
Tras su caída, los nombres de sus sucesores aparecieron rápido en medios colombianos.
Uno de ellos, Wílmer Giraldo, alias Siopas, fue asesinado en 2023 presuntamente por miembros de su propia organización.
Otro, Jesús Ávila, conocido como “Chiquito Malo”, comanda al EGC y es uno de los hombres más buscados del país sudamericano.
Los analistas de Pares indican que el modelo de operación del EGC, flexible y basado en acuerdos con estructuras locales legales e ilegales, les permite crecer sin necesidad de confrontaciones abiertas.
En los últimos años, los también conocidos como “Urabeños” ampliaron su presencia en otros territorios como el Bajo Cauca, Córdoba, norte del Chocó y parte del Magdalena Medio.
“Este crecimiento se apoyó en la capacidad de absorber bandas locales, presionar a autoridades municipales y ocupar espacios donde la Fuerza Pública no logró mantener una presencia suficiente y permanente”, dice un informe de Pares.
El grupo también ha destacado por su flexibilidad y diversificación económicas.
Durante los cierres de la pandemia en 2020 y 2021 ofrecían bienes y servicios y cuando explotó el éxodo migratorio por el Darién se aliaron con comunidades locales para sacar cuantiosas rentas del fenómeno.
Al igual que otros grupos armados en Colombia, el EGC aprovechó con éxito los espacios dejados por la desmovilización de las Farc.
Entre 2022 y 2025, Pares señala que los gaitanistas crecieron a menor ritmo, aunque reportes de su expansión a zonas mineras en el sur del departamento de Bolívar muestran una búsqueda de incrementar más su presencia territorial.
Cuando Petro llegó al gobierno en agosto de 2022, prometió negociar con varios grupos armados en su búsqueda de la paz total.
Su iniciativa de también conversar con el EGC generó críticas en el país, ya que expertos y opositores políticos dudan sobre cómo una organización, considerada como criminal por el Estado colombiano, renunciará a las armas y las rentas millonarias que deja su control territorial.
El EGC se considera a sí mismo como grupo político y reclama recibir un trato similar al de las guerrillas y los paramilitares en las negociaciones de paz.
Recientemente, en una reunión en Doha, Qatar, representantes del EGC y el gobierno colombiano firmaron un acuerdo para trabajar progresivamente hacia un posible desarme y la pacificación de territorios.
El tiempo corre en contra de Petro, quien terminará su mandato en agosto de este año.
Las acciones de EE.UU., que no parece cedar en su ofensiva contra el narcotráfico en América Latina, añaden más incertidumbre si cabe a unas negociaciones de paz en Colombia que no dan los resultados esperados.
Y, a la vez, alimentan el temor de que se produzcan ataques en territorio colombiano, como ha advertido Trump.
Ya lo dijo el Departamento de Estado en su anuncio: “EE.UU. seguirá usando todas las herramientas disponibles para proteger nuestra nación y detener las campañas de violencia y terror cometidas por carteles internacionales y organizaciones criminales transnacionales”.
Petro consideraría cualquier amenaza contra la soberanía colombiana como una “declaración de guerra”, según ha expresado.
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