El éxito de Euphoria no es asunto menor: actualmente es el segundo proyecto de la plataforma HBO Max con mayor número de audiencia después de Game of Thrones. Pese a las advertencias respecto al contenido sensible que predomina en la serie, la particular estética visual, la estridente banda sonora, así como la crudeza con la que aborda temas sobre sexualidad, violencia, salud mental y uso de drogas, la vuelven sumamente atractiva para espectadores jóvenes.
Sam Levinson, el creador de Euphoria, además de inspirarse en el programa israelí del mismo nombre, se basó en su propia experiencia de adicción durante la adolescencia para construir el personaje de Rue.
Más allá de la calidad en la trama, ésta muestra una diversidad de matices en cuanto a la manera de explorar este controversial tema. En este texto se contrastarán tanto los puntos a favor, como todo aquello que puede mejorarse.
La transmisión de la segunda temporada —casi tres años después que la primera— ha avivado el debate sobre la forma en que la serie retrata el uso de sustancias psicoactivas.
Por una parte, se habla de una idealización o glorificación de la práctica, así lo ha afirmado la Drug Abuse Resistance Education (D.A.R.E.), un programa reconocido contra el abuso de drogas en Estados Unidos, el cual mantiene un enfoque prohibicionista. Por otra, un reciente sondeo en España asegura que, gracias a la serie, algunas personas jóvenes han manifestado su deseo de abstenerse del consumo de sustancias ilegales.
Uno de los aciertos que tiene la producción, es cuando la protagonista narra el contexto que originó el problema de dependencia que se manifiesta durante su vida, resaltando que éste responde a la suma de distintos factores, y no se detonó por el simple contacto con sustancias.
La misma Rue hace hincapié en dos sucesos clave: el primero cuando, en su niñez temprana, la diagnostican con trastorno obsesivo-compulsivo, déficit de atención, ansiedad generalizada, y bipolaridad. El segundo se remonta a sus trece años, cuando su padre enferma de cáncer, y su madre tiene que asumir todos los gastos del hogar, por lo que Rue debe fungir como cuidadora principal.
Su compleja situación de salud mental, más el trauma severo que le ocasionó ser espectadora del deterioro físico de su principal figura de afecto —y más tarde, su muerte—, la volvieron particularmente vulnerable al momento de consumir Oxicodona por primera vez. Su hermana Gia, por el contrario, a pesar de haber crecido en el mismo ambiente familiar, sufrir la misma pérdida, fumar cannabis ocasionalmente (y hasta estar expuesta a los mismos analgésicos), no genera ningún uso problemático o dependencia durante la serie.
Esto confirma la necesidad de abandonar el reduccionismo, al igual que particularizar el contexto cuando hablamos de adicciones o dependencias.
La serie hace alusión al serio problema que existe en materia de suministro inseguro, el cual ha aumentado exponencialmente las muertes por sobredosis en el país vecino, y erróneamente se le ha nombrado “crisis de opioides”.
Por ejemplo, cuando Fezco, el dealer local y amigo de Rue, se niega en una escena a surtir su mercancía de fentanilo, argumentando el creciente número de pérdidas humanas adjudicadas a esta sustancia.
Un guiño similar ocurre cuando nos cuentan la historia de dependencia del padre de Cassie y Lexi que, al haber sufrido un accidente automovilístico, los médicos le recetan un cóctel de fármacos con el fin de paliar el dolor e intentar reparar el daño neuronal. A pesar de no profundizar tanto en este personaje, la serie sí devela una fórmula similar a la de Rue: un evento traumático que agudizó las afectaciones a la salud mental que ya se encontraban latentes en un contexto de precariedad laboral.
Las lecciones de reducción de riesgos y daños en Euphoria son ambivalentes.
Por un lado, no vemos muchos cigarrillos convencionales de tabaco durante los capítulos, pero sí varias escenas con dispositivos electrónicos alternativos a estos, específicamente los vapes. Lo cual refleja una dinámica de consumo emergente: jóvenes sustituyendo la combustión por opciones menos perjudiciales para la salud.
Asimismo, cuando Rue tiene una sobredosis que la lleva a rehabilitación, la médica especializada en urgencias le inyecta naloxona, un fármaco que obstruye los receptores opioides, y puede ser un factor decisivo cuando la persona usuaria se tambalea entre la vida y la muerte.
Por otro lado, como menciona Estefanía Villamizar de Échele Cabeza, cuando Maddie y Cassie consumen MDMA en el capítulo de la feria, lo hacen por vía intranasal y sin medir adecuadamente la dosis, lo cual vuelve desagradable su experiencia.
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De igual forma, cuando a Rue le da bradicardia por la combinación de algunas sustancias, toma la decisión de ingerir Adderall para disminuir de golpe su ritmo cardíaco, lo cual puede ser extremadamente peligroso en ausencia de supervisión profesional. No obstante, a diferencia de la primera temporada, ya no estaba desprevenida y pudo controlar efectos adversos.
A lo largo de dieciséis episodios, se observa cómo Rue reproduce dinámicas autodestructivas que fisuran todas sus relaciones interpersonales. En una escena, ella se adjudica varios de los adjetivos estigmatizantes que se utilizan para describir a las personas con dependencia.
Textualmente dice: “si tuviera que describirme con honestidad, soy una mentirosa, ladrona, violenta, abusiva y manipuladora”. Por estos detalles, la serie no solo falla en idealizar el consumo, sino que llega a caer en lugares comunes respecto a los prejuicios que permean la concepción que se tiene de las personas usuarias. Sin embargo, esto se contrarresta con otros aspectos, como el relatar los antecedentes de los personajes.
Villazimar plantea que, al salirse del discurso hegemónico que ha sido reproducido hasta el cansancio en un contexto de prohibición, se puede malinterpretar el mensaje: “la serie juega en una línea muy delgada, ya que reproduce ciertos estereotipos del consumo de drogas, al mismo tiempo que propone otra narrativa”.
Lo más rescatable del desenlace personal de Rue en estas dos temporadas, fue observar que la rehabilitación convencional no la alejó de la dependencia, sino el poner límites con su entorno y reconstruir su red de apoyo.
Lamentablemente, no se le presta suficiente atención al vínculo que otros personajes principales mantienen con las sustancias, más allá de que pudieron ser mejores experiencias de, quizás, haber prolongado la edad del primer contacto e implementado estrategias de autocuidado. No obstante, nos muestra casos como el de Jules o Elliot, donde su consumo personal —ocasional o recurrente— no representa ningún obstáculo en sus acciones cotidianas.
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Ojalá, en el futuro cercano, contemos con más productos culturales que muestren otros escenarios de uso de drogas en personas adultas, donde predominen elementos como la responsabilidad, la reducción de riesgos y daños, y la gestión de los placeres.
Romina Vázquez estudió Derechos Humanos y Gestión de Paz en el Claustro de Sor Juana.
Es coordinadora en el Instituto RIA e investiga sobre temas relacionados a la política de drogas.
La activación de un gen sería la razón por la que algunos gatos, particularmente los machos, tienen pelaje rojizo.
Ahora, científicos de dos continentes han resuelto el misterio en el ADN que da a nuestros amigos peludos, particularmente a los machos, su notable color.
Descubrieron que a los gatos pelirrojos o de color naranja les falta una sección de su código genético, lo que significa que las células responsables de su pelaje, ojos y tono de piel producen colores más claros.
El avance ha alegrado no solo a los científicos, sino también a los miles de amantes de los gatos que originalmente financiaron la investigación.
Los científicos esperan que resolver el rompecabezas también pueda ayudar a arrojar luz sobre si los gatos de color naranja corren un mayor riesgo de padecer ciertos problemas de salud.
Se sabe desde hace décadas que es la genética la que da a los gatos atigrados de color naranja su tono distintivo, pero hasta ahora los científicos no encontraban la ubicación exacta en el código genético.
Dos equipos de científicos de la Universidad de Kyushu en Japón y la Universidad de Stanford en EE.UU. revelaron el misterio en artículos simultáneos publicados este jueves.
Lo que descubrieron los equipos fue que en los melanocitos -las células responsables de dar al gato su pelaje, sus folículos pilosos y el color de sus ojos- de estos animales el gen ARHGAP36 es mucho más activo.
Los genes están formados por fragmentos de ADN que dan instrucciones a las células de un gato, como a las de otros seres vivos, sobre cómo funcionar.
Al comparar el ADN de decenas de gatos con y sin pelaje naranja, hallaron que aquellos con coloración rojiza tenían una sección del código de ADN faltante en este gen ARHGAP36.
Sin este ADN la actividad del ARHGAP36 se incrementa. Los científicos creen que el gen instruye a esos melanocitos a producir un pigmento más claro.
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Durante décadas, los científicos han observado que los gatos con coloración completamente rojiza tienen muchas más probabilidades de ser machos. Esto coincide con el hecho de que el gen se encuentra en el cromosoma X.
Los cromosomas son secciones más grandes de ADN y los gatos machos, al igual que otros mamíferos, tienen un cromosoma X y uno Y, que contienen diferentes cantidades de genes.
Como se trata de un gen que se encuentra únicamente en el cromosoma X, que en este caso controla la producción de pigmento, basta con que falte un fragmento de ADN para que un gato se vuelva completamente pelirrojo.
En comparación, las gatas tienen dos cromosomas X, por lo que sería necesario perder ADN en ambos cromosomas para aumentar la producción de pigmentos más claros en la misma medida, lo que significa que es más probable una coloración mixta.
“Estas formas rojizas y negras se deben a que, al principio del desarrollo, un cromosoma X en cada célula se intercambia aleatoriamente”, explica el profesor Hiroyuki Sasaki, genetista de la Universidad de Kyushu.
“A medida que las células se dividen, se crean áreas con diferentes genes activos de color de pelaje, lo que da lugar a manchas distintivas”.
Aunque el estudio está basado en principios científicos, originalmente comenzó como un proyecto de pasión para el profesor Sasaki.
Se había retirado de su puesto universitario, pero como amante de los gatos dijo que quería seguir trabajando para descubrir el gen del gato naranja con la esperanza de que pudiera “contribuir a la superación de las enfermedades felinas”.
Él y su equipo recaudaron 10,6 millones de yenes (US$73.000) entre miles de amantes de los gatos en Japón y el mundo a través de financiación colectiva para poder llevar a cabo el estudio.
Uno de los contribuyentes escribió: “Somos hermanos y cursamos primero y tercer grado de primaria. Donamos nuestro dinero de bolsillo. Úsenlo para investigar sobre los gatos calicó”.
El gen ARHGAP36 también está activo en muchas otras áreas del cuerpo, incluido el cerebro y las glándulas hormonales, y se cree que es importante para el desarrollo.
Los investigadores creen que es posible que la mutación del ADN en el gen pueda causar otros cambios en estas partes del cuerpo vinculados a condiciones de salud o temperamento.
El gen ARHGAP36 se encuentra en humanos y se ha relacionado con el cáncer de piel y la caída del cabello.
“Muchos dueños de gatos se dejan llevar por la idea de que los diferentes colores y patrones de pelaje están vinculados a diferentes personalidades”, afirmó el profesor Sasaki.
“Aún no hay evidencia científica que respalde esto, pero es una idea intrigante y me encantaría explorarla más a fondo”.
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