La primera marcha LGBT+ de la Ciudad de México no fue, ni de cerca, la fiesta que hoy es. En 1979 no había ningún derecho para nadie que se identificara como lesbiana, homosexual ni trans. La persecución policiaca, el estigma social y el abandono y rechazo familiar eran la norma. La historia del movimiento LGBT en nuestro país inició con hombres y mujeres que salieron del clóset a gritos y sombrerazos e iniciaron el largo camino de la lucha por los derechos del colectivo.
Fueron cientos de personas, muchas ya no están entre nosotras (la pandemia de VIH-Sida se llevó a muchos compañeros de lucha), quienes salieron a las calles a reclamar respeto, libertad y reconocimiento.
Hoy, más de 40 años después, hay espacios y derechos ganados, pero falta mucho trabajo por hacer en cuanto a reconocimiento y respeto al colectivo.
Por eso es necesario voltear atrás, entender las luchas que se libraron en el pasado, entender en qué se ha avanzado para asentar las exigencias del presente y que, en un futuro, el estigma, el rechazo y la violencia en contra del colectivo sean cosas del pasado.
Te presentamos a algunas de las personas que son parte de los inicios de la historia del movimiento LGBT en México:
“Hay que saber desafiar la homofobia”, soltó Juan Jacobo Hernández mientras hablábamos sobre los -muchos- lugares del país donde todavía se siente el peligro de ser gay, lesbiana, no binarie, trans.
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Su mirada seria le dio un aire ceremonioso al momento: Juan Jacobo es uno de los hombres y mujeres que, con la frente en alto y la fuerza de la unión del colectivo, a finales de los 70 y todos los 80 se enfrentó al gobierno, la policía y la sociedad homofóbica que fomentaba la violencia contra la población LGBTTTIQA+. Y en 45 años no ha dejado de luchar, hoy lo hace desde el Colectivo Sol A.C.
En 1978, el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (FHAR) “salió del clóset” en la marcha del décimo aniversario de la matanza de Tlatelolco. Meses después, en junio de 1979, unas mil personas salieron formalmente a tomar las calles de la CDMX. La policía intentó “esconderles” modificando la ruta del recorrido, pero gritaron más fuerte.
En su oficina al sur de la ciudad guarda todavía los carteles de papel revolución de las primeras marchas LGBT de la ciudad y del país y asoma unos dientes blanquísimos cuando sonríe al recordar lo mucho que batallaban él y sus compañeras de lucha para encontrar los pesos suficientes y pagar las impresiones.
Con la fuerza y la energía del hartazgo, el ansia de una vida libre y una rabia digna, Juan Jacobo es uno de los hombres que abrieron el camino de quienes ahora, cada junio, celebramos el PRIDE.
A inicios de los 70, en México ya había algunos espacios LGBT ganados… pero eran clandestinos. Fuera de esos lugares seguros (y escondidos) “la vida era absolutamente terrorífica”, dice Teresa Incháustegui, una de las primeras mujeres lesbianas que le hicieron frente a una sociedad mexicana profundamente misógina, homófoba y violenta.
“Cualquier lesbiana que llegaba a México en el 76 tenía que llegar al Bali, un bar en la calle Medellín, en la Roma. El Capi era el dueño y hacía del bar un lugar hospitalario para todas”, recuerda Teresa quien era una universitaria viviendo la enorme CDMX de los 70.
Sin embargo, siempre estaba el peligro de que al salir de fiestas o bares con amigas la policía te agarrara “era muy común tener llamadas a las seis de la mañana de amigas que las habían apañado y había que irlas a sacar”.
Incháustegui, junto con otras compañeras de lucha, formaron la célula de lesbianas del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (FHAR) que estaba estrechamente vinculada al movimiento feminista y buscaban reivindicaciones políticas y sociales a favor de las mujeres.
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Desde el FHAR pelearon (y pelearon mucho) por dos cuestiones principales: la libertad del deseo sexual y de la sexualidad como una potencia humana, y el reconocimiento de que los estereotipos de la heteronorma confinan tanto a mujeres como hombres a vivir una sexualidad meramente genital. “Nosotras planteábamos que todo el cuerpo es un órgano sexual y un vínculo erótico y, por esa vía, reivindicábamos tanto la sexualidad femenina como el erotismo lésbico”.
“Nuestra consigna era: no hay libertad política si no hay libertad sexual y ese era el corazón de nuestra lucha”.
Gracias a Incháustegui y sus compañeras, hoy muchas mujeres lesbianas, heteros, cis, trans y personas con vulva tenemos más libertad de disfrutar nuestros cuerpos y vivir nuestra libertad sexual.
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Eso sí, hace una advertencia importante: “en el caso de las demandas y conquistas culturales, la vulnerabilidad es mayor porque no tenemos ni 20 años de haber abierto una brechita. Ni las mujeres, ni los niños, ni las personas de la diversidad sexual podemos dar por ganado nada”.
Henri Donnadieu desembarcó en México el 30 de noviembre de 1976 y no se ha vuelto a ir. Es, como dijo Chavela Vargas, uno de esos mexicanos que nacieron en donde se les dio la gana.
Llegó como perseguido político por intentar que Nueva Caledonia se convirtiera en un territorio libre de Francia; se convirtió en el padre de El Nueve, el famoso bar de la Zona Rosa que vio nacer a Café Tacvba y La Maldita y era el epicentro del mundo gay de los 70 y 80; y la pandemia del VIH-Sida en los 80 y 90 lo hizo activista.
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Desde El Nueve, Henri desafió a la homofobia y los prejuicios: la única regla era respetar a todas las personas, ¿no te gustaba? Ibas pa’fuera. Fue espacio seguro, lugar de fiesta, de la mejor música del país y el epicentro de la cultura pop y cultural de la ciudad.
Y así, con todo y todo, también fue espacio de arropo para enfermos de VIH-Sida y de educación sexual para todos.
“Siempre hablo del Sida porque no debe olvidarse”, dice con su marcado acento francés y recuerda a sus ‘hijos’ muertos, a sus adorados protegidos el chef Jorge G. y el estilista Juan A. “Mi pareja me apodó El Enterrador porque yo tenía que acompañar a todos mis amigos y mi familia hasta el final”.
El peligro, dice con sus 81 años de experiencia encima, es que se olvide lo que significó la pandemia del VIH: los muertos y la indolencia del gobierno.
“El Sida fue una hecatombe”.
Henri, que cuidaba de sus amigos enfermos y organizaba sus funerales, se alió con Braulio Peralta y Alejandro Reza, activistas gays de Cálamo A.C., para arropar, ayudar y acompañar a portadores de VIH.
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También organizaban conciertos cada lunes para reunir fondos e impulsaron la fundación de la primera clínica en el DF que atendía a enfermos de Sida (la abrieron en la colonia Escandón). El rechazo era terrible y, además de los malestares físicos, el estigma hería hondo.
Por eso, Henri nos lo recuerda con fuerza: el virus todavía existe, todavía se contagia, todavía conlleva estigma.
No se puede hablar de liberación LGBT+ sin un discurso feminista, dice Marta Torres Falcón, una de las primeras mujeres lesbianas que lucharon por los derechos del colectivo, hicieron frente a las razzias y cuidaron a sus compañeros de lucha en plena pandemia del VIH-Sida.
Junto a Teresa Incháustegui, Marta fue parte del Grupo Lambda de Liberación Homosexual, un espacio donde encontraron (y ellas mismas propiciaron) plena aceptación: desde la forma de vestir, caminar, hablar y moverte, hasta en deseos, gustos, orientación. Un espacio de liberación total y arropo.
“Hablábamos de acción revolucionaria, de autonomía y, por lo menos, de liberación. Ese era el discurso: el movimiento tenía que ser liberacionista”.
Además, sabían que el patriarcado también existe en los espacios LGBT. Por eso, en las discusiones y acuerdos dentro del colectivo, que era un grupo mixto, entendían que los modelos estereotipados de “lo que debe ser” masculino y femenino resulta en opresión para las mujeres, para los hombres gay “y desde luego para las lesbianas”. De ahí la afirmación de que, para una liberación del colectivo se debe empatar con el discurso feminista.
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A principios de los 80, durante las primeras marchas del orgullo, asistir a esas manifestaciones era lo mismo que salir del clóset.
“En aquella época vivíamos con vergüenza, hasta que llegábamos a un espacio donde no solo no se nos juzgaba, sino que además se reivindicaba el orgullo”.
Ese orgullo y hermanamiento les llevó también a enfrentar un enemigo inesperado: el VIH-Sida que a mediados de los 80 se esparció por todo el país, llevándose a miles de personas.
Marta, como muchas mujeres lesbianas que luchaban por los derechos LGBT+, perdió a decenas de amigos.
“Yo enterré directamente a 17 amigos”, recuerda la académica de ahora 61 años. Incluso los acompañaba en sus muertes. “Esas experiencias —que en otros contextos no te pasan—, cuando la muerte se instala en la vida, nos abrazábamos, nos tratábamos con mucho cariño. Era un espacio lúdico, amoroso, de aceptación”.
Por mujeres como ella hubo un acuerdo mundial de que las siglas del colectivo debe llevar la L de lesbianas al inicio: en honor a las mujeres que además luchar, también generaron un entorno solidario y de cuidados, protestaron y exigieron que las todas las personas de la diversidad tengan acceso al sistema de Salud público.
EU recibe a decenas de afrikáners como refugiados tras una orden de Trump que denuncia que son perseguidos por cuestiones raciales, algo que el gobierno sudafricano niega rotundamente.
Un avión procedente de Johannesburgo con 59 sudafricanos blancos a bordo aterrizó este lunes en Washington DC.
Es el primer grupo de afrikáners que llegan a Estados Unidos como refugiados bajo un programa de reasentamiento promovido por el presidente Donald Trump, que considera a esta comunidad víctima de “discriminación racial” en Sudáfrica.
Su arribo a EE.UU. se produce tras meses de tensiones diplomáticas entre el país norteamericano y Sudáfrica.
Trump firmó en febrero una orden ejecutiva en la que denunciaba presuntas violaciones de derechos humanos contra blancos en Sudáfrica, citando expropiaciones de tierras sin compensación y asesinatos en zonas rurales.
El presidente también se ha referido a lo que describió como una “matanza a gran escala de agricultores” blancos, un argumento que ha respaldado públicamente el empresario Elon Musk, nacido en Pretoria, quien llegó a hablar incluso de un “genocidio de blancos”.
El gobierno sudafricano rechaza estas acusaciones y niega la existencia de una persecución racial contra los blancos.
El ministro de Relaciones Exteriores de Sudáfrica, Ronald Lamoa, afirmó este lunes que “no hay persecución de sudafricanos blancos afrikáners” y aseguró que los datos policiales contradicen la narrativa impulsada desde Washington.
Los afrikáners, descendientes en su mayoría de colonos holandeses, han desempeñado un rol central en la historia del país, desde la colonización hasta el régimen del apartheid.
El programa de reasentamiento de Trump está dirigido a los afrikáners, una comunidad blanca sudafricana descendiente en su mayoría de colonos neerlandeses, franceses hugonotes y alemanes que comenzaron a instalarse en el sur de África desde 1652.
Durante siglos, los afrikáners dominaron la política y la producción agrícola del país, especialmente bajo el apartheid (1948-94), donde conformaban el grupo blanco mayoritario y puntal ideológico del régimen.
Hoy representan poco más del 5% de la población en Sudáfrica -unos 2,7 millones de personas- y la mayoría habla afrikáans como lengua materna.
Trump justifica su programa con el argumento de que los afrikáners sufren “discriminación racial” bajo las políticas del Congreso Nacional Africano (ANC), en el poder desde el fin del apartheid en 1994.
En su orden ejecutiva de febrero, el presidente estadounidense citó específicamente la reciente ley sudafricana de expropiación sin compensación de tierras improductivas, abandonadas o adquiridas de manera fraudulenta durante el régimen segregacionista.
Aunque la norma ha sido defendida como una herramienta para corregir desigualdades históricas, tanto sectores conservadores estadounidenses -incluidos influyentes empresarios como Elon Musk y Peter Thiel- como muchos afrikáners en Sudáfrica la consideran una amenaza directa a los derechos de propiedad de los blancos.
Trump también denunció lo que describió como “una matanza a gran escala de agricultores blancos”, tesis respaldada por Musk, Thiel y otros miembros de la llamada “mafia de PayPal”, un influyente grupo de Silicon Valley que mantiene lazos con Sudáfrica.
El gobierno sudafricano niega que exista una persecución racial: el canciller Lamoa consideró infundadas las acusaciones de Washington y alegó que los informes policiales desvinculan la violencia rural de un supuesto genocidio blanco.
Según datos oficiales, en 2024 se registraron 44 homicidios en zonas agrícolas, de los cuales ocho fueron de granjeros.
El Instituto Sudafricano de Relaciones Raciales (SAIRR) concluyó que los ataques afectan tanto a trabajadores blancos como negros y suelen estar motivados por robos o conflictos laborales.
BBC Mundo habló con el analista sudafricano Ryan Cummings, director de la consultora Signal Risk, que cuestiona el fundamento jurídico y humanitario de conceder asilo a los afrikáners.
“Ciertamente no enfrentan ningún tipo de marginación colectiva por su cultura, raza o idioma”, afirma.
El experto considera que las leyes de acción afirmativa impulsadas por el ANC no son punitivas hacia los blancos, sino mecanismos para revertir la exclusión histórica de la población negra, y remarca que “los afrikáners aún se encuentran en el extremo superior de la escala socioeconómica”.
Cummings añade que la percepción de inseguridad en zonas rurales, donde se han producido ataques violentos a granjas, ha alimentado una narrativa política dentro de sectores afrikáners más conservadores.
“Se han presentado como actos de violencia étnica, como si hubiera un genocidio sistemático en curso, pero en realidad responden a dinámicas locales: granjas aisladas, guardias de seguridad deficientes, armas y dinero en efectivo almacenados en las instalaciones”, considera.
Reconoce, no obstante, que figuras como Julius Malema, líder del partido comunista Luchadores por la Libertad Económica, han alimentado esa sensación de amenaza con cánticos como Kill the Boer (“Mata al granjero”), lo que ha reforzado el temor de algunos afrikáners a un resurgimiento del nacionalismo negro en sus formas más violentas.
El gobierno sudafricano ha sido muy activo a la hora de denunciar violaciones de derechos humanos de Israel en Gaza, y en enero presentó un caso de “genocidio” ante la Corte Internacional de Justicia en La Haya.
Esto causó un deterioro en las relaciones entre Sudáfrica y EE.UU., aliado de Israel.
“Trump quiere destacar ante la comunidad internacional que el mismo gobierno que lleva a Israel ante un tribunal internacional por presuntas violaciones de derechos humanos está infringiendo esos mismos derechos sobre su propia ciudadanía”, evalúa Cummings.
En marzo, la administración estadounidense expulsó al entonces embajador sudafricano, Ebrahim Rasool, después de que este denunciara una “insurgencia supremacista” impulsada desde Estados Unidos.
El secretario de Estado de EE.UU., Marco Rubio, justificó la medida calificando al diplomático como un “agitador racial” que “odia a América”.
Por su parte, el gobierno sudafricano sostiene que la narrativa promovida desde Washington es infundada y responde a intereses políticos internos en Estados Unidos.
Desde que Trump firmó la orden, más de 70.000 sudafricanos blancos expresaron interés en emigrar, según la Cámara de Comercio Sudafricana en Atlanta.
El grupo de 59 personas que aterrizó esta semana en Washington es el primero en beneficiarse del plan.
Desde Sudáfrica, el programa de reasentamiento de Trump se percibe con escepticismo o incluso con cierto sarcasmo, según el director de Signal Risk.
“Muchos sudafricanos ven a los afrikáners que se acogen al programa de Trump como personas que buscan una salida, un modo de hallar la utopía que están buscando: una sociedad donde puedan existir sin tener que compartir espacio con sudafricanos negros”, sostiene Cummings.
Según el experto, hay “muchas almas dañadas” entre los afrikáners que crecieron durante el final del apartheid.
“Sienten que no fueron cómplices, pero que se les está haciendo pagar por lo que ocurrió décadas antes de que nacieran”, indica.
Sin embargo, concluye que la mayoría de los sudafricanos está de acuerdo con la idea de una sociedad multirracial y que quienes se resisten a ello -y ahora emigran- “probablemente no estaban interesados en participar en ese proyecto desde el principio”.
Cummings incluso cree que muchos sudafricanos moderados ven con buenos ojos la emigración de ciertos afrikáners a Estados Unidos bajo la iniciativa de Trump.
Parte de la sociedad sudafricana la considera “una manera de deshacerse de personas que han sostenido una ideología racista o supremacista blanca “.
“Muchos sudafricanos sienten que Sudáfrica, como país, probablemente estará mejor sin ellos, en el sentido de que estaremos perdiendo a individuos que esencialmente no tienen interés en participar en la construcción nacional ni en vivir en un país multirracial”, sentencia.
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