No hubo luces ni cuenta regresiva, tampoco el impresionante escenario de más de 100 millones de dólares con las cabañas del álbum Folklore incluidas. Lo que había era smog, tráileres pasando a menos de 10 metros y muchos muchos brillos, friendship bracelets de colores intercambiados y canciones que, más que cantarse, se gritaban. La avenida Río Churubusco se convirtió en otro escenario para quienes no alcanzaron boleto para ver a Taylor Swift.
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“Estoy en General A… de Afuera“, se ríe Kenia, quien viajó desde Pachuca con la esperanza de encontrar un boleto, del que fuera, para ver a La Güera cantar. “Me acabo de graduar y cuando salieron los boletos hice muchos pagos y ya no pude comprar mi entrada”.
Pero la esperanza muere al último y, si no iban a entrar al Foro Sol, al menos iban a escuchar a Taylor Swift cantar las tres horas que dura el concierto completo.
Y no decepcionó: desde el primer acorde de “Miss Americana & the heartbreak prince“, la canción con la que inicia cada show, los gritos en la avenida fueron más fuertes que las bocinas de los autos o los motores de los camiones.
Mientras que la impresionante escenografía que la cantante estadounidense lleva por tooodos lados cuesta, por lo menos, 100 millones de dólares, según calculan expertos, la realidad es distinta para muchas otras personas.
“No hubo dinero para comprar el boleto de mi hija, así que la trajimos a que escuche desde aquí”, nos cuenta la mamá de una de las chicas que trepó a un andamio del puente peatonal que une el Palacio de los Deportes con el Foro Sol. “Me da miedo que se caiga, pero aquí la estoy cuidando”, dice la mujer que prefiere no identificarse (y que cantó a todo pulmón “Lover“, su canción favorita).
La semana pasada, relata, vinieron a escuchar a Lana del Rey. Tampoco hubo boletos, pero a unas pocas personas les permitieron quedarse en el puente peatonal y de ahí sí que se podía ver todo.
Pero las swifties no tuvieron la misma suerte. Los policías de la ciudad no les permitieron quedarse en la parte de arriba y, aunque también estaba prohibido, las más suertudas alcanzaron lugar en las escaleras.
“Circule, no se detenga” gritaban los policías por sus altavoces. Poco les importó: si no las iban a dejar estar arriba, al menos iban a escuchar a gusto.
La cuarta canción del setlist selló el destino del concierto de afuera (pero el de los policías): You need to calm down. You’re being too loud, fue la única respuesta de las fans que de forma literal y figurada se agarraron fuerte y ni de broma soltaron su pedacito de escalón.
“No alcancé boleto, Ticketmaster me la hizo, todavía ayer lo intenté, pero no se pudo y aquí estoy cantando con mis amigos”, nos dice Pamela, de 21 años, con un enorme corazón de glitter morado en un ojo y unas pestañas larguísimas. “Si tuviera a Taylor enfrente le diría que la quiero y admiro muchísimo. Creo que es un gran ejemplo para todas las mujeres“.
A unos pasos de Pamela, unas morritas, más pequeñas, no contenían las lágrimas: “Love Story” la gritaron de principio a fin.
Como ellas, niñas, adolescentes y adultas brincaban, bailaban, cantaban. Las friendship bracelets cumplieron su cometido: completas desconocidas se hicieron amigas, aunque fuera por unas horas, acompañándose en el dolor de no ver a la Güera, pero con la emoción de escucharla desde el otro concierto, el que improvisaron en una de las avenidas más transitadas de la Ciudad de México.
La lista de canciones que Taylor ha interpretado en toda su gira permanece igual, únicamente que en cada ciudad que visita agrega una canción sorpresa.
En su primer concierto en la Ciudad de México, la cantante estadounidense decidió cantar “I forgot that you existed”, de su álbum Lover.
Acá puedes ver el setlist completo:
Cientos de colombianos son reclutados por carteles mexicanos en sus luchas territoriales. Uno de ellos habla con BBC Mundo.
Orlando Paniagua*, 45 años, fusil al hombro, camina de madrugada entre limonares mientras narcos mexicanos le pisan los talones.
Es abril en Michoacán, la Tierra Caliente en el suroeste de México donde el sol quema hasta los 40°C durante el día, y para este exmilitar colombiano ya no hay marcha atrás.
Cuando alguien osa escaparse del crimen organizado mexicano, como lo hizo Paniagua en abril de 2024, solo puede esperar dos destinos: la bala o el milagro.
El pasado mes de junio, el secretario de Seguridad de México, Omar García Harfuch, anunció que carteles mexicanos reclutaban exmilitares colombianos, muchos bajo engaño, para engrosar sus filas de cara a sus cruentas guerras territoriales.
La alocución ocurrió pocos días después de que 12 colombianos fueran arrestados en Michoacán, vinculados a un ataque con mina que mató a ocho soldados mexicanos.
Gracias a la coordinación con autoridades colombianas, García Harfuch dijo que nueve de los 12 eran exmilitares. Los tres restantes eran civiles, pero entrenados en el uso de armas.
La presencia de exsoldados colombianos entre grupos armados mexicanos forma parte de la larga saga en que excombatientes del país sudamericano, una vez retirados, responden a ofertas de trabajo en el exterior y se involucran en conflictos ajenos como el de Ucrania, Sudán o la guerra territorial de los narcos mexicanos.
Muchos, como Paniagua, acuden engañados y motivados por una generosa oferta económica que supla sus bajas pensiones y limitadas salidas laborales en Colombia.
Este es su relato.
Serví 24 años a las fuerzas militares en Colombia. Era sargento primero cuando me retiré en 2022.
Tengo 45 años. Nací en Bogotá. Por mi trabajo militar me moví de departamento en departamento y ciudad y ciudad.
¿Cómo terminé en México?
Pues mira, cuando uno se retira del ejército en Colombia es bastante complejo conseguir empleo. Hay muy pocas opciones.
Entonces hablaba mucho con un excompañero de las fuerzas militares que, lastimosamente, espero que hoy Dios lo tenga en su gloria porque no se ha vuelto a saber de él.
Un día le pregunté por oportunidades de trabajo en México, donde él estaba. Me dijo que necesitaban personal de seguridad.
Me puso en contacto con un tipo de alias “Veracruz”, encargado de hacer conexiones para reclutar a la gente en México. Movía la parte administrativa.
Lo contacté. Me habló de cuidar grandes empresas y cultivos de limón en Michoacán.
Me ofreció entre 30.000 y 40.000 pesos mexicanos mensuales (US$1.600 – US$2.130). Nunca ganaría eso en Colombia.
También se brindó a costearme el viaje, aunque yo no quería deberle a nadie y pagué mi pasaje por medios propios a través de un plan turístico.
Solucioné unos asuntos pendientes y, tras el contacto inicial a fines de 2023, viajé a México en la primavera de 2024.
Tras décadas de conflicto armado, Colombia tiene un ejército numeroso y muchos soldados retirados jóvenes, con 40 años, cuyas pensiones no alcanzan para sostener a sus familias.
Un veterano colombiano le dijo a BBC Mundo que sus pensiones suelen rondar entre 1.600.000 y 1.700.000 pesos colombianos, el equivalente a unos US$400 mensuales.
Para estos jóvenes, con un mercado laboral restringido, es habitual trabajar tras retirarse en empresas de seguridad privada en Colombia o el extranjero.
También, en muchas ocasiones, acuden al llamado de ejércitos como el de Ucrania, que pagan para aumentar sus efectivos.
Estas contrataciones y reclutamientos suelen producirse a través de un mercado opaco donde las ofertas laborales se distribuyen frecuentemente a través de grupos de WhatsApp.
El talento militar colombiano, apreciado en el exterior, es engañado con frecuencia, cayendo en situaciones más peligrosas de las prometidas y a merced de empleadores secretos que no descubren hasta que ya es tarde.
Llegué a Ciudad de México y al día siguiente me reuní allí con el tal “Veracruz”. Fue la primera y última vez que lo vi.
Allí me dijo que en Michoacán me recogerían en taxi y trasladarían hasta la población de Pizándaro, en el mismo estado. Así sucedió.
En Pizándaro me recibió un tipo apodado “Gabriel”. Allá muchos usan apodos.
A mí me pusieron “Miguel”. Cuando me lo pusieron, me pregunté para qué tener un alias si uno se supone que va a hacer algo legal. Por ahí empezamos mal. No pintaba bien.
La casa donde me metieron en Pizándaro era solitaria, con una cama por habitación. Otras camas estaban vacías, aunque con pertenencias de otros chicos que vivían y trabajaban allí.
Algunos también eran colombianos.
Dormí, descansé y al amanecer me dijo Gabriel que esa noche tocaba trabajar.
Me recogió en la tarde, me subieron a un coche y nos trasladamos a una carretera rural en una zona montañosa, alta, sin población.
Entonces llegaron varias camionetas de gama alta con mucha gente armada, como si uno se fuera a la guerra de Ucrania.
Me preguntaron qué armas sabía manejar y yo, como militar, sabía usar muchas. Me asignaron una Barrett .50.
De ahí fuimos a varios sitios de los que nunca supe el nombre. No tenía idea de qué íbamos a hacer.
En un pueblo dimos varias vueltas. Subimos de nuevo a las camionetas y nos devolvimos a Pizándaro.
Eso allí era un moridero. No sé de qué vive la gente allí. Supongo que del narcotráfico porque no hay comercios, nada.
Encima con mucho calor. Llegaba a los 40°C. Duré unos dos o tres días en total.
Se supone que uno iba, trabajaba seis meses, con un mes de vacaciones y se iba para casa.
Pero desde que me colocaron un alias, me subieron a una camioneta y me armaron, supe que no era un trabajo legal. Era para un cartel.
Decidí entonces que tenía que irme, pero cometí un error.
Contacté al taxista que me llevó a Pizándaro y le pedí de favor que me regresara a Michoacán para una diligencia.
El tipo me delató con “Veracruz”, quien me llamó preguntando por qué me iba.
Le respondí que tenía un inconveniente con mi hija en Colombia y que necesitaba viajar urgentemente, dejando mis pertenencias acá.
Me dijo que solo había una manera de salir de allí… y que ya sabía cómo…
Le respondí que sabía que uno no salía de allí sino muerto y que echaría pa’lante y a trabajar.
Él ofreció ayudar y yo, para apaciguar la cosa, seguí el juego y le dije que necesitaba mandar una plata a Colombia. Me preguntó cuánto.
Le dije que un millón de pesos y le di el número de una amistad en Colombia para que lo recibiera. Efectivamente los envió y la cosa se calmó.
Aunque a partir de ahí me vigilaban y cuidaban.
Un día, la noche del 16 de abril, me dieron ropa militar, botas y un bolso. Mi maleta personal se quedó en la habitación.
Sobre las 10 de la noche llegamos a una nueva zona montañosa, donde me entregaron una AK-47 y un chaleco con municiones.
Cuando llegué, había un grupo de mexicanos armados. Casi todos eran adolescentes, de unos 15-16 años. Solo había un colombiano en ese grupo.
En ese momento ya solo pensaba en cómo me iba a escapar.
En los últimos años, las autoridades mexicanas han detenido a decenas de exmilitares colombianos vinculados al crimen organizado en Michoacán.
Un reporte del diario mexicano El Universal indica que, según investigaciones locales, la presencia de exsoldados y exguerrilleros colombianos data desde 2013 en ese estado mexicano.
Esa investigación describe, como le sucedió a Paniagua, que algunos colombianos llegan reclutados bajo engaño para luego unirse a las filas de grupos como el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) o Los Viagras.
La labor de los colombianos en México incluye el adiestramiento de sicarios mexicanos, fabricación de explosivos, minas y diseño de vehículos con blindaje artesanal.
Tras el ataque con minas en que fueron capturados 12 colombianos en junio, el cónsul de la embajada colombiana en México, Alfredo Molano Jimeno, dijo en una entrevista a El Universal que cerca de 500 colombianos habían sido reclutados por el crimen organizado mexicano, la mayoría en Michoacán.
En ese estado con gran riqueza minera y agrícola y clave para las rutas del narcotráfico, el CJNG lleva años en guerra territorial con la alianza Carteles Unidos, que incluye grupos como Los Viagras, la Familia Michoacana o el Cartel de Sinaloa.
En junio, la Cancillería de Colombia señaló que la gran mayoría de colombianos que viajan a México lo hacen con fines académicos, laborales o turísticos.
Aunque también advirtió sobre el “fenómeno creciente” de reclutamiento de personas con experiencia militar “para integrar estructuras delictivas al servicio del narcotráfico, la trata de personas y el tráfico de migrantes entre ambos países”.
Los colombianos no necesitan visa para ingresar a México, aunque el año pasado se registró la llamativa cifra de 53.000 colombianos inadmitidos para entrar al país.
Las inadmisiones de colombianos en México han sido asunto de negociaciones frecuentes entre las autoridades de ambos países.
Que exmilitares colombianos sean vinculados al crimen organizado mexicano, según Fernando García, embajador de Colombia en México, puede afectar la reducción de inadmisiones.
Los chicos mexicanos se la pasaban fumando marihuana. Se dormían y no les importaba nada la seguridad.
Hicimos guardia en la noche. La pasé en una casa abandonada rodeada de cultivos de limón.
Al día siguiente, un domingo, el supuesto jefe del grupo armado nos dijo que debíamos prepararnos para un trabajo en la noche en que había que caminar bastante.
Ese día analicé el norte, el sur, el oriente, el occidente. Medí qué quedaba más cerca para escapar y concluí que lo mejor era dirigirme hacia Acapulco, al sur.
Sobre las 7:00 pm nos pusimos a caminar entre cultivos, sin saber dónde íbamos. No nos decían nada.
Alrededor de las 10:00 pm, tras más de dos horas caminando, algo dentro de mí, un instinto, me dijo que me quedara quieto detrás de un limonar.
El resto siguió. Yo decidí volver.
Me quedé petrificado como 10 minutos. La noche era oscura y no se dieron cuenta de que faltaba alguien.
Me devolví hacia el campamento a recoger pertenencias. No sé bién cómo llegué. Recogí mis cosas, el fusil, y emprendí la dirección del agua para no deshidratarme. Con esos calores, sin comida, no podía pasar sed.
Caminé varias horas y a las 3:00 am me venció el cansancio. Me escondí dentro de la maleza y pasé la noche.
Las mañanas las pasaba oculto entre árboles, escondido. Me buscaban con drones.
Sobre las 6:00 pm, cuando bajaba el sol, continuaba mi camino hacia el sur; siempre siguiendo el cauce del agua de una quebrada que luego me sacó a un río más grande.
Caminé entre 8 y 10 días a base de agua y limón.
Al par de días me deshice del armamento y lo escondí entre la vegetación porque era un peso innecesario.
Solo me comuniqué dos veces con Colombia para que el teléfono aguantara.
A través de personas en Colombia contactaron a una ONG mexicana y, por intermedio de esta y la fuerza pública pudieron recuperarme.
Nunca busqué directamente ayuda de policía y federales porque, desafortunadamente, hay mucho torcido. Temí que me entregaran y mataran.
Mira, por ejemplo, el chico que me puso en contacto con el tal “Veracruz”, un excompañero del ejército… pues no se ha sabido de él.
La esposa nunca supo más nada. Lo más seguro es que lo mataron.
Allá los matan, descuartizan, tiran en fosas. Pienso que a los carteles no les conviene que una persona que trabaja para ellos se marche luego a casa como si nada.
Uno, con las atrocidades que ve allá, recoge mucha información. A los carteles no les conviene que uno salga vivo a contar su historia.
Pienso que soy de los pocos que ha podido escapar de esa gente.
Una persona normal, sin una experiencia de 24 años de militar moviéndose por montes y selvas como yo, no sale vivo de allá.
A los cinco días de escaparme prendí el celular. Llamé a mis contactos en Colombia, que me gestionaron el rescate con la ONG en México y miembros de la fuerza pública de confianza.
Les dije que en cinco días volvía a llamar a revisar cómo era el proceso. Si no llamaba, les avisé, era porque no volverían a saber de mí.
En esos días no dejé que me viera ningún civil o campesino.
Cuando volví a llamar, me indicaron un punto de recogida, alejado del agua, más hacia una cordillera.
Efectivamente, al día siguiente, llegaron efectivos del ejército y funcionarios de la ONG.
Me esperaban con agua y sueros. Estaba bastante deshidratado.
Me llevaron a la ciudad de Morelia y de ahí iniciaron un rápido proceso de repatriación a Colombia, donde llegué tras esta larga travesía.
A uno lo llevan allá engañado. Te prometen cosas… y luego ves la verdad.
En México hay gente de las Farc, el ELN, paramilitares, policías y soldados trabajando para esa gente.
Me sorprende, la verdad. Supongo que muchos están engañados, amenazados y porque les toca; porque no han tenido el valor de escaparse.
Hay muchos colombianos allí porque somos muy guerreros, trabajadores, valientes, pero la verdad es muy mal negocio dejarse convencer por unos pesos de más. Uno de ahí no sale vivo. Pienso que pocos lo consiguen.
Me reservo el nombre del cartel del que me fugué. No quiero sacarlo a la luz.
En Colombia, desafortunadamente, estuvieron pendientes un par de días, pero ni me ayudaron ni protegieron.
Me tocó salir por seguridad y pedir asilo en la Unión Europea. Estoy trabajando, gracias a Dios.
Por lo menos llevo un año tranquilo.
*Orlando Paniagua es un seudónimo para proteger la identidad del testimonio.
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