El 12 de octubre de 1928, frente a la reforma judicial impulsada por el Gobierno de Álvaro Obregón, Luis Cabrera publicó una carta en la que escribió: “Hay que tener valor para decir las cosas con sinceridad y con franqueza. Lo que motivó esas reformas constitucionales no fue el llamado desprestigio de la Suprema Corte de Justicia, ni la corrupción del Fuero Común […] La verdad es que la precipitada e inconsulta reforma constitucional que se ha hecho con el pretexto hipócrita de mejorar la administración de justicia, se debió a un “programa” de reformas que tenía por objeto establecer en México una verdadera dictadura constitucional […]”.
El texto de Cabrera resuena hoy, a casi un siglo de distancia. Más que por la caracterización del régimen que emergió en ese tiempo, lo hace por la valentía con la que denunció cómo se habían instrumentalizado las disfuncionalidades de la justicia mexicana para aumentar el control del Ejecutivo sobre la Judicatura.
Precisamente, esto es lo que hay que denunciar de la reforma judicial que fue aprobada la semana pasada, en un proceso que deja detrás de sí graves y justificadas preocupaciones tanto por su forma como por su fondo. Y es que el paso hacia un modelo de elección por sufragio de todas las personas juzgadoras del país amplía las posibilidades de control político sobre el Poder Judicial.
Por eso, es relevante subrayar que son legítimas y razonables las diversas impugnaciones que se han anunciado. Si bien en México se ha mantenido por décadas un entendimiento ortodoxo conforme al cual las reformas constitucionales no se consideran susceptibles de ningún tipo de control, la discusión no está terminalmente zanjada y menos frente a una modificación de esta naturaleza. En el plano nacional, diversos ministros han estimado que esto es posible, por cuestiones de procedimiento, pero también de fondo. Lo mejor de la academia, tanto en el ámbito nacional —incluso la que hoy es cercana al partido en el poder— como en otras latitudes, así lo estima también. También, otras Cortes Supremas así lo han entendido, acudiendo a figuras como las decisiones políticas fundamentales o la sustitución de Constitución. Finalmente, la Corte Interamericana desde hace tiempo ha estimado que puede haber control de convencionalidad sobre normas constitucionales.
Es relevante recordar estas referencias ante la consideración de que impugnar la reforma es ingenuo, en el mejor de los casos, o antidemocrático, en el peor. No es así. Estamos ante un escenario frecuente en el constitucionalismo contemporáneo. Para los organismos de derechos humanos mexicanos, el tema no es nuevo y es de congruencia: bajo las mismas convicciones, organizaciones como el Centro Prodh acompañamos en 2001 las controversias constitucionales de los municipios indígenas ante la reforma constitucional que incumplió los Acuerdos de San Andrés.
Insistir en la legitimidad de estas impugnaciones no implica pronosticar que éstas vayan a ser exitosas. Nada permite presumir que vayan a prosperar y las condiciones son más que adversas. Pero sostener que el poder reformador de la Constitución no tiene ningún límite y que cualquier recurso es frívolo o contrario a la soberanía popular, no refleja la complejidad de los debates del constitucionalismo contemporáneo y abre la puerta a escenarios indeseables para los derechos humanos, incluso más allá de la actual coyuntura.
Estamos en un momento en el que importa llamar las cosas con su nombre. México no se ha convertido en una dictadura por la reforma: equiparar la actual deriva política a regímenes de esta naturaleza de inicios del siglo XX no resiste el rigor histórico. Pero lo que en forma y fondo ocurrió con la reforma judicial no anuncia el promisorio fortalecimiento democrático pregonado desde el poder.
Por eso, las alertas sobre la deriva que está viviendo México son justificadas. De reproducirse lo visto en la discusión sobre la justicia en el inminente debate de las modificaciones más nocivas que también se incluyeron en el llamado “Plan C” —incrementar la prisión preventiva oficiosa, entregar la Guardia Nacional con fuero militar a Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y modificar el histórico artículo 129, desaparecer al INAI y al Coneval, e impulsar una reforma electoral con aspectos regresivos—, será factible hablar de cambio de régimen e incluir a México en la creciente lista de países que experimentan erosiones o declives democráticos por el ascenso de formaciones políticas con robusto respaldo popular, pero con poco compromiso con los valores del constitucionalismo.
Estos regímenes se apartan del ideal y la práctica de la democracia constitucional, que no sólo exige mayorías en urnas, sino también división de poderes, pluralismo, sujeción al régimen internacional de derechos humanos, subordinación de lo militar a lo civil, etcétera. El componente mayoritario se preserva —y en ese sentido básico, estos países siguen siendo democráticos—, pero no sucede lo mismo con las demás exigencias de un régimen plenamente constitucional.
México nunca ha sido una democracia constitucional plena. Imposible afirmarlo así dada la campante desigualdad tolerada por la tecnocracia durante décadas y, al menos desde hace 15 años, por el control territorial de la macrocriminalidad en amplias zonas del país, traducido en miles de homicidios y desapariciones impunes. Pero el ideal de la democracia constitucional subsistía y orientaba como horizonte los esfuerzos y las prácticas de diversos actores políticos y cívicos que confluyeron en las más rescatables iniciativas públicas de las últimas décadas, en procesos sociales donde se conquistaron derechos.
Abandonar este ideal en aras de un incierto proyecto que procede en forma y fondo como lo vimos en la discusión de la reforma judicial, aprovechando la flaqueza política y moral de los partidos de oposición, justifica plenamente alertar sobre el riesgo de la erosión democrática.
En ese panorama sombrío, si algo hay que rescatar es que toda la evidencia indica que estos procesos no son ni lineales ni fatales. De la responsabilidad de la próxima presidenta y de quienes detentan la mayoría; de la actuación de la oposición formal; del entendimiento de la comunidad internacional; del entorno económico, y de la vitalidad del espacio cívico —medios, sociedad civil, movimiento sociales— depende en buena medida que se active la resiliencia democrática para que no se desemboque en los peores escenarios. Decir las cosas con honestidad y franqueza, como lo hiciera hace un siglo Cabrera, también contribuye a este fin.
Para enseñarles el cristianismo y otros conocimientos a los pueblos originarios, los religiosos que vinieron con los conquistadores y colonizadores desarrollaron un método que combinó dibujos y escritura.
Cuando los españoles llegaron al territorio de lo que hoy conocemos como México, existía un sistema de escritura principalmente pictográfico, en el que cada “dibujo” significaba una frase o enunciado completo.
Este sistema era utilizado por las castas gobernantes, principalmente para conservar tradiciones religiosas, discursos, hechos históricos o registros poblacionales y tributarios, entre otros asuntos.
Los amanuenses que conservaban estos libros (normalmente tiras de papel plegadas o lienzos o pieles de animales) aprendían de memoria largos discursos y con la punta del dedo repasaban las figuras para apoyarse y no perder el orden del mensaje que querían transmitir.
Es decir, esta escritura estaba más cerca de lo icónico que de lo ideográfico, más cerca de las pinturas rupestres que de la escritura egipcia o china.
Formalmente, los primeros evangelizadores españoles llegaron a la ciudad de México en 1524 (los llamados “12 apóstoles de México”).
Eran un pequeño grupo de frailes franciscanos que iniciaron una ingente y titánica obra cristianizadora de los indígenas. A estos les siguieron los dominicos y luego los agustinos.
La labor de las órdenes religiosas no se limitaba a la evangelización. También construyeron pueblos, villas y ciudades, impartieron justicia y fueron consejeros de los funcionarios reales, entre muchas otras actividades.
Por ejemplo, enseñaron a los primeros mexicanos a cultivar las plantas europeas, vestir “a la española”, edificar iglesias, criar animales españoles, labrar acueductos, utilizar el telar europeo y aprender los oficios mecánicos.
Simultáneamente, destruyeron los templos prehispánicos, derrumbaron las esculturas de los dioses, quemaron los libros que mencionamos e hicieron procesos inquisitoriales contra los indios remisos.
Estas actividades pasaban inevitablemente por que los religiosos aprendieran las principales lenguas mesoamericanas. Y así lo hicieron.
En un principio, en la escritura mezclaron los pictogramas y el alfabeto. Por ejemplo, se conserva una interesante transcripción al náhuatl del catecismo ideado por fray Pedro de Gante.
Otros religiosos, quizá deseosos de un mayor acercamiento a los usos y costumbres de los pueblos indígenas, pedían a los copistas que transcribieran en grandes telas, con su sistema, pasajes bíblicos.
Iban de una a otra aldea acompañados de un numeroso séquito de indios ladinos –los llamaron igual que en España llamaban a los judíos y a los musulmanes que se movían entre la cultura propia y la cristiana–, reunían a los pobladores, trepaban en alguna tarima o en algún basamento piramidal en ruinas, mostraban el gran lienzo a los neófitos, señalaban con una vara las imágenes, contaban en español el asunto de la pintura y, finalmente, los ayudantes traducían al náhuatl.
Una nueva dificultad se les presentó cuando tuvieron que enseñar las lenguas indígenas a los evangelizadores que llegaban.
No era deseable, por pesado y dilatado, que las aprendieran de los indígenas (como tuvieron que hacer los primeros).
Así que organizaron escuelas para que los nuevos frailes estudiaran las lenguas originarias. Esto condujo, como un proceso natural y lógico, a dotar al náhuatl, por ejemplo, de un alfabeto. Y el sistema de escritura no fue otro que el usado en el castellano.
Una vez escrita la lengua mexicana con el sistema alfabético que el español recibió del latín, se desató una fiebre escritural muy variada y abundantísima.
Se hicieron libros a la europea (manuscritos primero, impresos después): silabarios, diccionarios, sermonarios, gramáticas, doctrinas, crónicas, anales, informes, pliegos de agravios, etc.
Por fortuna se conservan testimonios de este proceso.
Recuerdo de mis lecturas que los agustinos fundaron una escuela en Tiripitío para enseñar la lengua michoacana. Incluso en Culhuacán, al sur de la ciudad de México, el convento de estos ermitaños tenía un batán en el que fabricaban papel.
Una figura central en este proceso de adquisición del alfabeto latino por el náhuatl es sin duda el franciscano Bernardino de Sahagún. Sus manuscritos, conocidos como Códice florentino en la actualidad, han sido digitalizados para su consulta universal.
Como afirma la estudiosa Alejandra Ortiz Castañares, el Códice Florentino fue “creado para conocer a los mexicas y evangelizarlos. Es uno de los pocos con lenguaje híbrido, en el que la tradición pictográfica indígena se incorpora no sólo como lenguaje, sino también como refuerzo visual del apenas nacido alfabeto latino en náhuatl”.
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Sin duda, fue una solución muy práctica y útil. Pero los evangelizadores no previeron un problema: las diferencias fonéticas entre la lengua modelo y las americanas.
Por ejemplo, en náhuatl no existía el fonema /ñ/ y las vocales eran tres, no cinco. Y en español no existen los fonemas interdentales laterales. Para solucionar eso, improvisaron usando dos grafías (tl, tz).
Además, había fonemas en español que poco a poco se estaban perdiendo, como la cedilla (/ç/), la doble s, la /sh/ (que se escribía como una X), etc.
Tampoco imaginaron dos consecuencias inesperadas. En primer lugar, la prosodia del español –sus acentos, tonos y entonación– en muchos casos arrastró, por decirlo así, a la prosodia del náhuatl.
Como ejemplo, tenemos la pronunciación de la capital del imperio azteca: Mexico-Tenochtitlan. La primera palabra aludía a la etnia (los mexitin, en oposición a tepanecas, acolhuas chalcas, etc.) y la segunda al lugar mismo, el islote donde se fundó. La primera fue y sigue siendo la más usada.
Su pronunciación sería algo así como meshico –palabra grave, no esdrújula–. El fonema /sh/ existía en español y se escribía como una X, de ahí muxer (musher), oxo (osho) y dixe (dishe). Con el paso de los siglos, este fonema del español se fue suavizando hasta pronunciarse como una jota, y así fue como evolucionó la dicción a mujer, ojo o dije.
Con muchas palabras del náhuatl se dio esta “evolución”. Así se pasó de Xalisco (Shalisco) a Jalisco, de Xalapa (Shalapa) a Jalapa y de México a Méjico. En el siglo XIX muchas grafías de estos topónimos se adoptaron a la nueva pronunciación, excepto México, que la seguimos escribiendo a la vieja usanza pero la pronunciamos a la moderna.
La segunda consecuencia fue que la pronunciación a la española de las palabras indígenas muchas veces fue adoptada como la forma correcta por los propios indígenas.
Aunque es un fenómeno complejo y de múltiples aristas, estos ejemplos darán una idea al amable lector: de Coliman se pasó a Colima; de Tlalpam a Tlalpan; de Janitzio a Janicho; de Olizapan (Ahuilizapan) a Orizaba y de Cuauhnáhuac primero a Cuedlavaca y, finalmente, a Cuernavaca.
Diremos que hubo palabras que casi quedaron idénticas en esa transición que implicó el mestizaje de las culturas del Nuevo y el Viejo Mundo, mientras que otras locuciones tuvieron una transformación radical. Eso se debió a la facilidad o no de pronunciar esos términos en la nueva lengua dominante.
Como dijo Octavio Paz, lo que entonces pasó no fue un encuentro, sino un encontronazo. Pero no es éste el espacio para hablar de ello. Lo que quiero decir en este breve recuento que ahora hago es que el tema no sólo tiene interés y suma importancia para lingüistas, sino también para literatos, historiadores, antropólogos, sociólogos, etc.
Por desgracia es un espacio muy poco explorado, pero los que hablamos la lengua de Cervantes (vivamos de uno u otro lado del Atlántico) estamos obligados a no permitir que se pierda.
*Ramón Moreno Rodríguez es profesor e investigador en el área de la lengua y las literaturas hispánicas, especialista en narrativa española, de la Universidad de Guadalajara (México). Este artículo apareció en The Conversation. Puedes leer la versión original aquí.