
“Estábamos muy a gusto anoche (24 de diciembre), pero viera que en Santa Rosalía de Carrizal sacaron a todita la gente. Estábamos muy a gusto. Como a las 10 (de la noche) empezaron a llegar familias de Santa Rosalía, traían las nuevas de que los habían sacado, les dijeron que se salieran porque no querían matar gente inocente. El rancho se quedó solo, viera cómo estamos atrasados (…) los sacaron de su casa, no sabemos qué va a pasar”, este es el testimonio de habitantes de alrededor de la comunidad de Atascaderos, donde recibieron a una parte de los desplazados rarámuri esta Navidad.
Decenas de familias de la comunidad de Santa Rosalía de Carrizal, ubicada en el Triángulo Dorado, del municipio de Guadalupe y Calvo, dejaron servida la cena de Navidad cuando llegaron hombres armados a los domicilios para exigirles que se fueran porque “no querían matar a gente inocente”.
En una sola noche, se estima que salieron alrededor de 120 adultos, sin contar a los adolescentes y niñez. Uno de los adultos mayores, de 92 años, se niega a permanecer fuera de su casa, insiste en regresar porque no concibe no vivir en su tierra.
La comunidad con sus respectivas rancherías, se convirtió en una más en las cifras de desplazamiento forzado interno, personas ódami y rarámuri del municipio de Guadalupe y Calvo (se intensificó a partir de junio de 2021), sin que hasta ahora haya personas detenidas por ese delito, que fue tipificado en enero del año 2023.

Para llegar a Atascaderos, desde Santa Rosalía de Carrizal, se hacen dos horas aproximadamente en automóvil. Sin embargo, decenas de familias más salieron caminando (entre ellas llevaban niñas, niños y adultos mayores), por lo que llegaron hasta la mañana siguiente y en el transcurso del día. Se esparcieron a diferentes lugares de Atascaderos y algunos más continuaron a otros lugares del estado de Chihuahua.
“Estábamos haciendo cena, así como la teníamos, así la dejamos. Alcanzaron algunos a ponerse zapatos a los niños y así salimos en friega. No trajimos nada, así como andábamos nos venimos. Echamos cualquier chamarra o bolsa de mano. Todavía en la mañana llegaron otros pocos y esperamos que sigan llegando más. Se quedó solo el rancho”, dijo una de las personas desplazadas de una de las localidades de Santa Rosalía.
Horas después del dejar su hogar, otro habitante que acogió a las personas desplazadas, agregó:
“Era una lloradera de mujeres, imagínese dejar todo sus cosas. Apenas estaban bien contentos haciendo su cena y tener que salir de esa manera. Llegaron todas llorosas, todas tristes, todas atensionadas, ya ni quisieron cenar, todas preocupadas (…) Les ayudó la gente. No traían ni para la gasolina. Las cosas están muy difíciles, a veces uno piensa estar uno tan tranquilo y ahora puro estar bien atensionadas. Les dijeron que se salieran todos, que no querían matar gente inocente, las cosas qué, la vida es lo que cuenta. Está muy agüitada la pobre gente que salió”.
La Fiscalía General del Estado dio respuesta a este medio hasta el 27 de diciembre, después de dos días de que Raíchali les consultó a través del área de Comunicación Social, pero no reconoce todos los hechos que narraron las personas desplazadas.
A través de la Agencia Estatal de Investigación de la Fiscalía de Distrito Zona Sur, informaron que acudieron a la comunidad Santa Rosalía del Carrizal para atender al reporte sobre familias desplazadas por “rumores” sobre amenazas sobre la presencia de hombres armados.
“Ayer viernes (25 de diciembre), elementos de la AEI en coordinación con personal de la Secretaría de la Defensa Nacional, implementaron un operativo para acudir a la citada comunidad perteneciente al seccional de Atascaderos. En el lugar entrevistaron a una persona que señaló que el día 23 de diciembre, cerca del pueblo, se escucharon detonaciones y explosiones atrás de los cerros y que el día 24 de diciembre surgieron ‘rumores’ de que iba a llegar gente armada al pueblo y los iban a sacar de las casas”.
De acuerdo con el comunicado oficial, la mayoría de las familias que habitan esa comunidad tomaron la decisión de irse del pueblo por miedo, la FGE desconocía hacia dónde se fueron.
Las autoridades estatales aseguran que no llegó gente armada, solo quedó en “rumores”, por lo que ellos seguirán viviendo en la localidad de Santa Rosalía del Carrizal.
“El operativo realizó labores de campo para descartar la presencia de personas armadas que pusieran en peligro la seguridad de los habitantes de la referida comunidad”.
Santa Rosalía de Carrizal se ubica a una hora y media de Atascaderos en vehículo y Atascaderos está otras dos horas de la cabecera municipal de Guadalupe y Calvo.
“Para ir a Santa Rosalía, pasa por Atascaderos (desde la cabecera municipal), es bajar, bajar hasta la mitad del barranco. En esa comunidad hay varias rancherías o localidades, que abarcan toda Santa Rosalía de Carrizal. Están río abajo. No sabemos qué grupo será el que llegó, ya todo está revuelto”, indica uno de los habitantes de la región.
Agrega otra persona más:
“Los nuevos (identificado como Cartel Jalisco Nueva Generación) están por el lado de Rancho de En Medio y otras localidades cercanas. Más adelante queda Mesa del Durazno, enfrente está Santa Rosaía de Carrizal, pero tiene que entrar por Atascaderos porque los divide la barranca del río, no se puede pasar, tienen que dar la vuelta. Ahí están los nuevos, enfrente de Santa Rosalía. Todo eso está lleno”.
El clima en esa región es más cálido, es tropical, ya que está casi al fondo del barranco. La gente no está acostumbrada a las bajas temperaturas de las zonas altas del estado de Chihuahua a donde llegaron las familias desplazadas.

A Atascaderos y localidades aledañas han llegado decenas de familias originarias de la sierra de Badiraguato en Sinaloa, después de que fueron despojadas de sus propiedades y de que uno de los grupos delictivos que pelean el territorio del Triángulo Dorado (ubicado en los límites fronterizos de Chihuahua, Sinaloa y Durango).
Personal de programas oficiales de gobierno federal y del estatal han detectado el incremento de personas víctimas de desplazamiento forzado interno originarias de Sinaloa, a partir de octubre de este año. Las comunidades de las que llegaron son principalmente La Tuna, Huixiopa, Arroyo Seco, San Miguel, Los Bandidos y Alicitos, del estado vecino.
Habitantes de la cabecera municipal y de Atascaderos, urgieron por ayuda para apoyar a la gente que está llegando, “hasta una bolsita de sopa, de sal, se agradece”.
“Ahorita están sin nada, salieron sin nada […] la gente ha llegado desde septiembre un poco, y más en octubre y noviembre, sin ropa, ni cobija, ni alimentos, no los atienden ni llega apoyo de gobierno, es triste. Esas personas que salieron de Sinaloa son mestizos y pocos indígenas, pero están bien atrasados por esa situación. Necesitan todo: ropa, zapatos, cobijas, alimentos”.
Santa Rosalía se sumó a las decenas de comunidades desplazadas del Guadalupe y Calvo, problema que se ha incrementado a partir de 2021.

El medio Revista Espejo (que pertenece con Raíchali a la Alianza de Medios Territorial) , de Sinaloa, documentó que el 16 de septiembre inició una nueva oleada de desplazamiento forzado interno, de decenas de habitantes de la sierra de Badiraguato.
Las víctimas declararon que aquel día despertaron con balaceras en los pueblos de Huixiopa, La Lapara, La Tuna, Bacacoragua, Cieneguita, Potrero de la Vainilla, La Palma y San José del Barranco. Se trató de un enfrentamiento con ráfagas y explosivos desde la noche del 15 de septiembre al día 17. Las comunidades se quedaron sin luz y la vida diaria se trastocó por el miedo y el aislamiento, por lo que decidieron huir.
Como se ha documentado en el municipio de Guadalupe y Calvo, los delincuentes controlaron el acceso a las rancherías con armas largas, equipo de telecomunicaciones, vehículos y motocicletas todo terreno.
Espejo refiere que la violencia ocurrió con mayor fuerza en Bacacoragua, La Tuna (rancho de donde es la familia Guzmán Loera) y Huixiopa. En esas localidades habitaban más de 80 familias.
En otras comunidades no les permitieron el acceso y negaron la salida a quienes permanecían dentro de la zona de conflicto.
Espejo describe la zona de Badiraguato:
“Badiraguato, enclavado en el llamado `Triángulo Dorado´, ha sido durante décadas el epicentro del narcotráfico en México y cuna de capos históricos como Joaquín El Chapo Guzmán, los Beltrán Leyva y Rafael Caro Quintero.”
“Su geografía, favorable para el cultivo de marihuana y amapola, convirtió al municipio en territorio estratégico para el trasiego hacia Estados Unidos. Aunque los campesinos de la región nunca se enriquecieron, las organizaciones criminales crecieron hasta convertirse en redes transnacionales que dominaron el mercado ilícito.

“La fama del municipio se consolidó como bastión de la familia Guzmán, que sobrevivió a los operativos como la Operación Cóndor en los años setenta y a la guerra contra las drogas de Felipe Calderón, en la primera década de los 2000.”
“La región ha sido el espacio de distintos conflictos. El último había sucedido entre 2016 y 2018, años en los que se registraron desplazamiento masivo por presuntos conflictos al interior de la familia Guzmán. Ahora se trata de otro problema, uno que se enmarca por la disputa entre los hijos de El Chapo y la familia Zambada.”
“Tras la captura de Ismael El Mayo Zambada en 2024, su hijo, el Mayito Flaco, se expandió al municipio y comenzó una purga. Retenes, bloqueos, grafitis y enfrentamientos armados muestran cómo los Zambada buscan arrebatar el control histórico a los Guzmán.”
“En el pueblo Hixopa, La Tuna y Santiago de los Caballeros, donde antes operaban libremente los Guzmán, hoy se imponen las letras MF, en alusión a Ismael Zambada Sicairos Mayito Flaco.”
“Los enfrentamientos comenzaron hace un año, sobre la zona de San José del Llano, pero estos se han ido extendiendo a otras regiones como Bacacoragua, Huixiopa y La Tuna”.

Las víctimas de desplazamiento forzado dieron a conocer a Espejo que ninguna autoridad había llegado a resguardar o evitar enfrentamientos, por lo que las balaceras no han cesado. Se desconocen cifras de víctimas de desplazamiento forzado interno, de desapariciones forzadas y asesinatos derivados de esa “guerra” entre grupos delictivos.
En el caso del municipio de Guadalupe y Calvo, la reciente etapa de desplazamientos forzados se originó en 2021, cuando ingresó por los límites de Sinaloa, el grupo Jalisco Nueva Generación aliado con La Línea, brazo armado del cartel de Juárez, de acuerdo con testimonios de pobladores de aquel municipio. Hasta ahora, no ha cesado la violencia que se ha extendido a otros municipios serranos.

La periodista venezolana Mirelis Morales relata su intento por legalizarse en EE.UU. y cómo se vio obligada a abandonar el trámite migratorio durante el gobierno de Trump.
Migrar a Miami nunca estuvo en mis planes. Sin la posibilidad de una green card, no me atrevía ni a soñarlo. Pero la aprobación del Estatus de Protección Temporal para los venezolanos (TPS por sus siglas en inglés) en marzo de 2022 me abrió un camino de permanecer legal en Estados Unidos que parecía improbable.
Mi travesía migratoria había comenzado en junio de 2018, cuando me fui a Perú en un acto desesperado por salir de la crisis humanitaria que ahogaba a Venezuela.
La aprobación del Permiso Temporal de Permanencia (PTP) en Perú se convirtió en un salvavidas para salir con mi hijo de 1 año y medio a un país que me prometía un poco de normalidad.
Perú me devolvió la calma. Sin embargo, la pandemia de covid me hizo cuestionar qué tan conveniente era seguir sola allí con un niño de 4 años. La idea de que pudiera contagiarme y no tener quién cuidara de mi hijo, me hizo pensar que debía buscar un nuevo destino donde tuviera red de apoyo. Entonces, ya en 2021, pensé en Miami o en Madrid.
Pero la duda volvía a surgir: “¿Cómo logro sacarme los papeles en Estados Unidos?”. Frente a mi falta de opciones, decidí que lo mejor era irme a Madrid y solicitar una visa humanitaria. Antes, quise hacer una parada en Miami para pasar Navidad con mi hermano y recargarme de abrazos luego de meses de aislamiento.
Ese era mi plan. Sólo que no contaba con que las fronteras de España seguían cerradas para los no residentes y me tocó quedarme en Miami con la esperanza de que ese asunto se resolviera lo más pronto posible.
Entonces, pasó lo inesperado.
El gobierno de Joe Biden aprobó el TPS para los venezolanos que estuvieran indocumentados en el país, como una medida de protección humanitaria ante la crisis que persistía en Venezuela. El TPS te daba la opción de obtener tanto el seguro social, como el permiso de trabajo. Y eso lo cambió todo.
Miami se convirtió en un refugio. Me permitió estar cerca de mis afectos, me concedió el privilegio de trabajar como periodista, me permitió formalizar mi negocio editorial y hasta me dio una segunda oportunidad de encontrar el amor.
El último lugar donde pensaba vivir me abría un mundo de posibilidades. De modo que inicié con determinación mis trámites para obtener “mi visa para un sueño”, como tantas veces le escuché decir a Juan Luis Guerra.
Sólo que nadie me preparó para la pieza que me tocó bailar.
“Mirelis, tienes premios, publicaciones, reconocimientos… Puedes pedir una visa de talentos extraordinarios”, me decían mis conocidos.
Todo indicaba que mi perfil calificaba. Así que contacté a un abogado que les había hecho el trámite a otros periodistas venezolanos y desembolsé los primeros US$6.000.
Lo hice con los ojos cerrados, porque ellos habían logrado conseguir sus papeles. ¿Por qué yo no?
Pasé un año armando mi expediente. Un año recabando evidencias –hasta debajo de las piedras– para demostrar los 10 criterios que me avalaban como una persona sobresaliente en mi área.
Cada carta de respaldo ameritaba una búsqueda casi detectivesca para ubicar a la persona responsable de la firma y luego un lobby para convencerlo de que no era un caso inventado. Hubo muchos que se negaron. Otros ni lo dudaron.
Tenía toda mi esperanza puesta en este proceso. No sólo porque me abría la posibilidad de una residencia –y el camino hacia la ciudadanía– sino porque me permitía darle un estatus a mi hijo y a mi pareja que, para ese entonces, tenía más de 11 años a la espera de la entrevista por solicitud de asilo.
Pagué otros US$3.500 entre gastos administrativos y el servicio exprés para obtener respuesta en 15 días. Ello sin contar el gasto en traducciones certificadas.
“Esto es una inversión a futuro”, me repetía cada vez que me tocaba desembolsar más dinero.
El 15 de febrero de 2024 se envió mi expediente. El 27 de febrero llegó la respuesta: caso rechazado. Sabía que existía esa posibilidad. Igual, no pude evitar la frustración ni la impotencia. Lloré hasta que no pude más. Me sentía tan vulnerable…
¿Ahora qué? Tenía la posibilidad de apelar. Pero preferí pedir una segunda opinión.
“Tu caso está mal de base. No tiene sentido apelar. Lo mejor es armar uno nuevo”, me dijo otro abogado.
La buena noticia es que tenía otra oportunidad. La mala es que debía pagar US$12.570 entre honorarios y gastos administrativos.
“Esto es una inversión a futuro”, me volvía a decir.
Me embarqué en armar otro caso. Esta vez más exhaustivo.
¿El resultado?
Un expediente de 700 páginas con pruebas suficientes para demostrar mis aportes en el campo del periodismo, mi rol liderando investigaciones periodísticas en reconocidas organizaciones como BBC y The New York Times, mis publicaciones en los medios más importantes del mundo, mi papel como jurado del trabajo de otros periodistas y mi participación en instituciones periodísticas internacionales.
La solicitud se envió el 24 de enero de 2025, cuatro días después de que Donald Trump asumiera su segundo mandato.
A los días llegó una notificación de Uscis (el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos) en la que solicitaba evidencias adicionales. “¡¿Qué más quieren de mí?!”, pensé. Se envió lo requerido y sólo quedaba esperar.
Se había hecho tan buen trabajo que estaba segura de que esta vez sí obtendría una respuesta positiva. Debía lograr que me aprobaran al menos 3 criterios de los 10 expuestos. Me aceptaron 4.
Solo que no me dieron la residencia, porque, según el funcionario, “no tenía el high-level of expertise requerido” para este tipo de visas.
A juicio de mi abogado, Uscis se había excedido en el uso de la discrecionalidad. A criterio de muchos, mi caso había caído en el hoyo generado por el “efecto Trump”.
Tenía el derecho de apelar ante una corte federal por incumplimiento de la ley. Pero lo descarté al saber que el trámite podía demorar dos años y suponía desembolsar otros US$10.000 sin garantía de nada.
Para aquel momento, el futuro del TPS ya pendía de un hilo. La Secretaría de Estado y el Departamento de Seguridad Nacional luchaban por revocarlo de forma definitiva.
Se habían abierto varias demandas contra la decisión. Un juez determinó que el gobierno no podía interferir. Se asomó la posibilidad de una extensión hasta octubre de 2026. Sin embargo, nada era definitivo. Mi TPS se vencía en septiembre de 2025 y tenía el tiempo en contra.
Mi abogado me propuso optar por la visa O, a través de una empresa que me patrocinara. Otros US$4.000 que debía sumar a mi abultada deuda de la tarjeta de crédito.
Decidí quemar mi último cartucho, a sabiendas de que esa opción no me daba residencia ni ciudadanía. Sólo 3 años de permanencia legal, renovables por tres años más. El tiempo suficiente para que el país tomara otro rumbo migratorio y las aguas se calmaran. Pensé.
Lo que se suponía era un trámite sencillo, terminó por demorarse más de cinco meses y entré en desesperación.
Mi abogado y su equipo estaban colapsados. No respondían los mensajes. Nadie sabía el estatus de mi solicitud. Ni tampoco me daban la cara.
Cuando finalmente se dispusieron a cerrar el expediente para enviarlo, me enteré de las repercusiones tributarias y decidí desistir.
No era sostenible económicamente para mí.
Hasta entonces, había gastado más de US$25.000 sin obtener ningún resultado.
Fueron más de dos años de un intenso desgaste emocional y financiero, dentro de un contexto país cada vez más hostil contra los migrantes, en especial contra los venezolanos.
La única opción que me quedaba para extender mi permanencia en Estados Unidos era acogerme a un asilo extemporáneo, pero, con mis papás en Venezuela, estaba negada ya que eso habría supuesto no poder salir de EE.UU. durante años.
Madrid se abría, de nuevo, como una alternativa.
Por esas cosas del destino, llegué a una publicación en Instagram sobre la visa de nómada digital en España. Pedí una cita con un gestor para conocer con detalle los requerimientos y esa reunión me pintó un panorama más esperanzador: podría obtener la residencia en un plazo de 20 días hábiles y a los dos años optar por la nacionalidad.
Era eso o regresarme a Venezuela.
Fueron días muy complicados emocionalmente. Irme de Estados Unidos implicaba dejar lo más valioso que había construido en los últimos cinco años: mi familia. Y por mucho que mi abogado intentó resarcir el daño con la exoneración del último pago, nada ni nadie me devolvería esa pérdida.
Me tomó un mes cerrar mi vida en Miami. Metí lo que pude en cuatro maletas y viajé a Caracas con el único propósito de renovar mi pasaporte y el de mi hijo para seguir a Madrid.
Tenía la opción de pedir la visa en la embajada de España en Caracas, pero lo descarté al no saber con certeza cuánto duraría el trámite por la vía consular.
Aterricé en Madrid el 8 de septiembre de 2025.
A la semana me reuní con el gestor para entregarle los requisitos de la visa de nómada digital: documentos de mi empresa, estados de cuenta para avalar que gano más de 2.200 euros (unos US$2.580), seguro privado, mis antecedentes penales en Estados Unidos y Venezuela, así como una carta en la que explicara que podía ejercer mis funciones a distancia. Nada más.
Presentamos los documentos el 2 de octubre de 2025. Al mes recibí la noticia: mi residencia en España había sido aprobada por tres años. ¡No lo podía creer!
La resolución llegó en el tiempo establecido y a un costo que no superó los US$825.
Después de tantas vueltas, finalmente había logrado una respuesta afirmativa. De camino a casa, las lágrimas se me salían solas.
Aún no asimilo la sensación de desarraigo que me dejó la salida intempestiva de Miami. De una u otra forma, sentí que Estados Unidos me expulsó. Y me quedó ese mal sabor de no haber logrado permanecer en el país, a pesar de haber hecho las cosas bien.
Cuando me preguntan qué tal va mi adaptación, siempre respondo lo mismo: “No sé si Madrid sea mi lugar, pero, al menos, me ha hecho sentir más que bienvenida”.
España me ha permitido algo que había olvidado en Estados Unidos: ahorrar. Hasta entonces, mi sueldo se iba directo al bolsillo de los abogados y no me quedaba para mucho más. Mi pareja era quien asumía casi toda la carga económica.
Ahora logré recuperar un poco mi autonomía financiera al salir de mis deudas y el dinero me alcanza para cubrir mis gastos: renta, comida, colegio, entretenimiento.
Aquí volví a sentir la libertad de no tener que depender de un auto para moverme de un lugar a otro. El día que llevé a mi hijo caminando al colegio no me lo podía creer.
Ya no tengo que andar contando millas para saber cuánto gastaré en gasolina o en peaje. El sistema de transporte público en España te permite llegar a cualquier parte y te puedes mover por Madrid a una tarifa plana mensual de 32,7 euros (unos US$38).
No falta quien te mete miedo con la cuota que hay que pagar por ser trabajadora autónoma o quien me advierte que tenga cuidado con Hacienda, que no perdonó ni a la mismísima Shakira.
Pero, con todo y eso, aquí he experimentado una sensación que no tenía desde la llegada de Trump a Estados Unidos: sentirme a salvo.
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